Disparates y Desfiguros

La pira como símbolo

2015-09-22

La realidad de la incineración reside más bien en la correspondencia entre las...

Pedro Miguel, La Jornada

La gigantesca fogata en el basurero de Cocula que nos relató el ex procurador Jesús Murillo Karam es real de alguna manera, en el mismo sentido en que lo son los otros relatos urdidos por el poder público federal en torno al ataque sufrido en Iguala por los normalistas de Ayotzinapa hace casi un año. Por ejemplo, la historia de que el matrimonio Abarca-Pineda ordenó la agresión para impedir que los muchachos deslucieran un acto público del DIF local, y la que le siguió: que el cártel local confundió a los chavos normalistas con integrantes de una organización rival. El conjunto de la administración peñista y en particular la sucesora del gran fabulador, Arely Gómez, siguen alimentando el fuego de la hoguera, ahora con una identificación basada en indicios genéticos tan inciertos que podría llevar a confundir los restos de Carlota con los de Luis XVI, con quien la breve emperatriz estaba emparentada por la línea materna.

Por supuesto, la veracidad de estas fantasías sórdidas se encuentra en el ámbito de la representación simbólica. Los relatos de la PGR –asumidos como propios por Peña y el resto de su equipo– no corresponden a hechos reales: ni la narración de las agresiones ni el traslado de los secuestrados a Cocula ni, por supuesto, la pira monumental en el basurero: su imposibilidad física fue establecida por los investigadores universitarios Jorge Antonio Montemayor y Pablo Ugalde semanas después de que la recitara Murillo, y ratificada a principios de este mes por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes. Y además esa noche estuvo lloviendo en la zona.

La realidad de la incineración reside más bien en la correspondencia entre las historias elaboradas por la PGR y los deseos verdaderos de quienes tienen en sus manos el poder federal. Me explico: el peñato necesitaba un desenlace como el que contó Murillo –y que heredó Arely Gómez con la consigna de defenderlo a muerte– porque, al menos en el terreno de una narrativa primaria, resolvía de raíz el problema político de tres estudiantes asesinados, decenas de heridos y 43 desaparecidos. Los incineraron los narcos equivalía a evadir las imputaciones por las lesiones, los homicidios y las desapariciones y eliminaba la necesidad de informar dónde están los chavos y qué les hicieron. Al evocar la gran fogata de Cocula, el gobierno sintió que ponía un punto final a la tremenda bronca en la que está metido. En otros términos, los hechos consignados en el relato oficial nunca ocurrieron, pero al gobierno le habría encantado que las cosas hubiesen sucedido según su narración. La pira de Cocula es un emblema del fuego purificador en el que esta presidencia querría reducir a cenizas sus propias responsabilidades. Es un exorcismo y una purificación.

Fuera del terreno imaginario, la investigación de la PGR en el caso de Iguala es –lo mismo que la investigación de Virgilio Andrade en torno a las turbias propiedades inmobiliarias de Peña y compañía– una operación de limpieza, como esas que realiza la delincuencia después de cometer un crimen mal ejecutado y en cuya escena se ha dejado muchas huellas: el ocultamiento durante más de diez meses de pruebas cruciales –la ropa de los desaparecidos, que vino a descubrir el GIEI–; la destrucción de elementos útiles al esclarecimiento –las grabaciones de múltiples cámaras de seguridad, por ejemplo–; la negativa a permitir que los expertos internacionales entrevistaran a miembros del 27 Batallón de Infantería, con sede en Iguala; la destrucción u ocultamiento de registros de las comunicaciones del C4; la no recogida de pruebas forenses en el supuesto lugar del crimen; el desprecio a los testimonios de los normalistas sobrevivientes y la sobrevaluación, en cambio, de confesiones de presuntos responsables materiales que posiblemente fueron obtenidas mediante tortura. Entre otras cosas.

De acuerdo con la información no gubernamental disponible –que es la suma de lo dicho por los chavos que se salvaron del ataque, un cúmulo de reportajes y trabajos periodísticos, investigaciones de expertos, datos obtenidos por organizaciones de defensa de los derechos humanos más el informe del GIEI–, lo que ocurrió el 26 de septiembre en Iguala fue un operativo de exterminio en el que participaron fuerzas federales, estatales y municipales y que habría debido llevar a lo que Peña quiso evitar desde el inicio: una inmediata pesquisa sobre el papel desempeñado por las autoridades de Chilpancingo, la Sedena, el Cisen, la Policía Federal y la PGR en la brutal agresión contra los estudiantes. El régimen optó, en cambio, por realizar un encubrimiento de Estado en el que dejó plasmados, acaso sin quererlo, sus deseos más impresentables.

El problema es que el encubrimiento genera responsabilidades adicionales a las que se buscó eludir y que las fantasías evasivas engordan los conflictos en lugar de resolverlos. A casi un año de cometida la atrocidad se ha evaporado la ensoñación siniestra que el régimen quiso compartir con el resto de la sociedad –y que desde un principio fue rechazada por sentido común y por decencia, pero también por un reflejo básico de salud mental– y los hechos vuelven, con la terquedad que los caracteriza, a ocupar su sitio: aquello fue un crimen de Estado, el peñato sigue sin explicarlo, los autores intelectuales continúan impunes y aún no nos han dicho dónde están los 43 que nos faltan.



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