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La desigualdad en México y sus efectos sobre la violencia


2017-10-02

Max Fisher y Amanda Taub, The New York Times


MONTERREY, México — Con la vista panorámica de la zona metropolitana de Monterrey, con sus sedes corporativas y clubes de golf, parece que se trata de una sola ciudad que se extiende por las montañas que la rodean.

Sin embargo, vista desde cerca, queda claro que existen muros invisibles que envuelven al centro acaudalado de Monterrey y crean una clara línea divisoria entre sus cuatro millones de residentes. Para la gente que se encuentra en el interior de esos muros invisibles, el gobierno es receptivo y la delincuencia es baja. Los que están afuera enfrentan el aumento de las tasas de homicidio, la corrupción y, según activistas locales, la brutalidad policial.

Sergio Salas vive en ambos lados. Se traslada todos los días desde su casa en Juárez, un suburbio de clase trabajadora, a la Secretaría de Educación ubicada en la zona próspera del centro, donde trabaja en los programas de educación especial.

Salas siempre dio por hecho que estaba a salvo en su casa, donde construyó una reserva de mariposas en el patio trasero. Pero el año pasado, unos delincuentes entraron a su hogar, lo ataron y le robaron. Conmocionado, no regresó sino hasta que instaló una barda y contrató a un guardia de medio tiempo.

Dice que su adorada ciudad ha cambiado con el auge de estos crímenes. Las familias construyen muros, salen huyendo a áreas más prósperas o solo aprenden a sobrellevar su vida diaria. La idea misma de comunidad se ha desvanecido.

A medida que México pasa por el año más violento que se haya registrado en su historia y el Estado se muestra incapaz de responder, la gente con recursos intenta resolver el problema por cuenta propia. Los terratenientes, los negocios y los ricos están adquiriendo seguridad, ya sea de forma legal o ilegal.

Todo pacto social se basa en el entendimiento de que la seguridad es un bien público que todos comparten y mantienen. A medida que los ricos de México se amurallan, los acuerdos implícitos que mantienen unida a la sociedad se rompen.

Aunque los efectos son sutiles, están presentes por doquier. El aumento de los grupos de justicieros, la impunidad de la delincuencia, la corrupción policial y la debilidad del Estado pueden ser consecuencia parcial de esta creciente desigualdad en la seguridad.

En Juárez, dice Salas, los vecinos cerraban filas ante desafíos comunes como la delincuencia o un policía corrupto, pero ahora “hay una cultura de no participación, de indiferencia y silencio”.

“El contrato social se rompió”, dijo.

La seguridad como un bien privado

Como en años recientes la guerra contra las drogas fracturó a los carteles más importantes, grupos más pequeños y violentos ocuparon su lugar. Las extorsiones y los secuestros se dispararon: no solo tienen en la mira a los ricos y a los comercios, sino también a los trabajadores de clase media.

En respuesta, los que tienen los medios pagan seguridad privada para que haga lo que el Estado no puede hacer.

Entre 2013 y 2015, el número de empresas de seguridad privada casi se triplicó de unas 200 a 1100, según estadísticas gubernamentales. Los analistas de la industria creen que la cantidad real, incluyendo a las empresas no registradas, probablemente es varias veces mayor.

Este cambio puede estar empeorando el sistema judicial particularmente ineficaz, que solo logra sentencias en una fracción diminuta de delitos. Los escoltas armados pueden evitar un asesinato pero no pueden investigar uno, y mucho menos desmantelar a un cartel local.

Los recursos policiacos restantes tienden a ir hacia aquellos con conexiones. Un estudio calcula que un 70 por ciento de la policía de Ciudad de México trabaja para proteger intereses privados, como el resguardo de los bancos.

A medida que las clases poderosas confían menos en la seguridad que provee el Estado, la presión política para que este atienda la delincuencia o reforme a la policía disminuye, incluso a medida que aumentan los índices de homicidios.

En los barrios adinerados de todo México, donde los guardias patrullan las tiendas exclusivas y los restaurantes de moda, la violencia rara vez es el tema principal de conversación. Mientras tanto, los ciudadanos fuera de esas zonas quedan desprotegidos en buena medida. Las pandillas y la delincuencia organizada se esparcen en los barrios de bajos recursos.

