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Contra la prensa todo se vale


2017-05-03

Javier Garza Ramos, El País


Hace unos días, el Comité para la Protección de Periodistas publicó su reporte Ataques contra la Prensa. La Nueva Cara de la Censura, un documento impactante por la forma en que retrata el creciente abanico de opciones disponibles a grupos de poder para intimidar a los periodistas que les incomodan.

Al igual que en años anteriores, el CPJ dedica parte de su documentación a dictadorzuelos que practican la censura como forma de gobierno y mantienen presión constante contra medios de comunicación. Lo interesante del reporte este año es que ahora el CPJ, como antes dedicaba capítulos a países como, digamos, Venezuela o Turquía, ahora le dedica uno a lo que significa la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca para la prensa de Estados Unidos, un país que ha servido como modelo de libertad de expresión.

Apenas unos días después del reporte del CPJ, la Relatoría para la Libertad de Expresión de la Organización de Estados Americanos publicó su informe de 2016. Si antes este reporte dedicaba dos o tres páginas a Estados Unidos, ahora le dedica 15, incluyendo una narrativa de casos de intimidación contra periodistas en el proceso electoral. Lo curioso es que es la primera vez que un informe de la Relatoría incluye el contexto electoral en su reporte de Estados Unidos y todos los casos están relacionados con la campaña de Trump.

Esta es, sin duda, el cambio más importante en el panorama para la libertad de prensa en el mundo. Ya sabíamos que las garantías para que periodistas y medios de comunicación informen libres de amenazas y agresiones se ha deteriorado año con año. De hecho, cada 3 de mayo cuando la Unesco conmemora el Día Mundial de la Liberad de Prensa, periodistas y activistas de todo el mundo hacemos el recuento pesimista de nuestros retos crecientes para practicar nuestro oficio de manera segura y libre.

Pero rara vez veíamos casos preocupantes de libertad de prensa amenazada en países desarrollados. Que a la presidencia de Estados Unidos haya llegado una persona que tacha a los periodistas de “enemigos del pueblo” no puede sino ser recibido como buenas noticias para cualquier otro líder que quiere justificar la censura como la salida fácil a sus problemas políticos. Al fin y al cabo, pueden argumentar, que eso ya existe en un país cuya Constitución prohíbe hacer leyes para restringir la libertad de expresión.

Es preocupante que el deterioro de la libertad de expresión llegue también a países desarrollados como Estados Unidos. En una reciente carta a Trump enviada por la Asociación Mundial de Periódicos (WAN-IFRA), editores de todo el mundo advierten que el no mantener las garantías a la libertad de expresión puede inspirar a regímenes autoritarios en otros países “para debilitar los valores democráticos”.

El deterioro de la libertad de prensa en el mundo se debe a lo que el director del CPJ, Joel Simon, describe como las “formas innovadoras” de Gobiernos y actores no estatales para suprimir información. Simon asegura que “las nuevas tecnologías de información debieron haber vuelto la censura obsoleta. En cambio, sólo la han hecho más complicada”.

Algunas formas son conocidas de sobra: asesinatos, amenazas, intimidación legal. Otras han tomado fuerza en los últimos años: presiones económicas ante la debilidad de los modelos de negocios periodísticos, espionaje digital, el auge de la propaganda disfrazada de noticias falsas gracias a las redes sociales, restricciones al derecho a la información, publicidad gubernamental como forma de control.

Ante la ausencia de contrapesos, los autoritarios han avanzado. En Turquía, el Gobierno de Recep Tayyip Erdogan tiene el récord de periodistas encarcelados. En Venezuela, el Gobierno de Nicolás Maduro ha visto en el control de la información una defensa ante las crecientes protestas sociales.

Otros se ponen más “innovadores”. En Rusia, por ejemplo, el régimen de Vladimir Putin luego de años de usar medios conocidos y probados de intimidación, como el homicidio o el control político de los medios, ahora incursiona también en otras formas como el control de Internet, el hackeo y la manipulación.

En Ecuador, el régimen de Rafael Correa ha llegado al ridículo de sancionar a medios no sólo por lo que publican sino también por lo que no publican, al multar a cuatro periódicos y tres televisoras por no reproducir un reportaje aparecido en Argentina acusando a uno de los candidatos presidenciales opositores de vínculos con empresas offshore.

México, por supuesto, no es la excepción. Al contrario, a veces parece la regla. Un reportaje del New York Times hace unos días habla de “la facilidad” con que se matan periodistas en el país, con cada asesinato motivado en parte por el hecho de que el anterior no fue castigado. Con cuatro periodistas asesinados en lo que va del año, 2017 está encaminado a romper el récord de once homicidios del año pasado.

Pero los asesinatos de periodistas son la consecuencia más extrema de un deterioro generalizado de la cultura de libertad de expresión que alcanza a todos los grupos de poder: Gobierno, fuerzas de seguridad, empresas, sindicatos, crimen organizado.

La impunidad que gozan los crímenes contra periodistas tiene la misma causa en México que en otros países: el creciente desdén por el derecho que tiene la sociedad para estar informada. No hay ninguna consecuencia para quienes intimidan a los periodistas en su labor.

Hace unos años, un diputado en el Estado de Coahuila recibió una pregunta que no le gustó. Su mejor respuesta fue espetarle al reportero “a ti lo que te hace falta es que te levanten”.

Quizá el diputado, Guillermo Anaya del PAN, se quiso hacer el chistoso, pero en realidad no le importó el hecho de que tres periodistas han sido asesinados y al menos 10 han sido secuestrados en Coahuila en los últimos 10 años. Ese desplante no tuvo ninguna consecuencia, por el contrario, Anaya es ahora candidato del PAN a gobernador de Coahuila.

La facilidad con la que en México se puede matar o secuestrar periodistas o atacar a balazos las oficinas de un periódico o amenazar a un reportero tiene su raíz en el desdén que el poder político tiene hacia la prensa y que alimenta la impunidad.

Lo vemos cada vez que un gobernador o alcalde tacha a un medio de comunicación de buscar el desprestigio de un Estado o una ciudad solamente porque publican notas sobre la violencia desatada o la corrupción prevalente. El mismo lema que escogió el presidente Enrique Peña Nieto para su informe de Gobierno el año pasado, “lo bueno no se cuenta, pero cuenta mucho” contiene un ánimo de descalificación contra los periodistas que se han empeñado en revelar los rincones oscuros de su Administración.

Pero resulta que detrás de cosas “buenas” como la inauguración de una carretera por parte de Peña Nieto está el hecho de que el contratista que la construyó también le está vendiendo una casa a la primera dama. O resulta que detrás de la entrega de apoyos sociales por parte de gobernadores aliados del presidente, como Javier Duarte en Veracruz, están redes de empresas fantasmas que permiten a políticos lucrar con el presupuesto público.

Claro, a los políticos sólo les gusta que se cuente lo bueno. Por eso cuando la prensa insiste en revelar corrupción o negligencia, es mejor tacharla de mentirosa. En este sentido, la animadversión que destilan estas posturas no es muy diferentes de los tuits que Donald Trump lanza cada vez que se enoja con algún medio, acusando “noticias falsas” y tachando a la prensa de mentirosa, de fracasada o de enemiga del pueblo.

El panorama es pesimista precisamente por esta razón, porque hasta en los países desarrollados vemos el deterioro de la cultura de libertad de prensa, a un grado que las agresiones pasan sin consecuencia. A los periodistas nos toca combatirlo demostrando por qué la prensa es más indispensable que nunca.



yoselin


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