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Lo que vi en Vietnam


2017-03-17

H.D.S. Greenway, The New York Times

Ellos estaban quemando los pastizales, como siempre en la temporada seca, cuando mi avión pasó sobre la costa vietnamita al caer la tarde. Al descender en Saigón alcancé a ver el fuego, y en mi inocencia creí que observaba los estragos de la guerra.

Nunca antes había estado en Asia y nunca había pisado una zona de guerra. Era un completo novato y estaba a punto de convertirme en corresponsal de guerra para la revista Time en Saigón, así que no podía despegar la nariz del cristal. Cuando aterricé en el caos del aeropuerto de Ton Son Nhut esa calurosa noche de marzo de 1967, las luces de bengala y los reflectores alumbraban el cielo, pero yo no sabía por qué. Pensé que quizá estaban atacando el aeropuerto.

Esa noche, recostado sobre mi cama en el elegante y antiguo hotel colonial Continental Palace, podía escuchar a través de la ventana abierta cómo estallaban en la lejanía armas pesadas; para entonces ya me habían informado que solo se trataba de fuego de “hostigamiento e interdicción”, la expresión militar para referirse a ráfagas que se disparaban de forma aleatoria hacia la jungla con la esperanza de matar, con algo de suerte, a parte del Viet Cong.

Ocho años después, otra noche calurosa y pegajosa de primavera, estaba recostado de nuevo en el mismo hotel y escuchaba cohetes dirigidos hacia la ciudad. Cuando mi helicóptero abandonó la embajada estadounidense al atardecer del último día de la guerra, el aeropuerto realmente era blanco de un ataque, y el fuego que vi sobre el terreno sí era por los estragos de la guerra.

Pero ese mes de marzo, hace 50 años, los oficiales estadounidenses parecían estar de muy buen humor, llenos de optimismo. Estábamos ganando. El secretario de Defensa, Robert McNamara, había pronunciado su famosa frase: “Todas las mediciones cuantitativas muestran que estamos ganando la guerra”. Desde el embajador Henry Cabot Lodge, con sus elegantes uniformes blancos, hasta el general William Westmoreland, en sus uniformes almidonados de pliegues impecables, todos afirmaban que incluso los más acérrimos incrédulos quedarían convencidos antes de terminar el año.

Dos años antes, el presidente Lyndon Johnson había llevado la guerra a otro nivel. Remplazó a simples asesores por unidades de combate de su fuerza principal, y cada día enviaba más soldados estadounidenses y equipamiento al país. Los comunistas respondieron de manera similar: en 1967, cambiaron las trampas y estacas “punji” hechas con bambú afilado del Viet Cong por batallones de infantería de Vietnam del Norte con respaldo de fuego de artillería pesada rusa desde el otro lado de la zona desmilitarizada, una de las paradojas más irónicas de la guerra. El ERVN, el Ejército de la República de Vietnam del Sur, siguió peleando, pero los soldados estadounidenses tomaron el control, e hicieron a un lado a nuestros aliados vietnamitas. A partir de ese momento, era la guerra de Estados Unidos.

Mi trabajo consistía en encontrarle algún sentido a todo lo que ocurría, así que pasé los siguientes meses recorriendo el país por los campos de arroz del delta del río Mekong, con el bien equipado ejército estadounidense por las colinas boscosas de la zona montañosa central, y con la Infantería de Marina por la zona norte de Vietnam del Sur. Me subí a jeeps, camiones, aeroplanos cuatrimotores de transporte y un sinnúmero de helicópteros para trasladarme a las zonas de combate, de ida muchas veces con cargamentos para reabastecer municiones, y de regreso con las bajas estadounidenses en sus bolsas cerradas.

Pero la mayoría de las veces viajé a pie con los soldados, por lo que conocí a muchos oficiales y hombres alistados en el ejército. Vi de primera mano cuán escurridizo puede ser el enemigo, cuán devastadores nuestros ataques, y cuán ilusas resultaron las mediciones cuantitativas de McNamara. Entre los militares, a estas operaciones se les designó misiones de “búsqueda y destrucción” pero a mí me quedó claro que, aunque teníamos poder de destrucción, no podíamos ganar. Cada poblado quemado nos ganaba enemigos y a pesar de que lanzábamos bombas con frecuencia al norte de la zona desmilitarizada, no había señales de que los rivales fueran a rendirse.

En Saigón fui a las famosas “mentiras de las cinco de la tarde”, durante las cuales los oficiales estadounidenses informaban a la prensa sobre los avances de la guerra y daban datos como la cantidad de armas enemigas capturadas o de enemigos muertos: el “conteo de cuerpos”. Estos datos tenían cada vez menos semejanzas con lo que mis colegas y yo veíamos en el campo de batalla: poblados quemados, civiles atrapados en fuegos cruzados, bombas de napalm y un panorama en el que parecía imposible ganar “mentes y corazones”, como reza el dicho, dadas las equivocaciones cometidas y los inmensos daños que ocasionaban las acciones militares, siempre las herramientas más afiladas. Observé cómo se inflaba el conteo de cuerpos conforme avanzaba en la cadena de mando. Vi cómo la corrupción carcomía las entrañas de gobierno tras gobierno que se instalaba en Vietnam del Sur.

