Una Luz en Mi Ventana

Vía Crucis

2017-04-14

Ya te vemos.  ¡Dios mío!, no te reconozco tan desfigurado, lleno de costras, de sangre...

Guadalupe García

En el camino que va de Jerusalén al Gólgota, un tubo estrecho de 600m, flanqueado por soldados a ambos lados y abarrotado de gente armando jaleo, están tu madre y Juan, y yo los acompaño.  Soy tu seguidora más joven y creo que por eso María me tiene tanto cariño.  Para meterse conmigo tus discípulos me llaman “Juanita”, porque Juan es el más joven de los doce.  Pero él es mayor que yo y a mí me da vergüenza cuando le veo, aunque a él no.

Precisamente fue él quien nos avisó a María Magdalena y a mí cuando te detuvieron y los 3 corrimos junto a tu madre para acompañarla.

Olvidándome de la buena educación y del respeto debido a las personas mayores que yo, cuando fueron llegando tus discípulos me encaré con ellos porque no te habían defendido.  Estaban asustados y avergonzados y alguno hasta lloró.

Fuimos al lugar donde te custodiaban pero no nos dejaron entrar, ni siquiera cuando Magdalena dijo a los soldados que aquella mujer era tu madre.  ¡No sabes cómo sufrió todo el tiempo! Pero se mantuvo firme y serena.

Te sacaron fuera.  Te habían castigado con la flagelación y se burlaban de ti disfrazándote de rey con un manto rojo viejo y una corona hecha con espinos, clavada a tu cabeza.  Cuando te vi creí que me moría de pena.  No te reconocía, todo lleno de sangre, de heridas, con la cara hinchada y el pelo pegajoso.  ¡Qué estaría sintiendo tu madre!  

Muchos de los allí congregados celebraron esta visión y gritaban que te crucificaran. ¡No podía creérmelo!  ¡Pero si allí reconocí a unos cuantos que comieron conmigo de esos panes que multiplicaste!  Empecé a gritar yo también que te liberasen pero no se me oía y los otros nos empujaban para que nos fuéramos, pero nos quedamos.  Llorábamos inconsolables.  Te llevaron dentro otra vez.  Yo estaba al lado de tu madre, que no hablaba.  Estaba rota por dentro.  Todos lo estábamos.

A los condenados a la crucifixión los ejecutan en el Gólgota así que nos dirigimos allí.  ¡Y tu madre oyendo las burlas y las risas de la gente, sin poder estar contigo!  ¿Pero es que están todos locos o qué?  ¡Y los cobardes de tus amigos!  Sólo Juan está con ella.  

Veo venir a Nicodemo y a José de Arimatea.  Saludan a tu madre y la rodean, como si quisieran protegerla de los apretujones del gentío alborotado.  Voy detrás de ellos, junto a Juan y María de Magdala.  Nos miramos sin poder hablar y cada uno ve que el otro llora.  Hay tanta gente que no podemos avanzar más.  

Ya te vemos.  ¡Dios mío!, no te reconozco tan desfigurado, lleno de costras, de sangre y de babas.  Tienes los ojos hinchados por los golpes y casi no los puedes abrir, los labios partidos...  Tu aspecto es repugnante, ¡con lo hermosas que eran tu mirada y tu sonrisa!  

Ya estamos muy cerca de ti.  ¡Nos has visto!  ¡María, nos ha visto, mírale, mírale!  ¡Te ha reconocido!  

Te paras ante ella, la miras y ella a ti.  Sobran las palabras que por otro lado no podéis articular.  

En este despojo humano ella ve a su niño, a su hijo querido que llora de dolor y de miedo.  Intenta tocarte pero los soldados romanos cruzan sus lanzas entre vosotros para impedirle el paso y evitar  más alboroto.  Ahora ella también llora pero te mira y te dice “estoy aquí, estoy aquí”.

Otros soldados que venían detrás te empujan para que sigas andando y tú pierdes el equilibrio y te caes, golpeándote la cara contra las piedras.  El peso de la cruz te aplasta. Estás tan mal que ni siquiera gritas, sientes que el pecho te va a estallar y sólo esperas poder llegar a la cima.

Ya no puedo más, me da igual todo: doy unos cuantos codazos y me cuelo entre los soldados hasta llegar a tu lado.  Me arrodillo junto a ti y te oigo gemir y jadear casi sin aliento. ¡No hay por dónde cogerte!  Se me parte el corazón y trato de tocarte pero no lo consigo porque esos bestias me han levantado en volandas para separarme de ti y me han dejado ahí tirada, a un lado del camino.  

¡Yo quería ayudarte pero no me han dejado! Y ni siquiera puedo llorar, tanto me ha impactado verte así...  Tampoco puedo pronunciar tu nombre porque no me sale la voz.  ¿Qué me pasa?  No puedo respirar.  Estoy rota, me abandonan las fuerzas y me rodea la oscuridad.

Siento unas manos que me levantan y un paño húmedo sobre mi cara.  Una voz familiar tira de mí desde lejos...  Yo conozco esos ojos...   Es tu madre que me está hablando.  No entiendo lo que dice pero su voz me alivia y voy dejando salir toda mi pena y mi angustia.  Estoy temblando, me sacuden los sollozos y puedo oír mis propios gemidos de dolor.  Ella no se aparta de mí sino que sigue hablándome dulcemente hasta que se me pasa del todo.  Entonces me estrecha contra su pecho con ternura, levanta mi cara hacia ella, limpia mis lágrimas y me besa en la frente.  Está sonriéndome, en medio de todo ese horror me sonríe...  Lo que siento ahora mismo es demasiado grande para explicarlo.

Alguien dice que si no nos vamos ya no llegaremos al Gólgota antes de la ejecución.  Miro a mi alrededor y veo que queda muy poca gente que mira a María con pena porque se han enterado de que es tu madre, pero nadie se atreve a decirle nada. Sólo Juan la toma suavemente del brazo y la levanta para seguir nuestro camino.  Nuestro propio camino al Calvario.

Quiero levantarme pero sigo temblando.  Veo que tengo las ropas y las manos manchadas de sangre.  ¡Ya me acuerdo, es tu sangre, por eso María me limpiaba la cara!  

De nuevo me falta el aire y el suelo se hunde bajo mis pies.  Unos brazos fuertes me levantan.  Cierro los ojos.  Lo último que oigo es la voz de María diciéndole a Nicodemo (él me sostiene) que me lleve a casa de la madre de Marcos y que la esperemos allí.  

Quiero protestar pero no me sale la voz.  Abro pesadamente los ojos y veo a tu madre, al discípulo a quien tanto amas y a María de Magdala que siguen subiendo para acompañarte en el momento de tu muerte.

¡Mi Jesús, mi amado Jesús! ¡Si no fuera tan débil también yo os acompañaría! ¡Quiero estar contigo!  ¡Mi corazón está contigo!



JMRS

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