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Por qué los salarios en México son más bajos que en China


2017-11-09

Ilán Semo, La Jornada

En el mes de julio apareció en Financial Times una noticia inesperada. Una suerte de balde de agua fría sobre la retórica de la tecnocracia que desde los años 90, tanto en México como en América Latina, ha hecho del fetiche de los salarios bajos el instrumento central para atraer inversiones del extranjero. Entre 2006 y 2017, los salarios que las empresas chinas pagan a sus trabajadores en la industria manufacturera ascendieron de 1.50 dólares por hora a 3.30 dólares. Es decir, un aumento de 120%. La noticia no ofrece informes sobre los ingresos de los trabajadores chinos del campo y los servicios. Pero ya que se trata de la discusión sobre los "incentivos para atraer capitales", lo que importa, en el caso de China, son los sueldos que se erogan en el sector de la manufactura. Más de 75% de las exportaciones del país oriental se asientan en este rubro, al igual que la mayor parte de las inversiones que absorbe de las industrias y las finanzas globales. Finacial Times agrega que los salarios chinos ya equivalen a los que reciben en la actualidad sus homólogos en Portugal y Grecia. Y pronto podrían ascender aún más.

En la misma década, la que va de 2006 a 2016, el panorama en México y América Latina ha sido exactamente el contrario. En México y Brasil, las dos economías más sustanciales de la región, los salarios han descendido respectivamente de 2.20 dólares la hora a 2.10 dólares, y en Brasil de 2.90 dólares a 2.70. Es decir, una reducción de aproximadamente de 10%. En breves palabras: un trabajador chino gana hoy (aproximadamente) 50% más que un mexicano, y 40% más que un brasileño. Los salarios de México nunca fueron comparables a los de ninguna nación central; pero actualmente tampoco lo son a los de los países que componen su primera periferia.

Antes que nada importa desmitologizar el atávico argumento que son exclusivamente los salarios bajos lo que anima a los inversionistas del mundo a traer sus plantas de producción a estos países. Si este fuera el caso, Haití, donde los asalariados no obtienen más de .50 cts. (US) la hora, debería concentrar las mayores inversiones del mundo. Como lo muestra el caso chino, los salarios pueden aumentar perfectamente sin afectar la rentabilidad del país. Incluso, pueden ayudar a mejorar su competividad.

La razón es sencilla y compleja a la vez. El factor que decide si un país resulta o no atractivo al capital global es algo mucho más intrincado que el índice salarial. Ese algo se llama: productividad. La productividad es un fenómeno altamente complejo que se compone de una multiplicidad de factores: calificación de la mano de obra, conectividad de procesos, ductilidad de la red de transporte, infraestructura, facilidades (o dificultades) legales, condiciones de seguridad, etcétera. Pero sobre todo: altos grados de eficacia de las élites empresariales que articulan todos los procesos.

Desde los años 90, el régimen chino siguió una política relativamente visible, aunque extraordinariamente compleja en su operación: a más productividad y mayor calificación, mejores salarios. De tal manera que el aumento de los salarios no sólo no impacta negativamente su competividad, sino que, de manera paradójica, la incrementa. China representa hoy un mercado gigantesco para muchas naciones, sobre todo de América del Sur. Brasil, Uruguay y Argentina serían, en su estado actual, inviables sin el factor chino.

El hoyo negro de la sociedad mexicana se encuentra no en el mundo del trabajo, sino en su polo opuesto: la conjunción de una élite política que hoy gobierna el país sobre la base de sacrificar todas las condiciones de seguridad, y una élite empresarial que pertenece al siglo XVIII. Empresarios que obtienen asombrosos márgenes de utilidad no sobre el principio de producción de riqueza, sino sobre la base de garantizar la más penosa de las pobrezas. Aquella que no tiene ninguna razón de existir.

Al parecer, las cosas ya han alcanzado su punto límite. Si son los gobiernos de Canadá y Estados Unidos los que hoy más presionan para que en México se aumenten los salarios, no lo hacen por ninguna conmiseración filantrópica. Su objetivo es más que evidente: lograr que sus productos se vendan en México. Única forma de nivelar las balanzas comerciales entre los tres países.

El obstáculo central a este cambio, que es el punto nodal en el trance por el que transcurre el TLC, lo representan ese complejo de alianzas entre un empresariado dedicado a la prevaricación y una franja política –la tecnocracia del PRI y el PAN– dedicada a vender al mundo sus servicios no como un agente de modernización, sino como una suerte de dique de contención. La lógica es la misma que ha definido a la del cacique mexicano desde el siglo XIX: yo controlo al mundo subalterno, y me quedo con la mayor parte. Peña Nieto y sus antecesores descubrieron una función inédita: actuar como los caciques de la globalización.

La tecnocracia del PRI parece convencida de que la escena global la seguirá aceptando como un dique de contención en las fronteras que separan a México del mundo global. Pero el dique parece costar demasiado y acarrear peligros innumerables. Que los trabajadores mexicanos perciban sustancialmente menos que los chinos, ya habla de la catástrofe en la que ha situado a México en el contexto global.


 



regina


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