Tras Bambalinas

El Mundial no solo limpia la imagen de Qatar, nos hace cómplices de sus abusos

2022-11-24

La polémica apareció desde el momento en que, frente a todo pronóstico, se...

Fernando Bustos Gorozpe, The Washington Post

A unas horas de dar por iniciado el Mundial de Qatar 2022, el pasado 20 de noviembre, el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, llamó hipócritas a los detractores del campeonato. Entre otras cosas, dijo que los europeos deberían pedir perdón por todo lo que han hecho en los últimos 3,000 años antes de dar lecciones de moral. Esto frente a las preocupaciones de los eurodiputados de la subcomisión de los Derechos Humanos por la situación en Qatar. También criticó a las grandes empresas que se han enriquecido en ese país sin preocuparse por mejorar las condiciones laborales de los trabajadores migrantes. En un momento de fastidio, supongo, Infantino decidió quitar las máscaras para reconocer y afirmar que muchas de esas críticas vienen del mismo sistema que se ha enriquecido explotando aquello que ahora simula proteger.

Lo interesante fue que, con tal de defender la decisión de la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA), Infantino puso al descubierto la estructura del capital (que él mismo simboliza), así como la ficción de libertad y civilidad que opera en occidente. ¿No acaso las empresas multinacionales se aprovechan de la mano de obra barata de los países en vías de desarrollo? ¿No es Europa responsable de grandes guerras y masacres históricas en nombre del progreso? Imposible no pensar en la similitud de su declaración con el discurso final de la película El Dictador, donde el personaje principal, interpretado por Sacha Baron Cohen, invita a pensar en los beneficios que Estados Unidos tendría si fuera una dictadura: “1% de la población podría acaparar toda la riqueza de la población(…) podrían ignorar las necesidades médicas y educativas de los pobres(…) podrían mentir sobre por qué van a la guerra, podrían llenar sus cárceles con un solo grupo racial y nadie se quejaría”. Un recordatorio de que la barbarie está incluso en los lugares que se afirman “civilizados”.

La polémica apareció desde el momento en que, frente a todo pronóstico, se anunciara en 2010 a Qatar como la sede para el año 2022, situación que más tarde sirvió para exponer la corrupción que habita a la FIFA, una mafia. Desde entonces a la fecha, no hubo nada que permitiera cancelar el Mundial o cambiar la sede. No importaron las violaciones de derechos humanos que continuamente se ejercen Qatar hacia las mujeres o miembrxs de la comunidad LGBTQ+, tampoco la censura a la libertad de expresión y mucho menos las condiciones laborales similares a la esclavitud a la que se somete a los trabajadores migrantes en el país mediante la kalafa, el sistema laboral del país que estuvo vigente hasta 2020.

El Mundial, además de ser un evento que reúne a gente de todo el mundo, también sirve en ocasiones para hacer sportwashing, es decir, mejorar la imagen pública de un país a través del interés por el deporte. La emoción que genera tan gran evento termina por disimular aunque sea un poco los problemas sociales y políticos del país anfitrión, prueba de ello son los memes que circulan de La’eeb, la mascota del Mundial, donde se le ve juzgando comportamientos de los jugadores para ver si son heterosexuales o no. Hoy en día cualquier situación puede ser reducida a un meme para luego disminuir la manera en que opera en la realidad.

Cuando se asignó a Qatar como la sede, no solo había conocimiento sobre la frecuente violación de derechos humanos, sino que también se sabía que el país no contaba con la infraestructura suficiente para soportar el Mundial. La única forma de que todo estuviera en el plazo correspondiente era a través de jornadas laborales extensas de 12 horas o más en un clima extremadamente caluroso y con restricciones impuestas a los visitantes acordes a su ideología.

Éticamente estamos en un callejón. Por un lado se festeja al equipo de la selección alemana por taparse la boca como símbolo de protesta antes de comenzar un partido mientras por el otro al cantante Maluma se le exige y castiga mediáticamente por aceptar presentarse en el Mundial. ¿Por qué se le pide esto a un cantante popular en lugar de hacerlo a futbolistas, países y marcas? Quizá inconscientemente sabemos que sería un sinsentido dentro del capitalismo que habitamos.

Es difícil ver más allá de lo que, desde la apología, es un evento que lleva la etiqueta de proveedor de “felicidad". Basta con ver cómo unos niños en una escuela mexicana se emocionan con el arquero de la selección, Guillermo Ochoa, parando un penal, para callar lo que está de fondo: el contexto social, político e histórico. La felicidad de algunos vale más que la libertad y la dignidad de otros.

A menudo se dice que no hay consumo ético dentro del capitalismo y quizá sea cierto, pero tampoco podemos tomar esa excusa para huir de toda responsabilidad frente a nuestras acciones. No se trata solo de que no veamos y disfrutemos un evento deportivo, sino de que seamos capaces de reconocer que, como sociedad, no es normal que aceptemos con tanta facilidad violaciones de derechos humanos ni abusos laborales con tal de disfrutar, como en este caso, de unas semanas de juego. Parafraseando al filósofo francés Gilles Deleuze, no se trata solo de la arbitrariedad del rey sino también del cómo los dominados participan de esta. Si podemos emocionarnos colectivamente por un penal, tal vez podemos sensibilizarnos también frente al dolor ajeno y las injusticias.



Jamileth