La división es claramente visible en lugares como Santa Fe, una zona acaudalada de Ciudad de México, donde los rascacielos de cristal y los centros comerciales miran por encima de los barrios pobres que se extienden más allá de sus sombras.

Una tarde hace poco en uno de esos barrios pobres, Andrés Ruiz, un músico que no siempre tiene trabajo, estaba recargado contra una pared mientras esperaba el autobús que, aunque suele ser blanco de robos, es su único medio de transporte hacia la ciudad.

Entrecerró los ojos para enfocar la mirada hacia un peñasco que se eleva, como la torre de un castillo, unos seis metros por encima de las casas improvisadas. Los muros recién pintados de blanco de un fraccionamiento cerrado, construido para colindar casi con la cornisa, parecían devolverle la mirada.

“La seguridad es solo para ellos, para los de arriba”, dijo. Unos pandilleros, que abiertamente patrullan las calles, pasaron despacio en una motocicleta. “Estamos relegados, olvidados”, añadió Ruiz.

Vivir afuera de esos muros, comentó Ruiz, “es como vivir en un matadero”.

Marilena Hernández, quien vende quesadillas y tacos en la misma calle, dijo que tal vez era mejor que la policía ignorara los robos que se producen “a cualquier hora”.

“Podría ser contraproducente llamarlos”, dijo. La policía, para ella, solo es otra forma de seguridad privada que no puede costear. “Si tienes dinero para los policías, tal vez estén más dispuestos a ayudarte, de lo contrario no lo harán”.

La ley del más fuerte

A medida que el Estado se repliega en materia de seguridad, la desigualdad y la violencia —que alguna vez fueron problemas totalmente distintos— se retroalimentan. Este ciclo es especialmente visible en el aumento de los grupos paramilitares o justicieros. Estos grupos son “el extremo del fenómeno de la seguridad privada”, explicó en su oficina de Ciudad de México Edna Jaime Treviño, directora de México Evalúa, un centro de estudio de políticas públicas.

Comenzaron como una solución ciudadana a la violencia. Las comunidades locales, hartas de la policía, organizaron grupos de autodefensa para remplazarlos, pero esto solo aceleró las rupturas dentro de México, debido a la proliferación de hombres armados sin capacitación que muchas veces actuaban con impunidad.

Los carteles compraron a muchos miembros de estos grupos. Otros cayeron en la tentación del narcotráfico, el secuestro o la extorsión.

Actualmente, se les considera uno de los factores más importantes de la desintegración que alguna vez se propusieron solucionar. Estos grupos tal vez sean una manifestación de desigualdad, según una investigación reciente de Brian J. Phillips, politólogo del Centro de Investigación y Docencia Económicas en Ciudad de México.

En un estudio realizado en 2500 poblaciones, Phillips descubrió que los grupos de justicieros no necesariamente aparecen en las áreas con las mayores tasas delincuenciales ni donde la presencia del Estado es más débil, como podría imaginarse. En cambio, mientras mayor sea la brecha entre los ricos y los pobres en una población, mayores son las posibilidades de que se formen autodefensas. A la inversa, en una población con mayor equidad, incluso si es pobre, casi nunca se presentan esos grupos.

Al analizar los casos individuales, queda claro cómo la desigualdad, incluso más que la violencia, motiva la aparición de grupos justicieros que están haciendo trizas las provincias rurales del país.

En el caso de los ricos que viven en zonas rurales y que con frecuencia son terratenientes, los hombres armados que contratan pueden resguardar un negocio o una granja que las instituciones locales no pueden proteger. Después, en una representación local de las tendencias nacionales, los grupos paramilitares acaban por remplazar a la policía pero rara vez protegen a aquellos que no pueden costear sus servicios.

Al ver que solo esos grupos proveen seguridad, los pobres se ven motivados a formar sus propias fuerzas voluntarias o recurrir a linchamientos y otras formas de presunta justicia que requieren pocos recursos. O bien, los pobres pueden armarse primero al percibir que es necesario. Por cada aumento de un punto porcentual en la desigualdad, el índice de homicidios aumenta 1,5 puntos, según los estudios.

