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¿A quién le interesa la verdad?


2018-04-13

Roberto Aparici y David García Marín | UNED

Esta pregunta, lanzada por un participante en una reunión de especialistas en comunicación celebrada hace escasos días, resonó con especial virulencia entre todos los asistentes. Tan solo unas horas antes, se había hecho público el escándalo de la fuga de información privada perteneciente a cincuenta millones de usuarios de Facebook, que fue utilizada con fines políticos por Cambridge Analytica, una firma de minería de datos que trabajó para la campaña de Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016.

Roberto Aparici y David García Marín. Profesores e investigadores en la UNED, especialistas en Comunicación

Aunque la historia de la manipulación y la propaganda tiene una trayectoria de muchos siglos, el actual entorno comunicativo, caracterizado por su digitalidad e interactividad, alimenta la circulación del mayor volumen de falsas informaciones conocido hasta la fecha.

La nueva era de la posverdad se configura como un fenómeno complejo asentado a partir de la confluencia de tres factores: la proliferación de pseudo-contenidos en las autopistas digitales de la información, las condiciones tecnológicas y el modelo de negocio de las principales plataformas de la comunicación y la información digital y la escasa preparación de las audiencias para manejar la sobrecarga informativa a la que se enfrentan diariamente.

En un informe sobre la desinformación publicado hace escasas semanas, la Comisión Europea recomienda el abandono del término fake news porque simplifica un fenómeno que va mucho más allá de la creación ad hoc de falsas noticias. En nuestros días, la falsedad puede adquirir múltiples formas que desbordan tan limitada concepción.

La posverdad puede configurarse a partir de la estrategia del clickbait, consistente en la generación de titulares atractivos y sensacionalistas que nada tienen que ver con el contenido de la noticias y cuyo único objetivo es generar el interés del usuario para engordar el tráfico a determinadas webs persiguiendo fines económicos.

El contenido invisiblemente esponsorizado es otro de los modelos de posverdad que encontramos en los entornos virtuales. Su materialización se ejecuta bajo el modelo de acción de los influencers que, en las redes sociales, muestran un estilo de vida hipercapitalista que contribuye a sustentar el mercado bajo principios neoliberales, a la vez que ofrecen su adhesión a determinados productos ocultando sus relaciones contractuales con las marcas que publicitan.

El contenido partidista de determinados diarios digitales que manifiestan un evidente sesgo en la presentación de los hechos y utilizan un lenguaje extremadamente emocional y apasionado o la construcción de teorías conspirativas y contenidos pseudo-científicos, que intentan explicar de forma simple realidades complejas como respuesta a las relaciones de miedo o incerteza de una aturdida población, son otros modelos de falsos contenidos que golpean a cada minuto la línea de flotación de la calidad informativa a la que tiene derecho el ciudadano.

Desde el lado de la tecnología, la eclosión de las plataformas digitales 2.0 y las redes sociales a partir del año 2004 ha creado un sistema mediático caracterizado por la sobreabundancia de información y el oligopolio de un puñado de plataformas cuyo modelo de negocio constituye el caldo de cultivo ideal para la propagación de la desinformación.

Las redes sociales como Facebook y Twitter no solo se fundamentan en una economía del dato, basada en la publicidad personalizada a partir del perfilado previo de los usuarios de tales redes, sino también en una economía del tiempo, que provoca que estos servicios diseñen sus interfaces para que el usuario permanezca el mayor tiempo posible navegando en ellas a fin de generar un elevado volumen de información que será posteriormente rentabilizada por la plataforma.

Para atrapar al usuario, los algoritmos que dan acceso a la información en estos servicios sociales tienden, por defecto, a otorgar mayor visibilidad a aquellos contenidos que logran un mayor impacto en las audiencias, independientemente de si son veraces o no.

Por otro lado, la creación de cuentas falsas en Twitter gestionadas automáticamente a partir del uso de bots con el fin de distribuir noticias falsas de forma masiva ha sido una constante en campañas electorales y eventos de marcado carácter político, como sucedió en el referéndum celebrado en Cataluña el pasado 1 de octubre.

Sin embargo, la propagación de la falsedad no solo debe atribuirse a la capa tecnológica sobre la que se erigen las redes sociales. Según un reciente estudio del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), los contenidos falsos se expanden más rápido y llegan más lejos en las redes sociales que los hechos verídicos, y esa propagación no es efectuada de forma mayoritaria por estos bots automáticos, sino a partir de la acción directa de los humanos.

Cuando un contenido es emocional, novedoso y refuerza nuestra ideología y nuestras experiencias previas, es altamente probable que sea propagado de forma acrítica sin las comprobaciones oportunas a propósito de su veracidad.

Afrontar el problema de la desinformación exige una aproximación multidimensional. La Comisión Europea pide precaución contra las soluciones simplistas y recomienda examinar el fenómeno desde diferentes perspectivas, entre las que destacan el refuerzo de la transparencia del ecosistema informativo digital, la adopción de eficientes proyectos educativos para potenciar las competencias mediáticas de la ciudadanía y apostar por el desarrollo de herramientas de última generación a fin de empoderar a los usuarios y a los profesionales de la información en la gestión de la sobrecarga (des)informativa que inunda de forma creciente nuestras múltiples pantallas.



yoselin


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