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La psicosis de la neutralidad


2018-06-29

Alfonso Aguiló

"Hay hombres que parecen tener solo una idea y 
es una lástima que sea equivocada"

Charles Dickens

El fracaso de la educación antiautoritaria

El famoso internado británico Summerhill, escuela que ha sido el buque insignia de la educación tolerante y anti-autoritaria, ha sido noticia a lo largo de estos últimos años por sus repetidas amenazas de cierre debido al bajo rendimiento de su escasísimo alumnado.

Summerhill, fundado en 1921 por Alexander Neill, tuvo un espectacular auge en la década de los sesenta, pero después fue perdiendo gradualmente alumnos hasta quedar semidesierta.

Su método pedagógico era realmente peculiar: no había exámenes ni calificaciones, la asistencia a clase era voluntaria y la vida del centro se regía en gran medida de modo asambleario por los propios alumnos.

El caso es que los alumnos del internado de Summerhill no salían bien preparados. Apenas iban a clase, y su formación académica y humana presentaba —según un informe del Ministerio de Educación británico— asombrosas deficiencias.

El intento de aquella escuela por educar en la tolerancia y erradicar el autoritarismo merece todos los elogios. Sin embargo, sus resultados mostraron que en el planteamiento de fondo había mucha ingenuidad.

El fracaso de esta escuela británica viene quizá a recordar —muy en contra de las previsiones de su fundador— el fracaso del permisivismo, y el hecho de que toda persona ha de aprender a esforzarse seriamente si de verdad quiere conseguir cualquier objetivo valioso en su vida. Y sobre todo en esas primeras etapas de la infancia y adolescencia en las que se va conformando el carácter.

Por otra parte, para aprender a esforzarse seriamente en algo, resulta muy práctico procurar sujetarse —libremente, pero sujetarse— a un plan exigente. Y esto es así porque hacer lo que uno entiende que debe hacer supone muchas veces un esfuerzo considerable. Por eso, una educación responsable ha de llevar a plantear o plantearse un alto nivel de exigencia personal. Y eso no significa ningún atentado contra la tolerancia, sino simplemente saber lo que es educar.

No tendría mucho sentido, por ejemplo, partir de la idea de que lo óptimo es dar todas las facilidades para actuar mal si uno quisiera, con la excusa de que así la opción por el bien sería más plenamente libre y meritoria. Tan inadecuada sería una asediante merma de la libertad como dar ingenuamente facilidades para elegir el mal.

En el camino de cualquier proceso formativo o educativo es de gran importancia facilitar prudentemente la buena elección. No hay educación ni formación sin una cierta constricción, y por eso es totalmente normal que se implanten reglas y normas, que reflejan precisamente el tipo de educación que uno libremente elige.

Hay restricciones que ayudan a conservar la libertad, a saber emplearla positivamente, a encauzarla, a no perderla siguiendo caminos que no tienen salida o que terminan súbitamente en un precipicio o se pierden poco a poco en las arenas de un desierto.

Las utopías libertarias son como elixires que, después de probarse, resultan decepcionantes y producen frustración. No existen esas panaceas ni paraísos terrenales, y los que habían creído en tales promesas se sienten engañados. El hombre es un ser de capacidades limitadas, que vive en un medio adverso, y cuya libertad solo se desarrolla realmente cuando adquiere conciencia del deber, autodominio y ética, no cuando se deja encandilar por las promesas de la permisividad.

La conquista de la voluntad y la educación de los sentimientos

Como ha señalado Enrique Rojas, la voluntad es piedra angular del éxito en la vida, facultad capaz de impulsar la conducta y de dirigirla hacia un objetivo determinado.

La mayoría de los problemas que las personas se encuentran en la vida no se deben a una falta de información o de inteligencia, sino a una voluntad debilitada que impide poner en juego las propias capacidades.

Una voluntad fuerte es un elemento imprescindible en la búsqueda de la felicidad. Y muchas personas carecen de esa fuerza de voluntad porque han sido educadas en un clima de permisivismo. Y muchas veces ese permisivismo se ha originado por un mal entendido sentido de la libertad y la tolerancia.

—¿Eres partidario entonces de una educación muy exigente, recia, basada en el cumplimiento del deber y con pocas concesiones al sentimiento?

