¡Basta ya!

El gobierno de Dina Boluarte está sacrificando a los peruanos. Su renuncia debe ser inmediata

2023-01-15

Ni la abultada cantidad de muertes les hacía entender que su respuesta no debía ser...

Jonathan Castro Cajahuanca, The Washington Post

El lunes 9 de enero la presidenta de Perú, Dina Boluarte, confesó que no entendía por qué el país llevaba un mes de protestas en su contra, y escondió la cabeza durante las horas más amargas de su aún breve gestión. Más tarde, luego de que se confirmara una matanza a tiros de 17 civiles ese día en Puno, en el sur del Perú, el presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, justificó el comportamiento de las fuerzas del orden argumentando que hubo violentistas que los atacaron e intentaron tomar el aeropuerto de esa ciudad.

Ni la abultada cantidad de muertes les hacía entender que su respuesta no debía ser policial-militar, sino política. No hay orden sin respeto por la vida.

Otárola —un exministro de Defensa del gobierno de Ollanta Humala, quien dejó el cargo por un desastroso operativo de rescate de rehenes— tuvo una segunda oportunidad en la vida para convertirse en héroe democrático, pero eligió ser un canalla.

Con el peso de una gestión que lleva casi 50 muertos en poco más de un mes, se presentó ante el Congreso para pedir el voto de confianza que necesitaba antes de cumplir 30 días en el puesto. Otárola heredó el cargo de su fugaz antecesor, Pedro Angulo, y también heredó la estrategia de acusar a agentes externos de incitar a la violencia y no reconocer responsabilidad alguna en las muertes.

Cuánto pueden durar las acusaciones de que quienes protestan son manipulados por Sendero Luminoso, Evo Morales, el izquierdismo radical o las economías ilegales si entre los muertos civiles se cuentan a un mecánico que salió de su taller para ayudar a un herido, a un ambulante que ganaba unos centavos en la aglomeración, a un estudiante de medicina que socorría heridos, y a seis menores de edad. No está en discusión la participación de actores violentos o criminales, pero eso por sí solo no explica el descontento que ebulle principalmente en el sur del país. Lo que enerva a los manifestantes es la generalización, la ceguera desde Lima.

Otárola, adepto de la mano dura, hizo todo lo posible para que el conflicto escale tratando de imponer el orden, y la derecha y el centro parlamentario aprobaron darle la confianza. Pero esa “virilidad” es solo una apariencia.

Sería desproporcionado atribuir —sin investigación previa— la responsabilidad de todas las muertes al gobierno. Entre los manifestantes también hay actitudes antidemocráticas, golpistas y violentas. Una turba aún sin identificar asesinó y quemó a un policía en Puno; otros han impedido la circulación de ambulancias (lo que ha generado al menos la muerte de un bebé); han atacado a comerciantes que se rehusaban a paralizar, y han incendiado edificios públicos, cuanto menos.

Pero en un conflicto de esta naturaleza, antes que la superioridad de las armas el Estado debe mantener la superioridad moral, y eso es algo que ha olvidado. No solo para garantizar justicia en lugar de venganza, sino para no agrietar más la desconfianza social: el desprecio moviliza y toma rumbos que la represión no puede gobernar a largo plazo en democracia. La corta vida política de nuestros líderes les impide ver que, más allá de su rol en la historia, lo que debe prevalecer son las instituciones por el impacto que tienen en el largo plazo.

Boluarte y Otárola han hecho hincapié en las facilidades que le darán a la justicia para investigar y sancionar los asesinatos. Pero esas palabras solo son parte de un protocolo rutinario. Han pasado más de dos años desde el asesinato de Inti Sotelo y Bryan Pintado durante las protestas contra el gobierno de Manuel Merino y las investigaciones judiciales se encuentran estancadas. Si eso pasó en Lima, ¿qué esperanza hay de encontrar justicia en provincias con más precariedades? Ha pasado lo mismo con las víctimas del Baguazo, con los restos del mayor Felipe Bazán, e innumerables conflictos en las últimas décadas.

Las fuerzas del orden han repetido la misma violencia en varias ciudades. Puede haber sido consecuencia de lanzarlos al conflicto sin planes operativos adecuados, sin inteligencia mínima, sin armas ni preparación para responder proporcionalmente. O pueden haberles dado carta libre. Esto es algo que la Fiscalía de la Nación debería investigar al milímetro, pues el monopolio del uso de la fuerza por parte del Estado no puede ser discrecional, así como el gobierno tampoco puede exponer al peligro a sus propios subordinados.

El Perú está atravesando una protesta bastante inédita. Los conflictos sociales son abundantes en el país, pero casi todos están asociados a asuntos sectoriales: socioambientales (los más numerosos desde 2007), laborales, limítrofes, etc. Suelen estallar de forma aislada —aunque algunas veces se ha visto coordinación— y adormecerse en negociaciones en mesas de trabajo del gobierno nacional o los gobiernos locales. Pero esta es una de las pocas ocasiones en los que la agenda es completamente política, extendida en varias regiones, y en la que la participación de Lima es marginal.

Los principales puntos han sido la renuncia de Boluarte —primero por traición al golpista expresidente Pedro Castillo y ahora por las muertes—, el cierre del Congreso, la convocatoria a una Asamblea Constituyente y la liberación de Castillo. La reacción del gobierno y de sus aliados en el Parlamento ante el carácter político de la agenda ha sido querer ningunearla, y pedirles que hagan reclamos materiales en salud, educación, etc. o criminalizarla por su convocatoria. “Los cuatro puntos políticos no están en mis manos(…) Lo que están pidiendo es pretexto para seguir generando el caos”, dijo Boluarte a inicios de esta semana.

Antes de empezar a contar los cuerpos de casi medio centenar de peruanos muertos, las cuatro demandas me parecían descabelladas, ilegales y perjudiciales para el país. Pero luego de lo que hemos visto, la primera de ellas brinda la posibilidad —no certeza— de aliviar algunas tensiones que evite más cadáveres hasta las elecciones, que deberían realizarse este año y lo antes posible.

La renuncia de Boluarte abriría escenarios complejos sobre su sucesión a manos del presidente del Congreso, sea el actual o alguno nuevo que elijan. Difícilmente la gobernabilidad sería mucho mejor, pero tal como estamos, no hay futuro con la mano dura de Boluarte. Hubiese sido ideal entrar a un nuevo ciclo electoral con algunas reformas políticas que el Congreso apruebe, pero ni ha sido su prioridad ni hay esperanza que las hagan bien. Además, cualquier cambio que aprueben que beneficie a los legisladores —reelección, bicameralidad, etc.— podría intensificar las protestas. Se debe ganar tiempo ya que nuestro elenco de gobierno no le hizo estimulación temprana a sus destrezas políticas.

La única salida alternativa es que Boluarte destituya a Otárola, pida perdón a nombre del Estado, procese y expurgue a los responsables de los crímenes que se cometieron desde las fuerzas del orden, encuentre y sancione a los responsables de la violencia de las protestas, y se acelere la organización del proceso electoral. Pero eso es pedir un imposible: que el Perú funcione bien. La decisión está en la soledad de su conciencia.



JMRS