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James Comey no se muerde la lengua sobre Donald Trump


2018-04-16

Michiko Kakutani, The New York Times

El exdirector del FBI James B. Comey se estrena como escritor con A Higher Loyalty, un libro cautivador en el que define a la presidencia de Donald Trump como un “incendio forestal” que le está causando graves daños a las normas y las tradiciones de Estados Unidos.

“Este presidente tiene poca ética y no se apega a la verdad ni a los valores institucionales”, escribe Comey. “Su liderazgo es transaccional, motivado por el ego y la lealtad personal”.

Décadas antes de dirigir la investigación del FBI sobre si existió colusión de los miembros de la campaña de Trump con Rusia para influir en la elección de 2016, Comey era un fiscal que ayudó a desmantelar a la familia Gambino y, en este libro, no duda en hacer una analogía directa entre los jefes de la mafia a los que ayudó a encarcelar y el hombre que actualmente ocupa el Despacho Oval.

Una reunión que se celebró en febrero de 2017 en la Casa Blanca con el presidente Donald Trump y el jefe del personal de aquel momento, Reince Priebus, hizo que Comey recordara sus días como fiscal federal, cuando se enfrentaba a la delincuencia: “El silencioso círculo del consentimiento. El jefe en absoluto control. Los juramentos de lealtad. La visión de ‘ellos contra nosotros’. Las mentiras, grandes y pequeñas, para todo, al servicio de un código de lealtad que pone a la organización por encima de la moral y la verdad”.

Comey también cuenta que en una visita previa, en la Torre Trump en enero de ese año, lo hizo pensar en los clubes de la mafia neoyorquina que conoció cuando era fiscal de Manhattan en los años ochenta y noventa: “Ravenite. Palma Boys. Café Giardino”.

Los principales temas que Comey repasa a lo largo de este apasionado libro son las consecuencias tóxicas de la mentira y los efectos corrosivos de preferir la lealtad a un individuo a la verdad y el Estado de derecho. La deshonestidad, escribe, era central “para toda la delincuencia organizada en ambos lados del Atlántico”, lo mismo que el acoso, la presión de los pares y el pensamiento grupal, que son características repugnantes que comparten Trump y compañía, sugiere, y que ahora infectan la cultura estadounidense.

“Estamos experimentando una época peligrosa en nuestro país”, escribe Comey, “con un entorno político en el que los hechos básicos se debaten, la verdad fundamental es puesta en entredicho, mentir se ha normalizado y el comportamiento poco ético se ignora, disculpa o recompensa”.

A Higher Loyalty es la primera gran autobiografía de un actor clave del alarmante melodrama que es el gobierno de Trump. Comey, quien fue despedido de manera abrupta por el presidente estadounidense el 9 de mayo de 2017, trabajó en tres gobiernos, y su libro subraya cuán alejado de las normas presidenciales ha sido el comportamiento de Trump, lo mucho que ignora sus responsabilidades básicas como presidente y la disposición con la que ha desdeñado los pesos y contrapesos que salvaguardan la democracia, incluyendo la independencia básica del poder judicial y la procuración de justicia. El libro de Comey complementa su testimonio ante el Comité de Inteligencia del Senado en junio de 2017, al ahondar en las emociones que percibió, y resalta sus dotes de narrador, una habilidad que claramente perfeccionó durante sus días como fiscal de Estados Unidos para el Distrito Sur de Nueva York.

El volumen revela pocos datos duros sobre investigaciones del FBI o del fiscal especial Robert Mueller (lo cual no es de sorprender, ya que dichas investigaciones están en curso e incluyen material clasificado), y carece de un análisis jurídico riguroso como el que hizo Jack Goldsmith en su libro de 2007, The Terror Presidency, en el que fue tan incisivo sobre las dinámicas en el gobierno de George W. Bush.

Lo que A Higher Loyalty sí ofrece a los lectores son recuentos casi cinematográficos de lo que Comey pensó cuando, como ha dicho anteriormente, Trump le exigió lealtad durante una cena privada en la Casa Blanca, así como cuando el presidente lo presionó para que desestimara la investigación sobre el exasesor de seguridad nacional de la Casa Blanca Michael Flynn y cuando el mandatario le preguntó qué podía hacer para “levantar la nube” de la investigación rusa.

Estas páginas incluyen algunas explicaciones metódicas del razonamiento detrás de las decisiones trascendentales que Comey tomó en relación con los correos electrónicos de Hillary Clinton durante la campaña de 2016, explicaciones que dan fe de sus esfuerzos apartidistas y bien intencionados para proteger la independencia del FBI, pero que dejarán por lo menos a algunos lectores cuestionando ciertas decisiones que tomó, como la diferencia en la forma en que manejó la investigación de la agencia sobre Clinton (que hizo pública) y en la manera en que llevó la investigación sobre la campaña de Trump (que se manejó con el secretismo tradicional del FBI).

