Diagnóstico Político

Chile busca un cambio. ¿La manera de hacerlo es con una nueva Constitución?

2022-09-03

Los chilenos tienen una relación más directa con su Constitución. Los votantes...

Binyamin Appelbaum, The New York Times

Chile busca cambiar el rumbo del país

Redactar una nueva Constitución les parece a muchos estadounidenses una idea transgresora. La Constitución de Estados Unidos es la más antigua en vigor del mundo, y se ha acabado considerándola inmutable. El último cambio verdaderamente sustancial fue una enmienda de 1971 que rebajaba a los 18 años la edad para votar. En vez de actualizar un texto escrito hace más de 200 años, los estadounidenses tienen que confiar en la imaginación de nueve jueces, quienes deciden lo que creen que debe de decir.

Los chilenos tienen una relación más directa con su Constitución. Los votantes decidirán el domingo si aprueban la sustitución del documento actual, que data apenas de 1980 y que ya ha sido modificado sustancialmente varias veces.

El país sudamericano es una democracia capitalista con un conjunto de dolencias conocidas. Es próspero, pero la mayoría de los beneficios han recaído sobre unos pocos afortunados. Las desigualdades de riqueza y oportunidades están muy arraigadas, la degradación del medioambiente plantea cada vez más desafíos y muchos chilenos han perdido la fe en el sistema político, polarizado y esclerótico.

Los chilenos han llegado a la conclusión de que, para cambiar el rumbo de su país, necesitan unas normas diferentes. En un referéndum celebrado hace dos años, casi el 80 por ciento de los votantes apoyó en las urnas que se sustituyera la Constitución actual. Las encuestas indican que la sustitución propuesta, creada por la Convención Constitucional, no es tan popular. Sin embargo, el presidente de Chile, Gabriel Boric, ha dicho que, aun si no fuese aprobada, el país seguirá necesitando una nueva Constitución.

Los países pueden apresurarse demasiado a reescribir su ley suprema. Desde 1789, la Constitución promedio ha durado solo 17 años, y redactar una nueva es a veces una distracción del arduo trabajo de desarrollar unas mejores instituciones e invertir en reformas duraderas. Sin embargo, a veces el cambio es necesario, y esa posibilidad es en sí misma una fuerza revitalizadora en el discurso político de un país.

La actual Constitución chilena se creó durante la dictadura de Augusto Pinochet. Aunque el texto ya no incluye algunas de las partes más antidemocráticas del original, su sustitución es, para muchos chilenos, un paso necesario en el proceso de conversión de Chile en una sociedad genuinamente democrática.

Las demandas de una nueva Constitución se materializaron en el otoño de 2019. Las manifestaciones de protesta desencadenadas por la subida de las tarifas del transporte público en Santiago, metrópoli que concentra más de un tercio de la población del país, derivaron enseguida en un “estallido social”, como lo llaman los chilenos: la explosión de la indignación popular contra el gobierno. La población salió en masa a las calles todos los días, durante varias semanas ininterrumpidas. Los colegios cerraron, y se quemaron estaciones de metro. Chile parecía estar sucumbiendo a las inestabilidades políticas que asolan a sus vecinos, hasta que el gobierno accedió a celebrar un referéndum sobre una nueva Constitución. Después de que los chilenos votaran a favor de redactarla, hubo celebraciones con pancartas que rezaban: “Adiós, general” y “Borrar tu legado será nuestro legado”.

La entrada cerrada de una estación de metro que se ha convertido en un monumento a quienes protestaron contra el gobierno en 2019.

