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¿De verdad puedo parar?


2017-03-08

Gabriela Wiener, The New York Times


MADRID — El hermoso silencio que dejan atrás dos niños dormidos es la señal inequívoca de que he completado una vez más, con cierto éxito, la carrera diaria de obstáculos que en algún momento diseñé para mí misma. Como cada noche, creí que no lo lograría. A veces, mi existencia se parece muchísimo a Rolling Sky, ese juego de bolas que juega mi hija en el celular. Yo soy muchas veces la bola incontrolable que se estrella contra los pinos y cae al vacío antes de conseguir un diamante.

Hace unos minutos estaba en la calle, a diez grados, intentando dormir al bebé en su cochecito, meciéndolo bajo la sombra que hacen unos edificios y las luces de las farolas contra el suelo (de día, por el contrario, suelo buscar las calles donde da de lleno el sol, para que la luz lo ciegue y caiga más rápido). Son estrategias de madre pragmática. Los platos, para variar, siguen sucios, y llevo 48 horas intentando rebajar la torre pero cuando he conseguido lavar unos cuantos, se vuelve a llenar de vajilla asquerosa.

Yo no estoy mucho mejor. Mi pelo está tan enredado que casi he olvidado que alguna vez tuve el pelo lacio. Por la tarde fui a buscar en metro a mi hija Lena al colegio y conversamos sobre su segundo intento fallido de ser vegetariana. Tuve que prestarle mi móvil para que se desquitara un poco con el juego de la bola. Aproveché para quedarme en silencio y no pensar en nada. Mi hija está indignada, con razón, porque su colegio tiene protocolos estrictos de comida y no prevé las necesidades de niños vegetas, así que ha tenido que postergar su conversión y hoy se ha comido la cena diciéndole al pollo: “Gracias por tu sacrificio”.

Durante todo el día estuve buscando huecos para dedicarlos a seguir organizando unas jornadas feministas junto con mi colectivo. Como dice una amiga, después de este marzo habrá que hacer una huelga de eventos feministas. También coordiné una entrevista. Hablé por el chat con mi madre, con mi hermana. Publiqué algo en mi muro de Facebook. Mandé dinero por Western Union a mi familia en Perú. Bañé al bebé y mientras le enjabonaba le enseñé a hacer el sonido de la vaca, el perro y el pato. Finalmente, me escribieron más tarde dos de mis editores para pedirme los artículos de la semana y les dije sin una pizca de honestidad que se los entregaría puntualmente. Y aquí estoy, atravesando de puntillas al otro lado del cansancio. Por fin puedo sentarme a escribir el artículo sobre la huelga internacional de mujeres. Bueno, en realidad no debería cantar victoria. Es muy probable que no lo termine. Podría dormirme sin darme cuenta en el sofá, como ayer, en posición fetal, echando babas y preguntándome en sueños qué sería más reivindicativo, si escribirlo o no escribirlo. Lo terminaré. Y cada día, todo volverá a empezar.

¿De verdad puedo hacer abandono de trabajo y de hogar sin alterar el esperable ciclo de la vida de mi tribu? ¿De verdad puedo parar?

¿Quién va a hacer todo el "trabajo sucio" para que la otra mitad de la población pueda dedicarse a las ‘cosas serias’ y la máquina siga marchando? Nadie. Por eso hay que buscar una máquina nueva.

Como en un relato distópico de Margaret Atwood, un mundo en el que pararan (de verdad pararan) las mujeres se parecería mucho a nuestro mundo. Seguiría rodando como un balón de fútbol en los pies del patriarcado, más o menos como ahora. Pero solo por un instante. El verdadero apocalipsis empezaría al segundo siguiente. En ese momento, el mundo de las mujeres inmóviles, más que una película de catástrofes, se parecería a un psicodrama, con la otra mitad de la población intentando cubrir con atrezo las funciones invisibles, hechas pasar por “identitarias”, que para algunos constituyen terrenos completamente inhóspitos que delegó en la otra mitad. Y, de repente, poco a poco, como cuando se apaga una enorme máquina, vieja y desgastada, comenzaría a ir cada vez más lenta hasta que todo se detendría con un pozo de silencio. ¿Quién diablos va a hacer todo el “trabajo sucio” para que la otra mitad de la población pueda dedicarse a las “cosas serias” y la máquina siga marchando? Nadie. Por eso hay que empezar a buscar
una máquina nueva, completamente distinta.