Soy partidario de la exigencia, de la reciedumbre, de cumplir los propios deberes. También de no caer en el sentimentalismo, en el sentido peyorativo de la palabra. En cambio, soy muy partidario de una correcta educación de los sentimientos, que es extremadamente necesaria.

—¿Cómo estableces entonces ese matiz diferenciador entre sentimientos y sentimentalismo?

Hay que educar enseñando a esforzarse día a día en hacer lo que uno entiende que debe hacer, aprovechar el tiempo, sacar partido a los propios talentos, procurar vencer los defectos del propio carácter, buscar siempre hacer algo más por las personas que están a nuestro alrededor, mantener una relación cordial con todos, etc. Pero todo eso es muy difícil sin una motivación, puesto que la voluntad mejor dispuesta es la más motivada, y en la motivación está la clave de la educación de los sentimientos.

Hay que buscar que coincidan los juicios del propio sentimiento con la verdad moral y los valores en los que uno quiere educar, pues, como señaló Jaime Balmes, el corazón es un poderoso resorte que despliega y multiplica las facultades del hombre: cuando va por el camino de la verdad y del bien, los sentimientos nobles y puros contribuyen a darle fuerza y brío; pero los sentimientos innobles, o depravados, pueden acabar extraviando al entendimiento más recto.

La persona motivada —continúo glosando ideas de Enrique Rojas— ve la meta como algo grande y positivo que puede conseguir. En cambio, desde la indiferencia no se puede cultivar la voluntad. El hombre ilusionado sabe lo que quiere y adónde va, está siempre en vela y no se desmorona. Incluso en los peores momentos, siempre hay un rescoldo de esperanza bajo las cenizas. Ahí se apoya esa capacidad de volver a empezar, que hace grandes a las personas.

Para mantener fuerte y bien dispuesta la voluntad que precisa para lograrlo, es esencial ejercitarse en pequeños vencimientos, aunque no reporten ningún beneficio inmediato. En esos vencimientos hay entrenamiento y aprendizaje. Hay que batirse con uno mismo, porque el enemigo principal habita en nuestro interior y tiene diversos nombres: pereza, apatía, orgullo, búsqueda desenfocada de comodidad, falta de visión de futuro de uno mismo, egoísmo, etc.

Viejos tópicos. ¿Que pruebe un poco de todo?

—De todas formas, lo propio de la educación no puede ser simplemente acostumbrar a la gente a que haga unas cosas, sin pensarlo más, y ya está. Quizá en épocas pasadas se forzaba demasiado a la gente, y me parece que eso es malo. Creo que hay que hacer pensar, y no formar personas de respuesta aprendida, no dárselo todo ya pensado. Hay que contar más con lo que desean ellos, y que prueben diversas posibilidades, y luego elijan lo que les parezca mejor.

En lo de hacerles pensar, y en no ser pesados ni impositivos, estoy totalmente de acuerdo. Y en que hay que valorar en mucho sus deseos y sus aptitudes y no querer meterlos a presión en un molde educativo que no les deja desarrollar su personalidad, también, por supuesto.

Pero hay que ser prudentes en eso de que pruebe un poco de todo y luego elija lo que le parezca mejor. Porque puedes hipotecar su libertad.

—Será más bien al revés, ¿no?

Por ejemplo, sin consultar al hijo, se le enseña a caminar, quiera o no quiera. ¿Por qué? Porque aprender a caminar es algo bueno, mejor que su contrario, independientemente de que más tarde quiera ejercitar o no esa habilidad, camine de una manera o de otra, vaya a un sitio o a otro, más rápido o más lentamente.

En cambio, si no se le enseña a caminar, su futuro estará mermado por ese handicap. Y a partir de determinada edad, llegará incluso a ser una función difícilmente recuperable; y siempre más costosa y difícil que si hubiera aprendido a caminar a su debido tiempo. Para educar en la libertad hay que optar por el aprendizaje.

Un aprendizaje debidamente programado en función de la edad y capacidades del sujeto. Porque, si se opta por no enseñar a caminar, pensando que es la opción que deja mayor margen de libertad para en el futuro aprender o no, se opta en la práctica, bajo la bandera de la libertad, por la más lamentable pérdida de libertad.

