Trascendental

Si conocieses el don de Dios

2016-04-26

Este fin sobrenatural dado por Dios a aquellos que Él creó como

Por la Hna. Nágela Shayenne da Silva Pinheiro, EP


Cierta vez, el gran pintor y escultor Miguel Ángel esculpió una estatua que representaba a Moisés. La imagen era de tamaño y espesura natural y la mirada, idéntica a la del modelo. Tan real parecía que, al contemplarla, no se contuvo y gritó: "Parla! Perché non parli?" (¡Habla! ¿Por qué no hablas?) Él fue capaz de hacer una escultura perfecta, pero en ella no consiguió inyectar la vida. [1]

Valiéndonos de la metáfora arriba, podríamos decir que todo hombre, al nacer, es una estatua de Dios, pues no pasa de mera criatura dotada de vida racional. Entretanto, "Dios, por su infinita bondad, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, esto es, a participar de los bienes divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana, pues, en verdad, ‘ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre probó lo que Dios preparó para los que lo aman." (1 Cor 2, 9) (Dz 1789).

Este fin sobrenatural dado por Dios a aquellos que Él creó como "su imagen y semejanza" (Gn 1, 26) es la participación del hombre en su vida divina.

Infinitamente superior a este escultor, es Dios que desea comunicar su propia vida a los hombres, creados libremente por Él, para hacerlos, en su Hijo único, hijos adoptivos (cf. CCE 54).

Pero, infelizmente el hombre no permaneció fiel a las exigencias impuestas por su elevación gratuita al orden sobrenatural. Nuestro primer padre, Adán, constituido "en santidad y justicia" (Dz 788), poseía la ciencia infusa y el don de integridad, por el cual ningún sufrimiento lo afectaría y pasaría de esta vida a la eternidad sin pasar por la muerte. Además, tenía en altísimo grado las virtudes y los dones del Espíritu Santo.

Con todo, el varón predilecto recibió de Eva el fruto prohibido y lo comió. Estaba consumado el pecado original. En el mismo instante, fue él despojado de todos los privilegios paradisíacos y se abrió una era de pobreza, de cautiverio, de ceguera y de opresión para todos sus descendientes. Se cerraron las puertas del Cielo para la humanidad, restando apenas dos destinos: limbo o infierno. [2]

Entretanto, siglos después:

Dios envió a su ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen casada con un hombre que se llamaba José, de la casa de David y el nombre de la virgen era María. El Ángel le dijo: "Es que concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás el nombre de Jesús". María preguntó al ángel: "¿Cómo se hará eso, pues yo no conozco hombre?" Le respondió el ángel: ‘El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te envolverá con su sombra. Por eso, el ente santo que nazca de ti será llamado Hijo de Dios. Entonces, dijo María: "He aquí la sierva del Señor. Hágase en mí según tu palabra' (Lc 1, 26-28.31.34-35.37)

En este mismo instante, el Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo, se encarnó en las purísimas entrañas de esta Virgen Santísima, sin dejar de ser verdadero Dios y verdadero hombre.

La divina justicia exigía una reparación; por eso, habiéndose encarnado, quiso Él asumir sobre Sí los crímenes y miserias de toda la humanidad. Se inició, de este modo, la redención del género humano. [3]

La Segunda Persona de la Santísima Trinidad vino a habitar entre nosotros (cf. Jo 1, 14) para que todos pudiesen tener vida, y no una vida meramente natural, sino la sobrenatural, la gracia. Dios quiso divinizarnos, conforme afirma Santo Tomás. [4]

Explica Monseñor João Clá Dias que eso se da no a la manera de un revoque en una pared, que no la modifica en su interior, sino como si alguien inyectase oro en los ladrillos, al punto de poderse decir "pared de oro". Esta figura, según el referido autor, es pobre para expresar lo que se pasa en un alma cuando le es infundida la vida divina. [5]

Y es a través de la institución de los Sacramentos hecha por el Divino Redentor que el hombre puede usufructuar los beneficios que Dios le reservó desde toda la eternidad.

Actualmente puestos en una crisis de decadencia moral y de costumbres, los cristianos desconocen los sacramentos - bautismo, crisma, eucaristía, penitencia, unción de los enfermos, orden y matrimonio -, juzgando muchas veces ser prácticas familiares, o hasta incluso supersticiosas, no comprendiendo los beneficios, las gracias que por medio de ellos son dispensadas y los auxilios que ellos proporcionan para los combates espirituales que todo bautizado traba a lo largo de su vida.

Se vive en un mundo ávido de paz exterior, pero que no orienta y dirige las almas para un pináculo de perfección que traería consigo la solución de muchos problemas.



KC
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