Erica González, de 76 años, era simpatizante activa de Salvador Allende, el presidente de izquierda derrocado por Pinochet en 1973. Cuando Allende murió durante el golpe de Estado de Pinochet, también lo hizo el interés de González en la política. Sin embargo, el año pasado, ella y una amiga decidieron acudir al recinto de Santiago donde los miembros de la convención estaban redactando la nueva Constitución, para apostarse en la calle con carteles de apoyo. González viajó en autobús y metro dos veces a la semana durante varios meses seguidos; eran 75 minutos de trayecto de ida, y después de vuelta. Ha seguido haciendo campaña por el documento terminado, incluso después de que, hace unas semanas, un hombre la rociara con pimienta desde un coche en marcha mientras ella repartía panfletos en La Florida, un área residencial en las afueras de Santiago. González dijo temer que la derecha reaccione a una nueva Constitución con violencia, como reaccionaron a Allende 50 años atrás. Pero también dijo que está aún más convencida de la necesidad de un cambio.

“Yo no voy a vivir para ver los cambios, pero mis hijos y mis nietos, sí”, dijo.

Para muchos chilenos, el valor simbólico de sustituir la Constitución de Pinochet está muy entretejido con la convicción de que la situación actual es un obstáculo para la necesaria ampliación de los fondos para la educación, la sanidad pública universal y otros programas sociales.

El crecimiento de la economía de Chile en las últimas décadas ha superado a las de la mayoría de sus vecinos latinoamericanos. Aun así, de las 38 democracias desarrolladas que componen la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, Chile es, con mucha diferencia, la que destina la menor parte de su producto interno bruto a los servicios públicos.

Santiago ha construido el sistema de metro más impresionante de Sudamérica, y también hay otros aspectos en que los chilenos han experimentado una gran mejora en su calidad de vida. Sin embargo, para los chilenos débilmente afianzados en la estabilidad económica, y que no cuentan con una red de seguridad, la riqueza y el privilegio de la élite del país resulta mortificante. (Los manifestantes hicieron circular hace poco un video de Matías Pérez Cruz, el presidente de la compañía de gas nacional, intentando ahuyentar a unas personas que estaban tomando el sol en un terreno público anexo a su residencia privada junto a un lago).

Camila Valenzuela tiene un trabajo fijo como directora de logística en una empresa que produce edulcorantes, pero el año pasado le diagnosticaron a su tío una leucemia, y la familia tuvo que pedir dinero prestado para pagar su tratamiento. Su tío murió en febrero, y dejó una deuda de 20 millones de pesos en gastos médicos, que la familia está intentando saldar organizando rifas y bingos para recaudar dinero. Valenzuela dijo que prevé votar a favor de la nueva Constitución “para que nadie tenga que perder familiares o seres queridos porque no pueden permitirse ir al hospital”.

Esas historias son tan comunes en Chile que resulta un poco chocante leer el texto de la Constitución actual. Aunque fue redactada bajo una dictadura que, como es bien sabido, adoptó la economía de libre mercado, identifica una larga lista de derechos y libertades.

En un análisis realizado en 2011, los profesores de derecho David Law y Mila Versteeg descubrieron que las constituciones nacionales tienen dos tipos básicos. Los documentos minimalistas, más comunes en las naciones de habla inglesa con tradiciones de derecho consuetudinario, se centran en los límites del poder estatal. Las constituciones maximalistas, más usuales en el resto del mundo, incluyen enlistados grandes de derechos garantizados. En ambos casos, los textos son cada vez más más parecidos. Lo que son presentados como declaraciones de identidad nacional y sus aspiraciones, en realidad son afirmaciones de principios universales vestidos con los trajes típicos de cada lugar.

Existen razones prácticas para ello: los países copian lo que funciona; compiten por atraer inversión y mano de obra cualificada; se enfrentan a presiones para adaptarse a las normas internacionales; y los sistemas judiciales compatibles facilitan las interrelaciones. De hecho, los países hacen promesas parecidas incluso cuando no son reales. La Constitución norcoreana incluye la garantía de la libertad de expresión.

La relación endeble entre el texto y la realidad es, en parte, el motivo por el que en Chile algunos intelectuales y políticos de centro consideran que el referéndum es una distracción del verdadero trabajo de mejorar la vida en el país.

“En realidad no importa si escribes una larga lista de derechos”, dijo Patricio Navia, politólogo y profesor de la Universidad de Nueva York y de la Universidad Diego Portales de Chile. “Chile no es Suecia. No va a ser capaz de distribuir tanto dinero como un país rico. Y redactar una nueva Constitución no arreglará eso”.

