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Entre los escombros


2017-09-27

Emilio Lezama, El País

Tomas el casco y te lo colocas sobre la cabeza. Nunca antes lo has hecho y sientes tu torpeza. No eres soldado pero sí se necesita no dudas en ponerte un casco chueco y un chaleco que no es de tu talla. La zona está acordonada. Hay un sentido de urgencia que emana de los confines del listón. Adentro, uno de los líderes solicita que entren seis voluntarios más. La fila es larga, hay cientos de jóvenes ansiosos por ayudar. Varios alzan la mano, en su mayoría son universitarios. Podrían ser tus amigos, pero tienen cubrebocas y no les ves el rostro. Podrían ser tus amigos pero hoy son algo más, son tus compañeros. Sientes incertidumbre, pero quieres entrar.

Estar ahí es una especie de terapia de choque. Entras. El primer shock viene en forma de un plumón negro: “anótate en el brazo tu nombre, número de emergencia y tipo de sangre.” te dicen. El plumón te hace cuenta de la gravedad de las circunstancias. Caminas entre tractores y gente que grita instrucciones, es una zona de desastre y no pretende ser otra cosa. Marchas en fila, como soldado, mientras que los verdaderos te gritan palabras de aliento cuando los pasas. Hay perros y palas. Cascos y máscaras de humo. Tractores y camiones. Y muchos, muchos humanos. Es un campo de guerra. Te sientes parte de una pesadilla distante. Te da orgullo ver que hay cientos como tú a tu lado. Luego ves los edificios caídos y sientes el miedo.

La situación es precaria, el edificio de al lado está a punto de derrumbarse. Por eso es importante que pongas atención a las instrucciones. Te explican las señas con las que se comunica en la zona cero. Puño cerrado es silencio. Manos cruzadas, es evacuar. Te parece extraño. El puño cerrado tiene un aire de resistencia y victoria. Los brazos cruzados son el símbolo de batalla de tu equipo de futbol. Todo esto es muy confuso. Es como si hasta en los símbolos, el triunfo se volviera una parte intrínseca de esta gran derrota.

Tienes miedo y estás abatido por la tragedia, pero sientes un entusiasmo incomprensible al ver a tanta gente ayudando. Volteas la mirada hacia arriba y te imaginas la trayectoria de caída del coloso. Luego volteas la mirada hacia abajo para ver los escombros del que ya ha caído. Te sientes vulnerable. Hay poco tiempo para estos sentimientos, tu escuadrón ya se incorporó a las largas cadenas humanas que llevan el escombro del derrumbe a los camiones de carga. Una a una y a gran velocidad van pasando cubetas llenas de cascajo. Detrás de ti, otra cadena humana hace la operación inversa: regresa las cubetas vacías a la zona cero.

Te llegan muchas cubetas llenas de escombro. Muchas varillas, mucho cemento. Las pasas sin dudar. Pero de pronto todo cambia. Te llega una cubeta distinta. Esta cubeta tiene contiene un reloj de mesa. Es un reloj café, de tamaño mediano; está roto pero aún mantiene su forma. Su forma si, su función no: las manecillas se encuentran detenidas. Es un hecho, ese reloj no volverá a andar, marcará para siempre la hora de su muerte. La cubeta pasa rápido pero el reloj permanece en tu mente.

Te ha golpeado todo el peso de la catástrofe. La historia humana que va pegada, intrínseca a cada pedazo de cascajo que ahora cargas. En los últimos días has escuchado muchas cifras, nombres y direcciones pero el reloj le ha dado una tesitura humana a la tragedia. La sutil fibra personal que va adherida a cada uno de nuestros objetos. Esas piedras fueron los muros de una casa. Esa madera fue una parte de la cama donde alguien durmió, beso, hizo el amor. Ese reloj marcó las horas de un pequeño mundo que alguien llamó casa.

Alzas la mirada, entre los escombros hay toallas, colchones, juguetes... los resquicios obstinados de una vida. ¡Qué injusto! Los objetos sobreviven, los humanos no. Muchos sí por supuesto, pero ahora no puedes pensar en ello. El reloj. No dejas de pensar en el reloj. ¿Habrá sido un regalo o una compra oportuna? ¿En qué parte de la casa habrá existido? ¿Cuántas veces en la noche se abran tropezado unos dedos ciegos con él? ¿De quién habrá sido? ¿De quién habrá sido? El reloj tenía una mancha. Breves gestos que son vida. Que lo fueron. El reloj fue parte del universo de alguien. Ya no lo es más.

Así como el reloj, pasa una taza de un viaje a París, un mantel que te recuerda al de tu propia casa, el tapete que se parece al que tiene tu tía. Pudo haber sido cualquiera de nosotros. Nos estamos rescatando a nosotros mismos. Pero, ¿por qué los objetos insisten en sobrevivirnos? ¿No habrá forma de que se disuelven solos una vez que ya no estemos? ¿No nos deben acaso un poco de solidaridad? Alguna mueca de fidelidad a quién con tanto esmero les pasó un plumero todas las mañanas.

La noche está llegando y el reloj ya se fue de tus manos. Pudiste haberlo tomado para ponerlo en algún estante como un homenaje a los caídos. No lo hiciste. El reloj ya se fue. El reloj ya está detenido. El reloj, las sábanas, las fotografías contarán una historia que nadie nunca escuchará. Pero eso no significa que la historia no exista. Pasarán muchos años y los restos de esos objetos seguirán en alguna parte del mundo. Esparcidos, sus puntos formarán una especie de imagen. Desde muy arriba en el universo algún incauto podría observarlos. ¿Habrá alguien allá afuera que sepa leerlos en constelación? Las manecillas ya no cuentan la hora, pero trazan un pedazo de historia. ¿Habrá algún lector extraterrestre que pueda darle cuerda a estos relatos? Sientes un golpe en la cadera. Es una cubeta. “¡Ei, no te distraigas!”, te grita el de al lado. Para algunos el flujo de la vida continúa. De alguna extraña forma, vivir se ha convertido en un breve homenaje a los que nos han dejado. El tiempo sigue aunque ese reloj se haya detenido.



regina


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