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Sucia jugada


2019-08-29

Editorial, El País

La decisión impulsada por el primer ministro británico, Boris Johnson, de suspender el periodo de sesiones del Parlamento de Westminster durante cinco semanas cruciales en el proceso del Brexit, puede ser en último extremo legal, pero supone un duro golpe al parlamentarismo de una de las democracias más prestigiosas del mundo. Y a la vez es un pésimo ejemplo para el resto de las democracias donde proliferan gobernantes a quienes no les importa retorcer el espíritu de las instituciones para alcanzar sus fines.

Sin miramientos por el daño institucional que pueda causar, Johnson ha realizado una dudosa maniobra política, con el exclusivo fin de tener las manos libres a partir del 10 de septiembre en su estrategia de confrontación con la Unión Europea ante la salida del Reino Unido del proyecto común. La prórroga que aceptaron los Estados de la UE expira el 31 de octubre, pero durante un importante periodo hasta esa fecha el Parlamento británico no podrá controlar la acción del Ejecutivo, ni adoptar resolución alguna que consiga evitar un desastroso Brexit sin acuerdo negociado: desastroso, en primer lugar, para los propios ciudadanos del Reino Unido, según advierten los informes de varios organismos oficiales británicos que están sobre la mesa del primer ministro.

Johnson, que ha llegado al 10 de Downing Street sin haber ganado nunca unas elecciones generales como principal candidato de su partido, modifica así la acción del principal órgano de representación popular y genera un escándalo político por la utilización que ha hecho de un mecanismo que, desde luego, no estaba pensado para usurpar el debate político en la sede que le corresponde en un momento decisivo para el futuro del Reino Unido. Lo que ha hecho, simplemente, es jugar sucio. Lo que diferencia a las democracias liberales de los demás regímenes es precisamente el debate, la confrontación dialéctica y el respeto tanto a las instituciones como al espíritu que estas encarnan. A lo largo de su dilatadísima historia —y durante los pasados meses—, la Cámara que Johnson ahora prefiere silenciar ha dado numerosos ejemplos de este proceder.

Una muestra más del peligro que suponen los planteamientos populistas en una democracia es que quienes adoptan estas argucias cortoplacistas no se frenan ante el posible daño institucional que se pueda provocar. Por el camino, Johnson ha colocado a la corona en una compleja situación. Independientemente de cual sea su pensamiento sobre el asunto, la reina Isabel II ha tenido que sancionar la decisión del primer ministro, porque no tiene margen alguno de maniobra. Y eso aunque el presidente del Parlamento, que procede de las filas conservadoras, haya denunciado un “escándalo constitucional”, políticos de diferente signo hayan anunciado una batalla en los tribunales en las dos semanas que quedan para que se formalice la suspensión de sesiones y la libra haya caído.

No deja de ser una paradoja que quien ha llegado a la jefatura del Gobierno con el discurso de defender la esencia de lo británico recurra a una triquiñuela, que va precisamente contra una de las principales características que conforman el ser de la democracia británica. Hacer callar a Westminster no forma precisamente parte de la tradición de la que Boris Johnson se dice ardiente defensor.



Jamileth


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