Este libro también describe sus impresiones sobre personajes clave de tres gobiernos presidenciales. Comey pinta un retrato mordaz de David Addington, asesor jurídico del exvicepresidente Dick Cheney, el principal de los defensores de la línea dura en la Casa Blanca de George W. Bush; Comey describe su punto de vista así: “La guerra contra el terrorismo justificó flexibilizar, que no violar, las leyes escritas”. Describe a Condoleezza Rice, asesora de seguridad nacional y después secretaria de Estado de Bush, como carente de interés en sostener un debate a profundidad sobre las políticas de los interrogatorios y la cuestión de la tortura. Reprende a Loretta Lynch, procuradora general de Barack Obama, por pedirle que hiciera referencia al caso de los correos electrónicos de Clinton como un “asunto” y no como una “investigación” (Comey hace notar con aspereza que “el FBI no se dedica a ‘asuntos’”). Asimismo, compara a Jeff Sessions, fiscal general de Trump, con Alberto R. Gonzales, quien ocupó el mismo cargo durante el gobierno de Bush, diciendo que ambos estaban “abrumados y superados por el puesto”, aunque destaca que “Sessions carece de la bondad que Gonzales irradiaba”.
Comey, quien era un procurador federal antes de dirigir el FBI, lamenta en su nuevo libro la manera en la que la deshonestidad ha "infectado nuestra cultura". Stephen Voss/Redux

Comey es lo que Saul Bellow llamó un “observador de primera clase”. Por ejemplo, observa “las suaves bolsas blancas bajo” los “inexpresivos ojos azules” de Trump; menciona con timidez que las manos del presidente son más pequeñas que las suyas, pero que “no parecían inusualmente pequeñas”, y señala que nunca vio a Trump reírse; un indicio, sospecha Comey, de su “profunda inseguridad, su incapacidad para ser vulnerable o arriesgarse a apreciar el humor de los demás, lo cual, pensándolo mejor, es realmente triste en un líder y un poco alarmante en un presidente”.

Durante su testimonio ante el Congreso en junio, Comey fue tan educado como un niño explorador (“Dios, espero que haya grabaciones”, dijo sobre sus interacciones con Trump). En el libro, se mantiene algo vago cuando explica por qué decidió escribir memorandos detallados después de cada uno de sus encuentros con el actual presidente estadounidense (cosa que no hizo ni con Obama ni con Bush): menciona, cauteloso, que tomó en cuenta “la naturaleza de la persona con la que estaba interactuando”.

Aunque Comey es franco sobre lo que piensa del presidente en otros momentos, al comparar la exigencia de lealtad de Trump durante la cena con “la ceremonia de iniciación en la Cosa Nostra de Sammy el Toro, con Trump en el papel del jefe de la familia, preguntándome si tengo lo necesario para convertirme en un ‘iniciado’”.

A lo largo de su mandato en los gobiernos de Bush y Obama (fue fiscal general adjunto con Bush y Obama lo nombró director del FBI en 2013), Comey era conocido por su independencia extrema y unilateral, y el comportamiento de Trump catalizó sus peores miedos: que el presidente quería simbólicamente que los líderes de las agencias de procuración de justicia y seguridad nacional se “acercaran a él y besaran el anillo del gran hombre”.

Durante el testimonio de Comey el año pasado, un senador observó que los recuentos, a menudo contradictorios, que el presidente y el exdirector del FBI dieron en sus interacciones en persona se resumían en: “¿A quién deberíamos creerle?”. Como fiscal, respondió Comey, solía decirles a los miembros del jurado que trataban de evaluar a un testigo que “no se puede elegir solo lo que les guste. No pueden decir: ‘Me gusta esto que dijo, pero en cuanto a esto otro, es un verdadero y absoluto mentiroso’. Tienen que creerle todo”.

Al comparar los antecedentes de los dos hombres, al igual que sus reputaciones –e incluso sus respectivos libros– es difícil imaginar a dos polos más opuestos que a Trump y Comey. Uno es representante del caos con instintos autocráticos y resentimientos de lo que considera un “Estado profundo” que ha realizado ataques contra las instituciones enaltecidas por la Constitución estadounidense; el otro es un burócrata hecho y derecho, apóstol del orden y del Estado de derecho, cuya reputación como defensor de la Constitución quedó cimentada por su decisión en 2004 de correr hacia la habitación de hospital en la que estaba internado su entonces jefe, el procurador general John Ashcroft, para prevenir que los funcionarios de la Casa Blanca de Bush convencieran al hombre enfermo de volver a autorizar un programa de vigilancia de la NSA que los oficiales del Departamento de Justicia consideraban que violaba la ley.

En cuanto a su controvertida divulgación del 28 de octubre de 2016 —once días antes de la elección— de que el FBI estaba revisando más correos electrónicos de Clinton que quizá serían pertinentes para su investigación anterior, Comey hace notar que dio por hecho a partir de las encuestas que Clinton iba a ganar. En su libro escribe que muchas veces se ha preguntado si se dejó llevar por ese supuesto de una victoria: “Es totalmente posible que, debido a que estaba tomando decisiones en un entorno en el que era seguro que Hillary Clinton fuera la próxima presidenta, tuvo más peso mi preocupación sobre convertirla en una presidenta ilegítima al ocultar la investigación del peso que habría tenido si la elección hubiese estado más cerrada o si Donald Trump hubiese estado a la cabeza en todas las encuestas. Pero no lo sé”.



JMRS


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