Editorial

El apoyo al poder civil se erosiona mientras crece el de las Fuerzas Armadas en México

2022-09-07

En efecto, el enorme respaldo entregado por el mandatario mexicano ha influido para revertir el...

Ricardo Raphael | The Washington Post

Las Fuerzas Armadas han cometido atropellos graves en la historia reciente de México. Es difícil no tener en mente la masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968 y la actuación militar contra los movimientos guerrilleros durante los años 1970 y 1980, que emergieron después de aquel episodio trágico.

Una segunda ola de violencia perpetrada por las Fuerzas Armadas se fue extendiendo a partir de la autonombrada “guerra contra las drogas” que emprendió desde 2006 el entonces presidente Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012).

La participación del Ejército en la masacre de Tlatlaya, en junio de 2014, o su involucramiento la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, en septiembre de ese mismo año, son episodios dolorosos. Como lo fue, recientemente, la desaparición de unas 70 personas perpetrada por la Marina en distintos municipios de Tamaulipas durante 2018.

Esta sombra sobre la reputación militar contrasta con su costado luminoso: cuando intervienen ante desastres naturales, distribuyen vacunas o medicamentos, u operan el acceso a los programas sociales. También al estar presentes en poblaciones asoladas por la delincuencia organizada, sobre todo cuando las autoridades y las Policías locales han perdido la confianza de la gente.

Ciertamente, el aprecio por la Fuerzas Armadas es inversamente proporcional al recelo que pesa sobre las demás autoridades. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Historia (Inegi) en 2021 al menos 42% de la población consideraba al Ejército como muy efectivo para hacer su trabajo. Si se añade a esta percepción la de quienes afirman que los militares son “algo” efectivos para el desempeño de sus tareas, se construye una cifra de aprobación para el Ejército de 86% y 87.8% para la Marina.

El presidente Andrés Manuel López Obrador presumió estos mismos números en julio del año pasado para corroborar el respaldo popular que han tenido sus iniciativas de involucrar a las Fuerzas Armadas en asuntos que antes eran potestad exclusiva de las autoridades civiles, como la realización de obra pública, la administración de puertos y aeropuertos, el control de las aduanas, la investigación de actos de corrupción, la construcción de sucursales bancarias, el combate al robo de combustible o la distribución de medicamentos.

Sin embargo, estos niveles de aprobación observados por el Inegi y señalados con triunfalismo por el presidente no siempre han sido así. De acuerdo con estudios de opinión del Latinobarómetro, realizados en América Latina, la confianza en las Fuerzas Armadas se deterioró entre 2015 y 2020, muy probablemente debido a los episodios de violación a los derechos humanos.

Según los datos del análisis, en 2015 al menos 65% de la población tenía algún grado de confianza en las Fuerzas Armadas, mientras que en 2020 únicamente 54% compartía esa opinión. Al mismo tiempo, ha disminuido el rechazo a las Fuerzas Armadas, lo cual estaría vinculado al apoyo político que López Obrador ha entregado al poder militar. Mientras que en 2019 19% declaró no tenerle ninguna confianza al Ejército, en 2020 esa cifra fue de 15.9%.

En efecto, el enorme respaldo entregado por el mandatario mexicano ha influido para revertir el deterioro reputacional del Ejército durante los años previos a su gestión.

El escritor y columnista Pedro Miguel sintetizó muy bien en un artículo en Post Opinión el argumento que López Obrador ha utilizado para exculpar a las Fuerzas Armadas por las violaciones a los derechos humanos: “La amenaza de excesos y atropellos a la población no proviene de los militares en sí, sino de las órdenes que reciben del presidente. Los mandos castrenses guardan celosamente la disposición constitucional que coloca su comandancia suprema en la persona del titular del Ejecutivo federal, y en nadie más”.

Es decir, si el jefe del Estado mexicano instruye a los militares a romper el orden constitucional (violar derechos humanos), ellos cumplen con esa orden; en cambio, si el comando civil dirige a las Fuerzas Armadas por los caminos de la democracia, estas obedecerán con una coincidencia precisa.

Este argumento es frágil cuando se considera que el actual mandato presidencial terminará en dos años más y que en México no existe, hasta ahora, la posibilidad de la reelección presidencial. Resulta obligado preguntarse cómo van a actuar las Fuerzas Armadas si, en el futuro, otro mandatario con diferentes convicciones respecto de los derechos humanos regresa a dar instrucciones equivocadas.

A esta fragilidad argumental se suma que, en simultáneo a la recuperación de la aprobación popular de las Fuerzas Armadas, se viene pronunciando un descrédito generalizado sobre las instituciones civiles, a excepción de la presidencia.

Hay datos muy preocupantes en un estudio realizado, también en 2021, por los académicos Daniel Zizumbo-Colunga y Benjamín Martínez-Velasco, que explora la percepción que tienen las poblaciones mexicanas donde en los últimos años se ha intensificado la presencia militar. Ahí, una mayoría considerable prefiere abiertamente a las Fuerzas Armadas respecto del resto de las instituciones de la democracia. Por ejemplo, en esas zonas 55% respaldaría que el Ejército tomase control del Congreso de la Unión si dentro de esa instancia se integrara un bloque político dispuesto a contrariar al gobierno encabezado por López Obrador.

Refuerza esa percepción el que 63.1% de las personas darían su aval para que las Fuerzas Armadas tomaran el control de la Suprema Corte de Justicia de la Nación si los jueces, de acuerdo con su percepción, siguen dando amparos a delincuentes y corruptos. Más notorio aún es que 68.8% respaldaría que el Ejército sustituyera a los tribunales para juzgar en su lugar actos de corrupción cometidos por actores de la política.

La mejora de la popularidad de las Fuerzas Armadas es una buena noticia, sin embargo, no lo es la desconfianza creciente en las instituciones de la Constitución. Esa tendencia solo puede conducir a las peores formulas del autoritarismo.
 



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