Los padres traen a sus hijos al mundo sin contar con ellos. Sin contar con ellos deciden el idioma que van a hablar, la alimentación que recibirán, dónde y cómo vivirán, el colegio al que irán, etc. Eso es lo natural, y renunciar a hacerlo sería como un triste tributo a una renuncia irreflexiva e injusta de la libertad.

Es cierto que si los padres no tomaran esas decisiones —supliendo así la falta de discernimiento de sus hijos—, conseguirían que su infantil libertad permaneciera intacta. Pero ese absurdo mantener intacta su libertad supondría una fuerte devaluación de la misma libertad. Parece obvio que hay veces en que, con su falta de uso, se marginan muchas de sus grandes potencialidades.

La quimera de la “educación neutra”

Creo que a casi todos hoy día nos gusta presentarnos como personas neutrales, en el sentido de personas independientes, objetivas, ecuánimes. Ser hombre neutral es casi sinónimo de persona cuyas opiniones son las únicas que están varadas en la objetividad.

Siempre me ha parecido que se trata de un deseo loable, que fomenta un buen entendimiento de la tolerancia y aleja las actitudes impositivas y prepotentes.

Sin embargo, si no se tiene un cierto cuidado, se corre serio peligro de pensar que la objetividad se asegura desvinculándose de todo, no formando parte de nada, no defendiendo nada.

Visto así, la obsesión por la neutralidad es una de las mejores formas de acabar sin ninguna idea propia dentro de la cabeza. Y eso es lo que fácilmente sucede con los que propugnan con gran seriedad la llamada educación neutra, que consiste básicamente en una educación en la que a nadie se puede transmitir convicciones firmes ni valores bien asentados.

¿El motivo? Siempre el mismo. Dicen que inculcar esos valores y esas convicciones sería una manipulación, un adoctrinamiento. Aseguran que con ello se restringiría su libertad, puesto que siendo tan jóvenes no pueden aún saber si desean o no esos valores y esas convicciones, y tampoco saben si cuando sean mayores querrán ejercitarlos.

En la educación neutra solo se inculca una firme convicción: la de no tener convicciones firmes. Y solo hay un valor intocable: la neutralidad. Hay un pequeño detalle que suele pasar inadvertido: no suelen explicar cómo saben que los niños sí desean esos sacrosantos principios de neutralidad que rigen inapelablemente su esquema educativo.

Por otra parte, un análisis mínimamente profundo revela que tal neutralidad es contradictoria. Optar por la tal educación neutra supone siempre elegir. Es más, supone determinarse por un tipo muy concreto de educación, elegir un sistema educativo informado por el dudoso valor de la neutralidad, que se pretende destacar como valor supremo de entre todos los demás valores posibles.

Uno de los puntos en que mejor se retrata la educación neutra es en todo lo relativo a las creencias religiosas. Para muchos, escuela neutra significa tanto como educar en un sistema impermeable a la acción de cualquier principio religioso. En ese sentido, podría decirse que educación neutra y educación agnóstica se superponen hasta casi significar lo mismo en este contexto. Neutralidad aquí supondría educar en el agnosticismo, y es dudoso que eso sea neutral.

Hay que pensar que el educando tampoco ha sido consultado sobre si desea o no una educación diseñada de esta forma, cuya consecuencia inmediata, aparte de otras, es el escepticismo vital, la duda bien establecida respecto de qué es bueno y qué es malo, y un categórico agnosticismo desde la más tierna infancia.

La quimera de la escuela neutra resulta en la práctica una falacia, puesto que detrás de cualquier comportamiento o modelo educativo siempre subyace —implícita o explícitamente— un código ético. Los profesores no se ocupan solo de instruir, sino de educar, y saben bien que hasta en el modo de dirigirse a un alumno subyace un significado, un sentido antropológico, y saben perfectamente que esa tal neutralidad es imposible.

Los primeros pasos en el bien

Chesterton decía que el interior del hombre está tan lleno de voces como una selva: caprichos, locuras, recuerdos, pasiones, temores misteriosos y oscuras esperanzas. La correcta educación, y el correcto gobierno de la propia vida —decía—, consisten en llegar a la conclusión de que algunas de esas voces tienen autoridad, y otras no.

En la educación neutra, sin embargo, se insiste en no conceder autoridad previa a ninguna de esas voces (unas veces buscando que se preste igual atención a todas, y otras evitando que se oiga ninguna).