Andrés Velasco, quien fue ministro de Hacienda en la década de 2000 y quien está a favor de una nueva Constitución, aunque no la que está en votación ahora, dijo que el mayor impedimento para el cambio en Chile no son las leyes sino la falta de consenso político. “La actual Constitución tiene muchas fallas, pero no hay nada en ella que limite el tamaño del Estado, o el tipo de fiscalidad que se puede imponer”, dijo. Como ejemplo, Velasco señaló su éxito al introducir cambios en las cuentas de ahorro para la jubilación en 2008. “Los conservadores me dijeron que era socialismo e inconstitucional”, aseguró. “Contratamos dos buenos despachos de abogados, ajustamos un poco las palabras y, al final, se convirtió en ley”.

Pero si bien los países pueden ignorar lo que está escrito, también pueden optar por tomárselo en serio. Las constituciones ejercen una poderosa fuerza transformadora sobre la vida de los países, como libros de normas sobre lo permisible y como guías de referencia sobre lo deseable.

La Constitución chilena de 1980 era la expresión de una ideología política concreta. Era una declaración de fe en los derechos de propiedad, y buscaba atar de manos a cualquiera que no estuviera de acuerdo. “Si llegan a gobernar los adversarios”, dijo Jaime Guzmán —la influencia intelectual que estuvo detrás de la Constitución de Pinochet en un ensayo de 1979 en la que explicó sus intenciones— se verán “constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría”.

La Constitución chilena propuesta consagraría una visión muy distinta de la sociedad, y del gobierno. Trata “la igualdad de los seres humanos” como objetivo central de su política de Estado, y busca empoderar a actores no estatales, entre ellos los pueblos indígenas y los sindicatos, y formula una responsabilidad de proteger el medioambiente que quizá va más allá que en cualquier otra Constitución vigente.

Quizá lo más importante no sea tanto el documento en sí como el trabajo de escribirlo. Las comunidades y movimientos fraguados en torno a este documento están constituyendo un nuevo orden político.

“El proceso de elaboración es más importante que el documento”, escribieron los politólogos Todd Eisenstadt, Tofigh Maboudi y Carl LeVan en un libro de 2017 que examinaba los resultados de las nuevas constituciones.

Romina Fuentealba, de 44 años, ha pasado buena parte de la última década cuidando a su hija de 9 años, que padece parálisis cerebral. Al poco de iniciarse el proceso de redacción de una nueva Constitución, Fuentealba asistió a una reunión con el fin de organizar una petición pública para que en la Constitución propuesta se reconociera la importancia de la labor del cuidador y exigiera al Estado la prestación de esos cuidados para quienes los necesiten. Fuentealba se convirtió en una infatigable activista, apoyándose en su madre para que cuidara de su hija mientras recogía firmas y asistía a mítines.

Fuentealba describe Chile como “una comunidad rota”. El legado de la dictadura, incluida su Constitución, “hizo egoísta a la gente”, dijo. “Solo veíamos a las personas como cuerpos que trabajan, y a quienes no pueden contribuir en la economía los ignoramos. No se les considera parte de la sociedad. Y quienes se preocupan de ellos son invisibles”.

Dijo que el proceso constitucional la hizo sentir por primera vez que era parte de una comunidad sana. “Nos fuimos dando cuenta de que no estábamos solos”, dijo Fuentealba. “Nos dimos cuenta de que teníamos problemas distintos, pero que, al mismo tiempo, necesitábamos las mismas cosas”.

Esas conversaciones son el cambio político más llamativo en Chile ahora mismo. La gente común y corriente debate vigorosa y públicamente el carácter de su sociedad y la finalidad de su gobierno. Están afirmando la posibilidad de hacer las cosas de forma distinta. Quizá las decisiones que tomen resulten ser un error. Quizá la próxima generación tenga que volver a empezar de cero. Quizá eso es lo que debería ser una Constitución.



JMRS