Imposiciones y dedazos

En Nicaragua, la única iglesia aceptada es la Ortega-Murillo

2022-08-11

A raíz del papel mediador que tuvo la Conferencia Episcopal en las protestas de 2018, la...

Wilfredo Miranda Aburto | The Washington Post

Daniel Ortgea y Rosario Murillo siempre han sentido animadversión por la Iglesia católica y sus ritos. No me refiero a aquella relación enconada durante la década de 1980 entre la institución religiosa y la Revolución Sandinista, sino a lo que ha sucedido después de 2006, cuando la pareja retornó al poder en Nicaragua y se acercó a los templos para ganar más soporte político en un país eminentemente católico. Bajo un aura de reconversión, se casaron por la Iglesia y, acto seguido, penalizaron el aborto terapeutico para congraciarse con la jerarquía al asumir el mando. Sin embargo, detrás del velo “cristiano, socialista y solidario”, ellos siempre han mantenido riñas con algunos prelados.

Rolando Álvarez, titular de la diócesis de Matagalpa, es el jerarca católico más crítico que sigue en Nicaragua y el más perseguido por la dictadura. Al punto de que, por segunda ocasión en menos de tres meses, ha sido cercado por un desproporcionado aparataje de policías antimotines. Desde el mediodía del 3 de agosto, Álvarez está secuestrado junto a otros sacerdotes y laicos en la curia episcopal donde vive. Los Ortega-Murillo abrieron una investigación en su contra por “intentar organizar grupos violentos, incitándolos a ejecutar actos de odio en contra de la población (...) con el propósito de desestabilizar al Estado de Nicaragua y atacar a las autoridades constitucionales”. Al prelado le impusieron casa por cárcel, en una forma de amedrentarlo y decirle que está a un paso de ser encarcelado por no someterse a una pareja que se siente elegida por un designio divino para gobernar. Los mandatarios sandinistas quieren humillar a Álvarez porque el obispo ha expuesto su podredumbre y crueldad desde el púlpito.

Después del exilio forzado del obispo Silvio Báez en 2019, Álvarez se convirtió en uno de los principales flancos de acoso. El obispo de Matagalpa ha sufrido además la cancelación de todas las radios y televisoras católicas que dirigía en Nicaragua. El oficialismo ha empezado también a barajar el destierro de esta voz pastoral incómoda que, en estos días, es el centro de la persecución que los Ortega-Murillo mantienen contra la Iglesia católica.

Una fuente ligada al entorno presidencial me dijo que la visceralidad contra Álvarez no solo se debe a su postura crítica hacia el gobierno, sino a las oraciones de exorcismo del monseñor. El rito encoleriza a la pareja presidencial, fundamentalmente a la vicepresidenta Murillo. Ella es una mujer muy supersticiosa debido a sus creencias eclécticas.

La última oración del obispo Álvarez que crispó a Murillo fue el 4 de agosto, cuando el prelado intentó salir a la calle con el Santísimo en manos y fue repelido por los antimotines. “A la oración el demonio le tiembla, a la oración de un pueblo unido el demonio le tiembla (...) está el mal ahogándose, estremecido ante la oración de un pueblo que se une desde la más profunda montaña hasta los centros de las ciudades”, rezó azorado.

La reacción de Murillo fue furibunda. Dijo que su gobierno “trabaja arduamente en construir y defender la paz y el amor”, por lo que no aceptan el “irrespeto” a las creencias religiosas, porque es un “delito de lesa espiritualidad”. “Son días para tomar en cuenta que en esta patria bendita hay leyes también (...) no se debe cometer delitos”, amenazó la vicepresidenta. El delito de Álvarez es tener una voz crítica ante la barbarie; una parábola muy escuchada en un país donde el silencio y la censura han sido impuestas con violencia y cárcel. Silenciar al obispo porque las bases sandinistas católicas escuchan otra realidad que dista de lo que repite la propaganda oficial.

Los oficiales no permiten el ingreso de víveres ni medicamentos a la curia, donde los religiosos han empezado un racionamiento para resistir el secuestro. La propaganda ha pedido en la última semana cárcel para los “delincuentes con sotana”, pero hasta la publicación de este artículo no se han atrevido a arrestar a monseñor Álvarez. Los Ortega-Murillo deben calcular que encarcelar a un monseñor tan querido, en especial en las montañas norteñas de Nicaragua, podría salirse de las manos pese al estado policial impuesto. El obispo no sólo cuestiona la represión desde las protestas sociales de 2018, sino que antes encabezó en el municipio de Rancho Grande enormes protestas contra una concesión minera entregada a una transnacional, al punto que el gobierno la tuvo que revocar. Álvarez lleva años plantando cara a esta dictadura en la que el culto a la personalidad ya perfila a Ortega como un semidiós sempiterno.

A raíz del papel mediador que tuvo la Conferencia Episcopal en las protestas de 2018, la pareja presidencial se ha ensañado con los miembros de la iglesia. La relación se fracturó totalmente con el repudio de la jerarquía eclesial a la masacre de más de 350 personas. El corolario fue la expulsión perentoria del Nuncio apostólico Waldemar Stanislaw Sommertag en marzo de 2022. Un estudio titulado Nicaragua: ¿una iglesia perseguida? (2018-2022) señala que desde 2018 a la fecha el catolicismo ha sufrido 190 ataques, como el ingreso de una turba a la catedral de Managua, amenazas de muerte a sacerdotes y profanaciones de distintos templos.

Hay agresiones que ameritan mención: el padre Mario Guevara sufrió un atentado con ácido sulfúrico que le lanzó una mujer de origen ruso y cercana al partido de gobierno. En 2020 una bomba molotov fue lanzada en la catedral de Managua y calcinó la muy venerada imagen de la Sangre de Cristo. Un acto declarado como atentado por el papa Francisco y una de las pocas condenas que el pontífice ha hecho, a pesar de que la Iglesia de Nicaragua es una de las más perseguidas del hemisferio occidental. El santo padre guarda total silencio mientras sus pastores son devorados por la represión. Una posición timorata también ha tenido el cardenal Leopoldo Brenes.

Además de robos y exilio de párrocos, recientemente dos sacerdotes fueron condenados a prisión bajo delitos que fueron montados por la Fiscalía. Hay una política de Estado de decapitar a todo aquel que no sea sumiso al dictado orteguista. Y monseñor Álvarez, un rebelde de naturaleza, no solo no asiente, sino que desafía pregonando un evangelio humanista. El objetivo de los Ortega-Murillo es purgar a los religiosos críticos porque no compaginan con su afán de una Iglesia muda, indolente y si se puede hasta cómplice.

Al hostigamiento del obispo hay que sumar la expulsión de las monjas de la orden Madre Teresa de Calcuta en julio pasado. En Nicaragua hay una persecución religiosa rampante y eso trastoca tratados internacionales, en especial el derecho a la libertad religiosa, consignado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Son cruzadas que el mundo creyó pasadas, pero que hoy son prácticas sistemáticas que siguen vigente ante la indiferencia de muchos, como la torturas de los presos políticos en la lúgubre cárcel de El Chipote.

Exiliar forzozamente o apresar a Álvarez es una movida arriesgada, pero es acorde al mensaje ejemplificante que los Ortega-Murillo vienen imponiendo: nada ni nadie está por encima de ellos, ni siquiera un obispo con el Santísimo en manos, porque en Nicaragua el Estado, ley y la religión son ellos; al igual que en Corea del Norte, es la eucaristía del partido único con su propio evangelio de represión.
 



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