La neutralidad es una curiosa forma de comprometerse, vincularse y autodeterminarse. Lo que subyace detrás de esa actitud no es, probablemente, un profundo amor por la libertad, sino más bien un profundo miedo a la libertad, que lleva habitualmente a una espiral de progresivo empobrecimiento.

Por el contrario, las personas que aceptan el riesgo de usar la libertad, es cierto que quizá renuncian a muchas cosas, pero, a cambio, se enriquecen con las consecuencias de lo que han elegido y, en el caso de los padres, enriquecen con ellas a sus hijos. Cuanto mejor eligen los padres, y más se comprometen con los valores que han escogido, tanto más enriquecen a sus hijos al educarles en ellos.

Por esa razón, sería lamentable que a la hora de pensar en los valores o en las creencias en que los hijos deben educarse, unos padres dijeran que han decidido educar en la neutralidad, que desean en este punto ser independientes, con idea de que ya luego él o ella decidirán por sí mismos cuando sean mayores.

—Pero es lógico que sean él o ella quienes decidan cuando sean mayores, ¿no?

Por supuesto, pero para poder decidir a dónde se camina hay que haber aprendido a caminar. O, siguiendo con el ejemplo anterior, si un creyente educa a sus hijos en el agnosticismo, es muy difícil que luego ellos puedan decidir con libertad respecto a la religión.

Si una persona piensa que Dios realmente existe, y cree que su fe es la verdadera (porque si no piensa eso, es que no tiene fe), parece claro que si no educa a sus hijos en esa fe, está orientando erróneamente sus vidas, puesto que les educa de espaldas a lo que considera verdadero.

Y si espera mucho tiempo, comprobará que hay situaciones que cuando llegan ya es demasiado tarde para salir de las redes del engaño que han tejido a su alrededor, y que las cosas no son luego revocables a nuestro gusto, como una fácil retórica de las buenas intenciones quisiera hacernos creer.

Además, nadie se enfrenta igual con su existencia si piensa que es una criatura de Dios, o si cree ser un simple fruto del azar evolutivo. Una persona no encara los problemas derivados de la responsabilidad moral de la misma manera si se considera a sí mismo que es un mero fruto de un determinismo biológico, que si es consciente de su libertad y dignidad como persona creada y querida por Dios.

Es importante educarse desde muy pronto en el esfuerzo por hacer el bien y con ello agradar a Dios. Esa lucha es importante, porque ningún hombre conoce el mal que hay en él hasta que no ha tratado de esforzarse por vencerlo. Solo los que resisten la tentación conocen su fuerza. Los primeros pasos en el bien son muy importantes, de la misma manera que quizá los primeros pasos en el error son aquellos de los que más deberíamos guardarnos.

—Pero si se les educa en una religión, tampoco serían libres luego los hijos para dejarla…

En la práctica no sucede así. Adquirir un valor positivo es una tarea no siempre fácil; sin embargo, abandonarlo —ocasional o habitualmente— es bastante más sencillo.

Por ejemplo, educar a un hijo en la sinceridad requiere una serie de esfuerzos educativos por parte de padres y profesores. Si finalmente el chico o la chica adquieren la virtud de la sinceridad, eso no hace que dejen de ser libres para mentir siempre que quieran. Sin embargo, si no llegan a adquirir esa virtud, difícilmente serán en el futuro libres de mentir o no: estarán terriblemente condicionados por la tendencia a la mentira, y serán —en ese sentido— mucho menos libres.

O —poniendo una comparación automovilística—, por muchos miles de veces que uno haya frenado ante un semáforo en rojo, el día que le dé la gana puede llegar a su altura y pisar el acelerador. Sigue siendo libre. Lo que esclaviza y hace perder la libertad es la servidumbre del vicio y del error.

Educar con profundidad en unas determinadas creencias es una labor constructiva y de verdadera artesanía, un reto para la familia y la escuela. Pero abandonar luego esas creencias, o actuar puntualmente en contra de ellas, no es cosa difícil, evidentemente, y en nada restringe la libertad.

Sin embargo, si a un chico o una chica se le inculca desde su infancia el agnosticismo, y se le hace relativizar todas las creencias religiosas, será realmente difícil luego abrir su mente a la trascendencia.