En eso están las mujeres. De eso quieren hablarte hoy. De cómo sostener la vida también cuesta tiempo, sangre y esfuerzo, y supone para ellas postergaciones infinitas. De que aquello de madre, esposa y ama de casa no las define más. De la esclavitud moderna instaurada porque a todo el mundo le parece normal confundir trabajo gratuito con trabajo remunerado (el tipo de trabajo que sí importa, llámalo privilegio, llámalo derechos); confundir el cuidado de los hijos y mayores (de sus pañales y emociones) con tareas domésticas mal repartidas; confundir amor (romántico) con empresa familiar (la que se mantiene por el trabajo precario o no pagado de algunas).

Aunque suene paradójico, las mujeres sostienen con su energía (porque en ese lugar fueron colocadas por siglos de poder patriarcal) el orden que las esclaviza. De ahí que la huelga convocada para hoy también sea una huelga contra sí mismas, o mejor dicho, contra los roles que las han obligado a acatar. Hoy es “un día sin mujeres”, para que en su ausencia se reconozca su valía, y para ello se ha invitado a todas a abandonar el puesto de trabajo, a marchar, a faltar a la universidad, a no poner lavadoras, a no llevar a los niños al colegio, a no cuidar por hoy a las personas dependientes a nuestro cargo, a no limpiar, a no cocinar, a no comprar, a dejar que fundamentalmente sean los hombres los que se encarguen del cien por ciento de estas cosas, a no usar el carro ni el transporte público, a boicotear negocios sexistas y misóginos, a no sacar dinero del banco. Un día, medio día, media hora, lo que tenga cada mujer a su alcance.

No es un paro contra un patrón, es contra una mentalidad. La mayoría, sin embargo, el “lumpemproletariado femenino”, no tendrá el privilegio de poder parar en esta huelga global ni un segundo porque todo está diseñado para que las mujeres sigan siendo eslabones invisibles, “dados por hecho”, de la cadena productiva y no puedan dejar de cuidar (alguien podría morir) ni dejar su puesto de trabajo (sin perderlo).

Esa labor en las “retaguardias”, de la que habla la periodista y escritora española Carolina León en su próximo libro, Trincheras permanentes (Pepitas), que realiza “la parte mujer de la sociedad” en “un espacio apolítico llamado hogar”, es lo que se quiere poner de manifiesto en esta jornada de lucha. Si las feministas de los años setenta, dice Carolina, se resistieron a seguir cuidando, las de hoy “conocen el valor de esos cuidados como herramienta que tuerce la mano al sistema expropiador de nuestros cuerpos y plusvalías productivas (en los cuidados nos hacemos fuertes, nos hacemos sujetos políticos), pero queda mucho terreno para visibilizarlos y ponerlos en el mismo lugar de la política”. La transformación social, pues, pasa también por reorganizar los cuidados.

Esta noche, como cada noche en que pienso que no lo lograré, lo hice. Completé la carrera, derribé los obstáculos y me gané un diamante. Pero en lugar de que todo se quedara en silencio, la vida se llenó de gente, de voces y proclamas. En lugar de poner al bebé y a la niña en su cama, cargamos con ellos y nos hicimos presentes en la vigilia en la Plaza del Sol de Madrid para recibir en la calle el día de hoy, el de la gran huelga, para acompañar a las mujeres que llevan ya más de dos semanas en huelga de hambre pidiendo que el tema de la violencia de género sea considerada una cuestión de Estado en España. Vinimos por todas las que no pueden estar, las muertas y las vivas.

Hoy hemos cuidado y hemos parado. La niña hizo un cartel con su autorretrato, en el que aparece con la cara dividida en dos mitades: “Yo antes de la huelga y yo después de la huelga”. En una de sus mitades tiene el pelo largo y peinado, en la otra corto y erizado. También tiene dos ojos muy distintos: el ojo “antes de la huelga” es un ojo normal, una rendija, y el ojo “después de la huelga” es uno muy abierto, el ojo de una iluminada.



yoselin


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