Cultura

Bob Dylan, ¿el primer nobel del futuro?

2016-10-13

Sorprende que el primer caso sea el de un cantautor, porque puede interpretarse como apertura o...

Por Jorge Carrión

Bob Dylan ha ganado el Premio Nobel de Literatura: por primera vez en la historia la gran beneficiada no será la industria editorial sino la discográfica. Las letras de sus canciones han sido recopiladas en algunos volúmenes, pero hay más libros suyos como artista plástico que como autor/escritor/juntapalabras. Esas paradojas y desplazamientos invitan a reflexionar sobre el premio y sobre la literatura a estas alturas del siglo XXI. Digamos: el Nobel de Literatura a Dylan como grieta en un sistema, ¿como síntoma de una transformación?

Como recuerda Kjell Espmark, presidente del Comité Nobel de 1988 a 2005, en su imprescindible El premio Nobel de Literatura: Cien años con la misión (Nórdica), los estatutos remarcan que por “literatura” se entienden “no sólo trabajos puramente literarios sino también otros escritos que por la forma de presentarse posean valor literario”. Alfred Nobel probablemente pensara en el ensayo, pero después de Beckett y Darío Fo (quien por cierto murió ayer), que dilataron lo que entendemos por “teatro”; o de Svetlana Alexiévich, que nutre su literatura de periodismo e historia oral; era cuestión de tiempo que se lo dieran a alguien que no fuera estrictamente un “escritor literario”.

Sorprende que el primer caso sea el de un cantautor, porque puede interpretarse como apertura o como retroceso (hacia los rapsodas y trovadores). Pero eso abre el camino hacia el reconocimiento del aporte a la tradición literaria de escritores/guionistas/juntapalabras que la entienden como excelencia y complejidad. Escritores que no se dedican a la poesía-en-papel o a la novela-en-libro, los dos géneros más valorados por la Academia Sueca, sino al guión-en-palabra-e-imágenes televisivo, cinematográfico, videolúdico o de historieta. Si se me permite la bolañada: Alan Moore ganará el premio Nobel de Literatura en 2018 (nadie más ha escrito tantas obras maestras del cómic; Aaron Sorkin lo ganará en 2031 (su maestría absoluta ha quedado clara tanto en series como en películas); y Hideo Kojima en 2040 (para entonces, el “diseñador de videojuegos y proyectos transmedia” también entrará en la categoría de “autor de literatura expandida”) .

Cuando Alice Munro ganó el premio, muchos diarios de todo el mundo se refirieron a ella como “la Chéjov canadiense”. Pero Chéjov no lo ganó. Ni Tolstói, Ibsen, Proust, Kafka, Joyce, Celan o Borges. En la nómina sí figuran, en cambio, nombres y apellidos como los de Sully Prudhomme, Rudolf Eucken, José Echegaray o Grazia Deledda, a quienes no lee nadie. El gran canon de la literatura de la primera mitad del siglo XX se construyó en las orillas del premio Nobel. Durante sus primeras veintidós ediciones no destacó a nadie que hoy sea relevante. A partir de Yeats en 1923, Thomas Mann en 1929 y Pirandello en 1934, el ritmo se fue estabilizando en un autor realmente importante cada cuatro o cinco años. Hasta que a partir de los años 50 sí que empiezan a acertar casi siempre. Si es que en literatura se puede acertar. Si es que la literatura no es siempre perfeccionamiento del fracaso.

Quién sabe si a principios del XXII ya habremos asumido que la escritura de gran ambición narrativa es siempre literaria, que la novela en nuestros días se dilató para acoger también el cómic (la novela gráfica), las series y todos los proyectos que, de manera consciente o inconsciente, tienen la estructura narrativa y la voluntad de trascendencia que durante milenios fue patrimonio exclusivo de la literatura. A los lectores de ese futuro, quién sabe, tal vez les parecerán ridículos algunos de los premios a “escritores literarios” de estos años.

Pese a todo, confiamos en el premio Nobel. Creemos en él como en una superstición. O como en un espectáculo. Un espectáculo global que, generado por un agente cultural que nadie esperaba, ha modernizado la dramaturgia de la Academia Sueca. En los últimos años las casas de apuestas han entrado en juego, expandiendo el tiempo del premio como sucesión de noticias. Lo cierto es que las apuestas, al traducirse en serie mediática, favorecen a la literatura de calidad. En una época en que los autores de best-sellers disfrutan de publicidad continuada a causa de las adaptaciones audiovisuales de sus obras o por la mera cifra de sus ventas, algunos de los escritores más importantes de hoy reciben una atención increíble gracias a las fluctuaciones de su presunta rentabilidad. De no ser por ellas, muchísima menos gente sabría que existen el escritor keniano Ngugi wa Thiong’o o el dramaturgo sueco Jon Fosse. Sería interesante saber las cifras de ventas de las extraordinarias novelas de Philip Roth durante las semanas en que está en todas las cábalas.

En un mundo literario global donde nadie puede aspirar a una lectura completa, de conjunto, de ningún fenómeno cultural políglota, las casas de apuestas se han convertido en una extraña forma de inteligencia colectiva, de radar internacional, que visualiza aquello que las convenciones del premio no son capaces de hacer visible. Porque los premios creados más recientemente ponen en escena una estructura dramática: anuncian a los finalistas, concitan la atención, crean un suspenso en forma de cuenta atrás (con los candidatos como concursantes de Gran Hermano) y nos sacuden con una traca final, en que una cara se impone al resto de caras ya conocidas. Como el Nobel no crea toda esa tensión a través de finalistas, las apuestas lo hacen en su lugar.

Si entras en Amazon, los libros están junto a la ropa de mujer, las tabletas, los pañales o las bicicletas. Si entras en Ladbrokes, puedes apostar tanto por partidos de fútbol o carreras de caballos como por el próximo papa, el próximo actor que interpretará a James Bond o el premio Nobel de Literatura. En la lógica de Google y del trending topic no hay jerarquías culturales. Pero los que nos dedicamos a leer y a escribir tenemos suerte de que en esas nuevas plataformas la literatura siga teniendo su espacio reservado. Y que los medios lo amplifiquen, aunque sea durante unas pocas semanas al año.

Antes de terminar de escribir este artículo leo la lista completa de escritores por los que alguien ha apostado algunos dólares. Me extraña que no se encuentre entre ellos quien para mí es el mejor novelista en activo, David Grossman, autor de tres obras maestras: Véase: amor, El libro de la gramática interna y La vida entera. Hágase el favor: léalas. Esas lecturas no le harán ganar dinero, pero son apuestas seguras.



JMRS