—Pero a muchos de los que tenemos cierta edad nos quedan todavía muchos recuerdos de autoritarismo riguroso en materia de religión, de formalismos minuciosos, que nos han dejado una profunda actitud de rechazo.

Estoy de acuerdo. Pero ese rechazo no debe llevarnos al otro extremo, igualmente erróneo. No sería muy acertado plantear la educación de los hijos como un rebote o una lucha contra los traumas de la propia infancia.

Cada matrimonio tiene una forma de entender la vida que le ha de llevar a hacer un proyecto sobre la educación de sus hijos que englobe todos los aspectos y valores, también los religiosos. Y si educan a sus hijos comunicándoles esas creencias, con ello no les privan de su libertad; es más, les privarían de ella si les abandonaran y les dejaran a merced de las circunstancias sin la debida educación.

Unos padres sensatos harán todo lo que esté en su mano para que sus hijos aprendan a administrar bien su libertad. Y no pensarán para ello en una escuela neutra, aséptica, desdibujada, que corre el peligro de dejarlos sumidos en el escepticismo o sometidos a las cadenas de su propia debilidad.

Los padres han de buscar una escuela donde se vivan unas convicciones que sean congruentes con su propio proyecto personal de vida. De lo contrario, mucho me temo que la opción por la neutralidad, en su afán de formar un adulto neutral, concluya más bien formando un adulto en buena parte neutralizado por el escepticismo. No es nada infrecuente, por esas ironías del destino, que el tan ansiado independentismo permanezca lejano, a años luz del triste resultado que finalmente se alcanza.

Una escultura dentro de un bloque de mármol

Como asegura Bloom, el profesor, lo quiera o no, se halla guiado por el conocimiento, o al menos la intuición, de que existe algo que podría llamarse naturaleza humana, y que su tarea como educador consiste precisamente en ayudar a su realización en sus alumnos.

El profesor sabe que su propia visión de lo que es la naturaleza humana puede hallarse quizá un poco velada, y que su capacidad como educador puede ser más o menos limitada, pero comprende que su misión está encaminada hacia algo que le trasciende, que se encuentra por encima de él y que le suministra una pauta para juzgar el nivel de logro en su trabajo.

El profesor, como cualquier madre o padre de familia, corre el peligro de caer en diversos reduccionismos en su tarea de educador:

    - el peligro de adoctrinar, en vez de enseñar;
 
   -  el de solo instruir, en vez de educar;

    - el de troquelar, en vez de desarrollar la personalidad.

Educar no es meter a los hijos, o a los alumnos, en un molde a presión. La verdadera labor del educador es mucho más creativa. Es como descubrir una fina escultura dentro de un bloque de mármol, quitando lo que sobra, limando asperezas y mejorando detalles.

Se trata de ir ayudando a quitar defectos para desvelar así la riqueza de una personalidad irrepetible, una forma muy personal de ser y de entender las cosas. Educar en la libertad significa, entre otras cosas:

§  ayudar a preguntarse a uno mismo qué significa ser libre, y a adquirir conciencia de que la respuesta no es ni evidente ni inalcanzable;

§  entender que no hay una vida sensata si uno no tiene mínimamente presente esa pregunta y reflexiona sobre las alternativas que se le presentan; y

§  saber que muchas de esas alternativas serán contrarias a las propias inclinaciones o apetencias, o a las de la época en que uno vive.

La persona educada en la libertad es aquella capaz de rechazar las respuestas fáciles y acomodaticias, y no porque sea persona obstinada, ni por el simple deseo de ser original, sino porque busca otras respuestas de más digna consideración. Por eso, el buen educador:

    . observa y escucha a los alumnos o a los hijos con sumo interés;
 
    . procura conocer cuáles son sus intereses, sus pasiones, sus curiosidades, sus anhelos, su experiencia en la vida;

    - se esfuerza en conocer y comprender a una generación que no es la suya; y

    - al final de su tarea, si es buen educador, sentirá un sincero agradecimiento hacia quienes ha tenido el privilegio de educar, porque habrá aprendido mucho de ellos.

Para educar bien hay que tener una sana pasión por encontrar verdades sobre la vida. Y para hacerlo es preciso muchas veces bucear en otros lugares y otros tiempos, reservar un tiempo para leer, escuchar, pensar y hablar sobre estos temas.

