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Trump, el TLCAN y sus traumas 


2017-10-23

Paul Krugman, The New York Times


CIUDAD DE MÉXICO — Todos aquí quieren saber qué pasará con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el TLCAN, que ha vinculado estrechamente las economías de México, Canadá y Estados Unidos durante más de dos décadas. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha descrito al TLCAN como “el peor tratado de la historia”, pero ¿realmente acabará con él?

Hasta hace unos cuantos días, yo estaba bastante seguro de que no lo haría. Suponía que negociaría algunos cambios menores al tratado, se declararía victorioso y seguiría su camino. Los mercados parecían concordar: el peso mexicano cayó después de que Trump fue electo, pero luego se recuperó y se concretó el veredicto de que no pasaría nada terrible.

Sin embargo, he estado revisando esta perspectiva a la luz de los eventos recientes, en especial el berrinche de Trump respecto del sistema de salud en Estados Unidos. Echar abajo el TLCAN sería terrible para México y muy malo para EE. UU. Afectaría importantes intereses comerciales estadounidenses, que han pasado décadas construyendo sus estrategias competitivas con base en un mercado norteamericano integrado. Pero podría ser bueno para el frágil ego de Trump. Y esa es una razón para temer lo peor.

Comencemos por aceptar que, aunque el TLCAN condujo a un rápido crecimiento tanto de las exportaciones de México hacia Estados Unidos como de EE. UU. hacia México, no ha cumplido con las expectativas de algunos de sus proponentes.

En 1994, cuando el tratado entró en vigor, muchas personas esperaban que impulsara un rápido crecimiento de la economía mexicana, y no lo hizo. Algunos de sus proponentes también argumentaban que Estados Unidos tendría grandes superávits en su comercio con México; de hecho, después de su crisis financiera de 1995, fue más bien México el que comenzó a tener superávits comerciales.

Y más aún, el creciente comercio dañó definitivamente a algunos trabajadores estadounidenses. Algunas empresas de Estados Unidos despidieron a sus obreros y trasladaron la manufactura a México (aunque otras añadieron empleos para producir bienes destinados a los mercados mexicanos u obtuvieron una ventaja competitiva a partir de su capacidad de adquirir componentes de proveedores mexicanos).

De cualquier manera, los costos provocados por el TLCAN fueron mucho menores que los creados por las importaciones de China —y a su vez estos fueron mucho menores que los creados por la cambiante tecnología— o la caída de los salarios de los camioneros —que reflejó la falta de regulaciones y el colapso del poder sindical—, los cuales no tenían nada que ver con el TLCAN. Aun así, el tratado causó algo de dolor real.

No obstante, admitir esta desagradable realidad no tiene casi nada que ver con la pregunta sobre qué hacer ahora. Los trastornos provocados por el TLCAN pertenecen, en su mayoría, al pasado.

Ahora vivimos en una economía norteamericana construida sobre la realidad del libre comercio. En particular, las manufacturas estadounidenses, canadienses y mexicanas están profundamente entrelazadas. Muchas plantas industriales se construyeron precisamente para sacar provecho de nuestra integración económica, y compran o venden a otras plantas industriales del otro lado de la frontera.

En consecuencia, romper o reducir el TLCAN tendría los mismos efectos disruptivos que tuvo su creación: algunas plantas cerrarían, algunos trabajos desaparecerían, algunas comunidades perderían su sustento. Y sí, muchos negocios —pequeños, grandes y, en algunos casos, gigantes— perderían muchos miles de millones de dólares.

Y no se trata solo de la manufactura. ¿Qué creen que pasaría con los agricultores de Iowa si perdieran uno de sus mercados más importantes de maíz?

Lo que yo y otros habíamos estado suponiendo es que estas realidades detendrían la mano de Trump. Independientemente de la ignorancia que pudiera tener respecto de las realidades del comercio norteamericano, asumimos que al final se resistiría a enemistarse con las grandes empresas y los grandes capitales.

Pero ahora no estoy tan seguro.

Para empezar, las negociaciones del TLCAN están saliendo mal. Las demandas de Estados Unidos —que exige que haya una renovación quinquenal y quita a las empresas la capacidad de apelar acciones gubernamentales— socavan la predecibilidad y la seguridad del acceso futuro a los mercados, que era el punto principal del tratado comercial.

Mientras tanto, documentos filtrados que publicó The Washington Post muestran a consejeros clave del gobierno de Estados Unidos atribuyendo prácticamente cualquier mal social, desde el abuso conyugal al divorcio, a la pérdida de trabajos en manufactura. Y sabemos que el gobierno cree incorrectamente que los tratados comerciales son la causa de la pérdida de esos empleos.

Lo más importante es ver lo que Trump ha estado haciendo con ese abierto y alegre sabotaje al sistema de atención a la salud estadounidense. Como si no importaran los enormes costos humanos que está imponiendo, ni siquiera sigue ninguna estrategia política viable, y tanto él como su partido muy probablemente serán acusados por los daños, con justa razón. Además, sus acciones les costarán a las grandes empresas —aseguradoras y proveedores de atención a la salud— miles de millones de dólares. Incluso ha estado presumiendo de cuánto ha dañado los precios de sus acciones.

Así que ahora hemos visto a Trump afectar deliberadamente a millones de personas e infligir miles de millones de pérdidas en una industria importante por mero odio. Si está dispuesto a hacer eso con la atención a la salud, ¿por qué no habríamos de asumir que hará lo mismo con la política de comercio internacional?

Por lo tanto, el TLCAN está en peligro real. Si de hecho queda destruido, la única pregunta es si las consecuencias serán horribles o extremadamente horribles.



regina


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