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El despertar de la fuerza de la decencia 


2018-03-01

Paul Krugman, The New York Times


Una cosa curiosa está sucediendo en Estados Unidos: hay una poderosa oleada de decencia. Repentinamente, parece como si los peores carecieran de toda convicción, mientras que los mejores están llenos de una intensidad apasionada. Todavía no sabemos si esto se traducirá en algún cambio político, pero tal vez estemos en medio de un momento transformador.

Pueden ver el abrupto vuelco a la decencia en el ascenso del movimiento #MeToo (#YoTambién); en cuestión de meses, un terreno que parecía inamovible cambió y los depredadores sexuales poderosos comenzaron a enfrentar consecuencias que acabaron con sus carreras.

Lo pueden ver en las reacciones a la masacre de la escuela en Parkland, Florida. Al menos por ahora, ya no estamos viendo las reacciones habituales a los asesinatos en masa —un día o dos de encabezados, seguidos de una especie de encogimiento de hombros colectivo de la clase política y la vuelta a la obediencia normal a los cabilderos de las armas de fuego—. En cambio, la historia sigue viva en los noticieros y los vínculos con la Asociación Nacional de Rifle (NRA) están comenzando a verse como el veneno político y comercial que debieron haber sido desde siempre.

Diría que lo pueden ver en las urnas, donde los políticos de extrema derecha en distritos que por lo general eran republicanos siguen perdiendo gracias al activismo emergente de ciudadanos comunes.

Esto es algo que nadie, mucho menos los analistas políticos, habría esperado.

Después de la elección de 2016 muchos en los medios noticiosos parecieron adelantarse a dar por hecho de que el trumpismo representaba al verdadero Estados Unidos, aun cuando Hillary Clinton había ganado el voto popular y —dejando de lado la intervención rusa y la carta de Comey— seguramente también habría ganado el voto electoral, de no haber sido por el “gran menosprecio”: el tono burlón que adoptaron innumerables reporteros y críticos. Son cientos, sino es que miles, las historias de seguidores canosos de Trump en restaurantes, que supuestamente ejemplifican el desfase de nuestra élite cultural.

Ni las inmensas manifestaciones en contra de Trump justo después de su toma de protesta parecieron afectar la sabiduría convencional. Sin embargo, esos gorros rosas de orejas de gato pudieron haber representado el comienzo de un verdadero cambio social y político.

Los politólogos tienen un término y una teoría para lo que estamos viendo en relación con el movimiento #MeToo, las armas de fuego y quizá más: “Cambio de régimen en cascada”.

Así es como funcionan: cuando las personas consideran que el statu quo es inamovible, tienden a la pasividad, incluso si se sienten insatisfechas. De hecho, pueden no estar dispuestas a revelar su descontento ni a admitirlo plenamente para sí mismas. Sin embargo, una vez que otros se pronuncian de manera visible en contra de algo, los que no lo habían hecho adquieren mayor confianza en su descontento y están más dispuestos a hacer algo en conjunto —y sus acciones pueden inducir la misma respuesta en los demás, ocasionado una especie de reacción en cadena—.

Este efecto en cascada explica cómo es que pueden aparecer turbulencias políticas rápidamente, casi de la nada. Algunos ejemplos incluyen las revoluciones que se extendieron por Europa en 1848, el repentino colapso del comunismo en 1989 y la Primavera Árabe de 2011.

Ahora bien, nada dice que dicho efecto en cascada tenga que ser positivo, ni en sus motivaciones ni en sus resultados. El periodo de 2016 a 2017 claramente representó una especie de Primavera de la Extrema Derecha —¿la primavera de los fascistas? —, en la que no nada más la elección de Donald Trump envalentonó a los supremacistas blancos y antisemitas, sino también las evidencias de que había más gente de la que uno se hubiera imaginado que pensaba igual, tanto en Europa como en Estados Unidos. Mientras tanto, los historiadores habían descrito 1848 como un momento crucial en el que la historia de algún modo no había logrado propiciar un cambio: a fin de cuentas, los regímenes corruptos y arcaicos seguían de pie.

No obstante, me parece que la ola de indignación que se está gestando en Estados Unidos es tremendamente alentadora. Y sí, creo que es una sola ola. El movimiento #MeToo, la negativa a encogerse de hombros ante la masacre de Parkland, el nuevo activismo político de ciudadanos enfurecidos (muchos de ellos mujeres) que se deriva en general de una percepción común: a saber, que no solo se trata de la ideología, sino de que hay hombres que sencillamente son malas personas que tienen demasiado poder en sus manos.

Y la principal evidencia de esa hipótesis es, por supuesto, el tuitero jefe.

Al mismo tiempo, lo que me sorprende sobre la reacción a esta creciente respuesta negativa no es solo su vileza, sino su pobreza. La respuesta de Trump a Parkland —¡Vamos a armar a los maestros!— no solo fue estúpida, sino un intento cobarde de eludir el tema y me parece que mucha gente se dio cuenta de ello.

Igualmente, pensemos en el creciente salvajismo de los discursos de luminarias de extrema derecha como Wayne LaPierre de la NRA. En resumen, han abandonado el uso de ideas sustanciales para defender su postura recurriendo a diatribas sobre socialistas que tratan de arrebatarles su libertad. Es de dar miedo, pero también es una queja sin sentido; es como se oye alguien cuando sabe que no tiene la razón.

De nuevo: no hay garantía de que las fuerzas de la decencia ganarán. En específico, el sistema electoral estadounidense está, en efecto, manipulado para favorecer a los republicanos, así que los demócratas necesitan ganar el voto popular más o menos con siete puntos porcentuales más para recuperar la Cámara de Representantes. Sin embargo, estamos ante un verdadero levantamiento y sobran los motivos para esperar el cambio.



regina


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