Cada nave debe izar su propia bandera

Aristóteles decía que la buena educación consiste en acostumbrar a los niños desde su más tierna edad a alegrarse o entristecerse, sentir amor u odio, precisamente por lo que es digno de amor u odio.

La educación abarca todas las dimensiones de la persona, y al menos en sus primeras etapas necesita desarrollarse dentro de un marco de coherencia. Si en las edades escolares se reciben habitualmente mensajes educativos difícilmente conciliables con los recibidos en la familia, el resultado suele ser una educación con abundantes contradicciones internas.

En edades posteriores, hay quizá una mayor capacidad de asumir mensajes y criterios contradictorios, pero en edades tempranas el resultado suele ser la descalificación de uno de los ámbitos (lo escuchado en la escuela o lo escuchado en la familia), o bien el escepticismo, o una confusa agregación de ideas incompatibles, que vienen a formar en su cabeza un resultado final fragmentario, falto de maduración y de reflexión personal, y cuajado de incoherencias en la personalidad y en los valores.

Si entendemos por educación algo más que un simple servicio de instrucción a cargo del Estado sobre los conocimientos mínimos que debe adquirir un ciudadano, parece muy necesario facilitar que haya una coherencia entre la educación que se imparte en la familia y en la escuela.

Por esa razón, es importante que el Estado deje una amplia autonomía a los ciudadanos para crear instituciones educativas, y facilite después que los padres puedan elegir la que consideren más adecuada para sus hijos. Es algo que por fortuna está ya felizmente asumido en muchos países: basta con superar el prejuicio de considerar que solo el Estado sabe gestionar el interés público y atender sus necesidades.

—Pero el Estado tiene una serie de deberes y obligaciones en lo referente a la enseñanza, supongo.

Por supuesto, y no debe abdicar de su grave responsabilidad en este campo. Pero nunca ha sido buena solución establecer un fuerte intervencionismo estatal en materia de educación. Los objetivos prioritarios de unos poderes públicos preocupados por la justicia en el campo educativo deberían ser fundamentalmente dos: la igualdad de oportunidades y el fomento del pluralismo en las instituciones educativas.

El monopolio estatal de la enseñanza o de su financiación impediría el necesario y legítimo pluralismo. La sociedad civil debe tomar el protagonismo que le corresponde, pues no hace ninguna falta que el Estado se proponga tener en su plantilla a todo aquel que quiera dedicarse a la noble y necesaria tarea de enseñar.

Es preciso respetar el derecho preferente de los padres a elegir centro educativo para sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones (así lo recuerda el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), y una efectiva libertad para elegir escuela exige facilitar el acceso a la enseñanza de iniciativa privada y diversificar las escuelas estatales.

Además, someter la enseñanza a la ley de la oferta y la demanda parece tener ventajas claras; mientras que el monopolio de las escuelas estatales en sus zonas presenta un inconveniente básico: esos centros tienen un público cautivo y el presupuesto asegurado, con independencia de que mejoren o empeoren, o de que los alumnos aprendan o no.

Es preciso que los padres —o los propios hijos, cuando ya son mayores— puedan elegir el centro más acorde con su modo de pensar y de entender las cosas. Eso sí, la integridad exige que las cosas se llamen por su nombre, y no sería correcto que una escuela se especializara en formar escépticos bajo la bandera de la neutralidad: cada nave debe izar su propia bandera.

Una buena educación en la libertad

Cualquier educador sabe que la libertad es un concepto complejo, y que una interpretación simple y anárquica se autocondenaría. Es más, sabe bien que una liberación importante es la liberación de la tiranía del permisivismo. Una educación en la libertad ha de educar para la libertad, pero empobrecerá penosamente si trata de educar solo por medio de la libertad.

Los jóvenes necesitan recibir y sentir certidumbres para liberarse de la experiencia casi carcelaria del escepticismo. Necesitan una educación que les libere del viejo pero persuasivo tabú de que la duda permanente es signo de modestia y de tolerancia, mientras que demostrar certidumbres es dogmático y dictatorial.

No puede olvidarse que hay convicciones que fundamentan la tolerancia, y hay dudas que hacen tolerar la intolerancia más brutal. La duda no es más que una estación de transbordo, un empalme hacia las respuestas, como estas lo son hacia su aplicación. Pues, aunque parezca paradójico, una educación liberal se nutre de convicciones firmes.


 



regina


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