Los estadounidenses que proporcionaban la información en realidad no nos mentían. Como afirmó el periodista Sebastian Junger sobre el optimismo estadounidense en Afganistán, solo nos invitaban a ser parte de la conspiración del pensamiento positivo.

Mi impresión al llegar a Saigón era que necesitábamos poner un alto al comunismo de Rusia y China como habíamos hecho en Corea. Pero con el paso del tiempo, cada vez estaba menos convencido. Comencé a ver que para los vietnamitas la larga lucha contra los franceses, y ahora los estadounidenses, se había fundido en una sola, así que la lucha anticolonial era más importante que el comunismo o el anticomunismo. Por supuesto que los estadounidenses no se consideraban colonialistas, pero desde la perspectiva vietnamita era difícil ver la diferencia. Nuestros aliados vietnamitas nunca pudieron sacudirse la carga de ser lacayos de una potencia extranjera, mientras que nuestro enemigo, aunque dependía de igual forma de los extranjeros para obtener armas y municiones, tenía menos problemas para ocultarse tras el humo embriagador del nacionalismo.

Para los trabajadores de la tierra que vivían en el campo, era como Graham Greene lo describió en su novela clásica sobre Vietnam, El americano tranquilo, un libro que todos los periodistas cargábamos en el bolsillo. “Quieren suficiente arroz”, escribió. “No quieren que les disparen. Quieren que cada día sea casi igual al anterior. No quieren ver alrededor a gente de piel blanca diciéndoles qué quieren”.

Mi padre conoció la Indochina francesa en las décadas de 1920 y 1930, y yo le escribía con frecuencia en 1967. “El monzón del noreste llegó pronto este año, y en septiembre ya estaba lloviendo casi todos los días en las provincias del norte. No puedo describir cuán miserables se volvieron las condiciones aquí”, escribí, “en especial en los puestos de la marina cerca de la zona desmilitarizada, como Gio Linh y Con Thien. Era imposible mantenerse seco. El lodo se hizo tan espeso que se pegaba a nuestras botas y ropa en capas muy gruesas”. Hablé acerca de la creciente desconfianza que sentían los vietnamitas hacia su gobierno a medida que se desintegraba su tejido social. No mencioné las balas que parecían romper el aire al pasar, ni hablé de los enfrentamientos rápidos y mortíferos cuando los enemigos se encontraban en la oscuridad; tampoco de los muertos que parecían tener rostros encerados bajo la lluvia.

Hubo batallas en colinas sin nombres, solo números, 881, 875, dependiendo de sus metros de altura. La táctica de Vietnam del Norte era desplazarse a una colina, fortificarla para resistir bombardeos pesados y atraernos hacia la cima para enfrascarnos en combates sin sentido en los que morían muchos estadounidenses. Los vietnamitas siempre perdían más hombres que nosotros, pero sabían que peleábamos en su tierra así que nos cansaríamos primero y regresaríamos a casa, como ocurrió con los franceses.

Siempre ascendíamos las colinas sin importar el costo y podíamos decir que íbamos ganando porque nunca perdimos una de estas batallas de desgaste. En Despachos de guerra, su clásico relato de la guerra, Michael Herr escribió que era una “confrontación entre un dios que sostiene la presa contra la pared mientras nosotros la clavamos” —parafraseando la descripción de Lyndon Johnson sobre nuestros objetivos en la guerra— y otro con tal “desapego que puede ver correr la sangre de diez generaciones si es el tiempo que hace falta para lograr que la rueda dé la vuelta”.

El año que llegué fue cuando murió Henry Luce, el propietario de las revistas Time y Life. Es difícil describir ahora el poder que tenían Time y Life sobre la manera de pensar de los estadounidenses comunes y corrientes en la década de 1960. Luce consideraba a Vietnam como otra China, la tierra donde nació, y pensaba que solo podría perderse si no teníamos suficiente determinación para conservarla.

Pero todo cambió después de su muerte. Cuando la base de Con Thien sufrió un ataque en otoño de ese año, Time mostró en su portada a un infante de marina resguardándose tras la trinchera. El título de la historia fue: “Más dudas sobre la guerra”. El artículo describía la escena de Con Thien, pero más adelante señalaba: “En Estados Unidos, a 16,000 kilómetros, Con Thien dramatizó la frustración acumulada de esta dolorosa guerra. Las dudas acerca de Vietnam, que han ido en aumento desde hace tiempo, se intensificaron entre los estadounidenses después de que se proyectaron en la pantalla del televisor las sangrientas escenas de la terrible experiencia que se vive en el lodo de Con Thien”.

Era octubre de 1967, tres meses después de la terrible ofensiva de Tet que cobró tantas vidas. La guerra siguió, pero para finales de ese año, los periodistas de Time, al igual que el pueblo estadounidense, fueron perdiendo la fe en una guerra que estaba perdida.



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