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La mujer en los primeros siglos de la Iglesia


2017-01-28

Por: Adolfo Güémez

Debemos estar atentos para no proyectar las categorías de nuestro tiempo a hechos del pasado


La mujer, en los primeros siglos del cristianismo, ocupó un papel bien determinado en la vida de la Iglesia. Los apóstoles y los primeros cristianos no hicieron otra cosa que seguir el ejemplo de Cristo, quien tuvo para con ella una particular consideración, yendo en contra incluso de los usos y costumbres de su época.

Debemos reconocer, sin embargo, que Cristo no trató a los hombres y a las mujeres del mismo modo. A cada quien confió, simplemente, funciones diversas.

El grupo de los doce apóstoles, por ejemplo, estuvo formado sólo por varones. En repetidas ocasiones, Cristo manda a los apóstoles en misión, dándoles instrucciones de cómo debe ser su predicación (cf. Mt 10, 5; Lc 9, 2; 10, 1) y, una vez resucitado, pide a Pedro que apaciente a sus ovejas (cf. Jn 21, 17). Existen muchos pasajes más donde se ve la voluntad de Cristo de confiar determinadas tareas a los varones.

Lo anterior no responde a un desprecio por la mujer. Nos consta con certeza por los Evangelios que había un grupo de mujeres que acompañaba y ayudaba a Cristo (cf. Mt 27,55). Además, Cristo se refiere en muchas ocasiones a ellas. En la parábola de la dracma perdida, los sentimientos de la mujer que busca una moneda representan los sentimientos de Dios para con el pecador (cf. Lc 15, 8-10); defiende a la mujer que le unge los pies en un banquete (cf. Mc 14, 3-9); sale en defensa de la mujer adúltera que iba a ser lapidada (cf. Jn 8, 3-11); se dirige, contra toda costumbre, a una mujer samaritana en un lugar público y ella, extrañada, le pregunta: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Jn 4, 9); declara la igualdad del hombre y la mujer en el matrimonio, cuando afirma: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11-12); confía a una mujer –María Magdalena–, la misión de anunciar a los apóstoles su resurrección (cf. Jn 20, 17) y, por último, sólo a una mujer, a su Madre, concede el don de no tener pecado original (la Inmaculada Concepción). Esto no lo otorgó a ningún hombre, ni siquiera a su padre putativo, san José.

Misiones diversas

Estrictamente hablando la misión del hombre dentro de la Iglesia no es superior a la misión de la mujer. Se trata más bien de misiones distintas, ambas con igual dignidad. En la declaración Inter insigniores de la Congregación para la Doctrina de la Fe se afirma: «El único carisma superior que debe ser apetecido es la caridad (cf. 1 Cor 12-13). Los más grandes en el reino de los cielos no son los ministros, sino los santos». La autoridad que ejercen los ministros tiene su fuente en la autoridad de Dios y no en una presunta superioridad de ellos sobre el resto del pueblo cristiano.

Podríamos preguntarnos por qué Cristo asignó de este modo las tareas dentro de la Iglesia. Algunos podrían responder usando argumentos de tipo psicológico. Es decir, las diferencias que existen entre el modo de ser femenino y masculino harían más o menos apto a determinado sexo para ciertas tareas. Sin embargo, como nos enseña la experiencia, es difícil encontrar un consenso general en este punto.

La Iglesia no ha buscado ahí una respuesta. Simplemente ha querido respetar la voluntad de Cristo, sin cuestionarla o contradecirla: si Cristo asignó de este modo las tareas en la vida de la Iglesia, por algo fue. Esto no es fideísmo o abdicación arbitraria de la propia racionalidad, como a primera vista podría parecer. Para los creyentes, Cristo no es un hombre más, sino el hijo de Dios quien posee una sabiduría más profunda que la sabiduría de los hombres. Al obrar así el creyente no mutila su razón, más bien, reconoce que ésta tiene unos límites y que no puede conocerlo todo. Dice san Pablo:

¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios!
¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!
En efecto, ¿quién conoció el pensamiento de Señor?
O ¿quién fue su consejero?
O ¿quién le dio primero que tenga derecho a la recompensa? (Rm 11,33)

El creyente, cuando acata la voluntad de Cristo –en este y en otros campos–, no lo hace como un acto de irracionalidad, sino como una acto de confianza en Aquél que sabemos que no miente (a diferencia de los hombres…). Algo semejante sucede en las relaciones humanas donde muchas cosas no se verifican racional y científicamente. Por ejemplo, el niño no pide a su madre constantemente pruebas de todo; él sabe que mamá sólo quiere su bien y no necesita más explicaciones. En resumidas cuentas, la Iglesia respeta la distribución de tareas para hombres y mujeres hecha por Cristo, fiándose de su palabra y sabiduría. Se trata de una cuestión de fe o, dicho de otro modo, de querer o no fiarse de Cristo.

Rigor y sano escepticismo

Es importante saber distinguir entre “verdadero” y “verosímil”. No todo lo verdadero es verosímil ni todo lo verosímil es verdadero. Hay cosas que parecen verdaderas, pero no lo son. Son solo verosímiles. Esto es lo que sucede con la teoría de que los apóstoles relegaron a la mujer en la vida de la Iglesia primitiva. Si no se reflexiona en todos los datos del Evangelio comentados anteriormente, puede parecer algo verosímil, sobre todo porque en nuestros días hay una gran sensibilidad hacia la dignidad y papel de la mujer.

Debemos estar atentos para no proyectar las categorías de nuestro tiempo a hechos del pasado. En aquel entonces no existía, como ahora, una sensibilidad tan grande hacia la igualdad de sexos (y qué bueno que existe). No podemos dar como un hecho que ellos veían este problema con la misma preocupación con que lo vemos nosotros.

Conviene, por el contrario, mirar nuestro tiempo con sencillez y cuidarnos de un sutil complejo de superioridad, es decir, de pensar que nosotros sí hemos descubierto algo que no pudieron ver quienes nos precedieron. En otras palabras, como si todos los hombres que vivieron antes que nosotros fueran tontos o ingenuos.

Dice la Biblia sabiamente: «Una generación va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece. (…) Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol» (Ecles 1, 4 y 9).



JMRS


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