Por cada aumento de un punto porcentual en la desigualdad, el índice de homicidios aumenta 1,5 puntos.

Mark Ungar, profesor del Brooklyn College que estudia temas de seguridad, comentó que los grupos justicieros en los que impera la ley del más fuerte han inclinado el “centro de gravedad del poder” en las áreas rurales hacia los que tienen más dinero.

Se puede tratar de carteles pero algunas veces los más poderosos son las empresas agrícolas y de extracción de recursos, a los que se ha acusado de desplegar grupos armados contra activistas ambientales y comunidades indígenas.

“La seguridad privada se ha convertido en una parte central de la criminalidad misma”, comentó Ungar.

El deterioro del orden social y político

“La seguridad tiene una peculiaridad”, comentó Rita Abrahamsen, politóloga que estudia los efectos de la seguridad en la sociedad. “Es distinta de, digamos, los servicios de salud. Si no hay seguridad, no se puede mantener la cohesión”.

Este deterioro se puede sentir en todo México. Las encuestas muestran un aumento en la desconfianza en las instituciones y la insatisfacción con el estado de la democracia.

Andrés Manuel López Obrador, un populista de izquierda conocido por cuestionar la legitimidad de las elecciones, encabeza las encuestas para las elecciones presidenciales del año próximo. Aunque López Obrador ha hecho énfasis en la desigualdad económica más que en los temas de seguridad, entre sus seguidores hay muchas personas pobres y de clase trabajadora que se sienten abandonadas.

La desigualdad “es uno de los principales problemas de este país”, comentó Jorge Tello, exdirector del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), mientras tomaba un café en un club privado de Monterrey. Cerca, una familia bien vestida cantaba “Las mañanitas”.

Cuando en un principio la violencia aumentó en toda la ciudad, los líderes corporativos más poderosos de Monterrey presionaron para conseguir —y muchas veces financiaron directamente— reformas cuya intención era proteger a toda la población.

No obstante, cuando la delincuencia disminuyó en las zonas acaudaladas, la presión para dar seguimiento a las reformas también lo hizo; se profundizó una cultura política en la cual las instituciones y los funcionarios sirven al dinero. Las áreas como Juárez cayeron en el abandono.

“Por eso creo que López Obrador tiene grandes posibilidades de convertirse en el próximo presidente, debido a que una gran parte de la población no tiene acceso a un restaurante como este”, comentó Tello.

A medida que los mexicanos se retiran del pacto social, advirtió, se arraigan problemas como la delincuencia y la corrupción.

“Cuando hablas sobre estos problemas en México, se dice que hay una enorme falta de gobierno, pero también hay una falta de ciudadanía”, manifestó.

Una sociedad ‘que no se moviliza’

“La sociedad mexicana siempre ha sido desigual”, comentó Edna Jaime, la directora de México Evalúa.

Ahora incluso la seguridad, la piedra angular del orden social, se está convirtiendo en un asunto que los mexicanos tienen que resolver por sí mismos, lo cual altera la forma en la que los ciudadanos ven sus obligaciones para con la sociedad misma.

“Somos una sociedad que no se moviliza mucho, no actúa en contra de la violencia mortal”, agregó. A medida que el sentimiento de bienestar colectivo disminuye, el abandono se convierte en la nueva norma.

“En algunos barrios pobres de la ciudad no hay presencia del Estado”, explicó. “No hay nada, literalmente nada. Los jóvenes tienen que cuidarse unos a otros en las calles”.

Sergio Salas, la víctima de robo en Monterrey, es optimista y piensa que el pacto social podría repararse si las comunidades desaprenden sus nuevos hábitos.

“Es una cuestión cultural que se fue armando poco a poco, así que hay que desmantelarla y después volverla a unir pieza por pieza”, dijo. “Yo abogo por eso. Esa es la razón por la que no me voy a ir de aquí”.

Sin embargo, tras años de trabajo en materia de pobreza y gobierno, a Edna Jaime le preocupa que la sociedad no vuelva a cohesionarse.

“Esto es muy serio”, dijo. “Al decir esto no puedo contener lo que siento”, agregó mientras se formaban lágrimas en sus ojos por la frustración. “Es apabullante”.



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