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Barcelona 6 � Paris Saint Germain 1: La explicación del fútbol


2017-03-09

Martín Caparrós, The New York Times

Los adjetivos se me acaban. También se me acaba, aunque no debiera decirlo, la garganta: ronca, descascarada. Muchas veces me he preguntado por qué el fútbol. A principios del siglo pasado, varios deportes podían haber ocupado ese lugar, el del recreo de miles de millones. Pero fue el fútbol, y las teorías que intentan explicarlo son pobres, peregrinas.

En una noche como la de hoy la pregunta sobra: fue por esto. Por partidos como este. Por este guion imposible, escrito por un guionista torpe que no se priva de usar recursos increíbles; pero que suceden de verdad, en la verdad de esa ficción magnífica. O sea que, de una vez por todas: si alguna vez me olvido y vuelvo a preguntar por qué el fútbol, por favor grítenme: es por partidos como este.

Todos lo saben: el Barcelona había tenido una noche nefasta en París, hace dos semanas, y había perdido su partido de ida 4 a 0. Así que hoy tenía que meter por lo menos cuatro, y no era fácil: nadie, en la historia de la Liga de Campeones, lo había conseguido. El Paris Saint Germain tenía todas las fichas, todas las posibilidades de pasar; no pensaron que los fantasmas de Hillary, del brexit, de Fillon, amenazaban en las sombras.

Porque, aunque esté llegando al final de su ciclo, el Barcelona sigue siendo capaz de muchas cosas. Y mantenía leves esperanzas. Y todo empezó bien: al tercer minuto había metido el primer gol. Lo hizo de arremetida, más charrúa que catalán, pero era un buen comienzo.

El Barcelona había entrado con una formación ultraofensiva: tres defensores, cuatro mediocampistas y sus tres estrellas Conosur. Y controló el juego durante todo el primer tiempo, y lo terminó con un gol casual, puro rebote, de esos que te hacen pensar que la suerte también juega de tu lado. El Barcelona dominaba pero no estaba fino: no conseguía completar las jugadas, Iniesta perdía mucho, Messi casi todo, Suárez se peleaba. Solo Neymar pesaba allá arriba, pero el PSG estaba apichonado, y la hazaña parecía posible.

Y más lo pareció a los cuatro minutos del segundo tiempo, cuando a Neymar le hicieron un penal raro —un tackle de cabeza— y Messi lo metió de un pelotazo bruto. Fue su mayor aporte: agarrar la pelota en un momento difícil, dar el paso al frente, hacerse cargo.

Pero fue entonces cuando el Barcelona se equivocó: se vio tan cerca que quiso acelerar el nocaut y, al buscar el golpe decisivo, quedó desguarnecido. El partido bailoteaba al borde del abismo: siete jugadores del Barcelona casi no pisaban su campo, toda la defensa quedaba para Mascherano, Piqué y Umtiti, conmovedores de tan sacrificados. Y así llegó el desastre: justo cuando el Barça estaba por tocar el cielo con las manos, le sacaron la escalera y se cayó con bruto estrépito. Un pelotazo largo sobre el área catalana, un francés que la baja de cabeza, Cavani —el uruguayo— que la remacha despiadado.

El Camp Nou se calló, se cayó, los jugadores catalanes se abatieron: debían hacer tres goles en media hora y parecía que les parecía imposible. Para colmo Leo Messi no jugaba. Estaba en uno de esos días en que se cree Messi e intenta hacer cosas que para cualquiera serían imposibles y para él, en esos días, también. Falló mucho, perdió pases, pateó mal, nunca logró hacer diferencias. Y este Barcelona, sin Messi, ya no es un gran equipo.

El Barcelona peleó, porque tiene vergüenza, pero había sentido el golpe y se veía impotente, casi resignado. El PSG —Cavani, Di María— se perdió dos goles hechos, que habrían terminado de terminar con todo. El tiempo se escapaba, la jalea estaba hecha. Cuando faltaban tres minutos para el final, el Barcelona necesitaba tres goles para pasar, o sea: estaba terminado. Era el final del mejor ciclo de la historia del fútbol, y yo me entretenía buscando frases para el réquiem. Pensaba en un artículo sobre las formas en que se acaban las cosas, citaba a Calamaro —“todo lo que termina, termina mal”— y me convencía de que, si acaso, el mejor equipo había caído como un grande, peleándola hasta el fin.

Pero el fútbol sufre esos arranques de guionista idiota. Todo el partido había sido excitante: subió, bajó, subió, volvió a bajar, volvió a subir, bajaba. Pero el final fue extremo, gritón, vertiginoso. Faltaban tres minutos, tres goles, lo imposible. Lo raro fue que hubo un muchacho que creyó que valía la pena intentarlo. Y los otros, quién más, quién menos, lo acompañaron.

En el minuto 88 Neymar metió el primero de los tres: un tiro libre. En el 90, Suárez se inventó un penal, se lo cobraron. Debía ser para Messi, pero Messi esta noche no era Messi y se lo dio a Neymar que lo metió con elegancia, con autoridad. Ya jugaban el minuto 94 cuando Neymar, una vez más, colgó un centro en el área y un casi suplente, Sergi Roberto, que acababa de entrar, la tocó y la metió. Fue el acabose, el delirio, el final imposible: el momento en que el partido terminaba de entrar en la historia del fútbol. Insólito, inverosímil, imposible. Y tantos otros adjetivos.

El Barcelona había hecho algo que nadie nunca antes, y lo había hecho a base de fe, de fuerza, de pelea. No jugó como un grande; ganó como un grande porque creyó como un grande. Sin la solvencia de antes, con la furia de ahora, consiguió, en una noche inolvidable, explicar por qué el fútbol es el fútbol.



yoselin


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