¡Basta ya!

¡Qué silencio tan escandaloso!

2017-07-30

Ha sido el de Venezuela, el proceso de deterioro democrático más ventilado...

Laura Chinchilla, El País

Me correspondió ingresar a Ruanda tiempo después del genocidio que tuvo lugar en 1994 con un grupo de expertos de las Naciones Unidas para colaborar en las tareas de reconstrucción institucional del país. Aunque para entonces las heridas empezaban a cicatrizar, su gente no estaba dispuesto a olvidar. Así lo testimoniaban diversos espacios en todo el territorio, en los que se apilaban en un orden macabro cientos de miles de huesos humanos de las víctimas, en espera de sepultura.

El mundo observó horrorizado en las pantallas de televisión, las imágenes diarias de un sangriento conflicto que produjo en tan sólo cinco meses más 800,000 asesinatos, 2,7 millones de refugiados, un millón de desplazados; todo esto en un país de tan sólo 6,5 millones de habitantes, en ese entonces. La pregunta que esa misma opinión pública se hizo y que sigue sin responderse, es por qué la comunidad internacional a través de sus instituciones y con la voluntad de los gobiernos que las conforman, no hicieron nada para evitar o frenar la barbarie que ahí aconteció.

En el caso de Ruanda, al igual que otros conflictos recientes como el de Srebrenica en Bosnia o el de Siria, la responsabilidad recayó en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, una instancia que como dice Paul Kennedy nos recuerda que “unos países son más iguales que otros” y en donde el poder de veto se interpone una y otra vez impidiendo su eficaz y oportuna intervención. Sin embargo, si dejamos a un lado estos escenarios extremos y nos concentramos en otras situaciones del escenario global en que las crisis se van gestando a la luz del día, sin mayor sonrojo, de manera metódica y gradual, resulta injustificable la oportuna gestión internacional para prevenir su escalamiento al punto de la violencia y la conflagración. Este es el caso de Venezuela.

A partir del sonoro triunfo de los partidos de oposición agrupados en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) en las elecciones de diciembre del 2015 que les permitió tomar control de la Asamblea Nacional, Nicolás Maduro echó a andar un esfuerzo sistemático por restarle facultades a la nueva Asamblea; todo ello con la complicidad del Tribunal Supremo de Justicia cuyos integrantes fueron nombrados poco antes de la asunción de los nuevos congresistas, fuera del período legislativo, e incumpliendo lo establecido por la constitución. Desde entonces, hemos acudido a un deterioro en serie de las instituciones que ha conducido a la alteración del orden constitucional y democrático del país, tal y como lo documentó de manera temprana, sólida y detalla, el informe del Secretario General de la OEA, Luis Almagro, en mayo del 2016.

Al mismo tiempo y con la complicidad del Consejo Nacional Electoral igualmente cooptado por el gobierno, Maduro fue cerrando a lo largo del 2016 todas las salidas democráticas a la cada vez más crítica situación política del país: se impidió la realización de un referéndum revocatorio y se desconoció el calendario electoral previsto en la Constitución. Como era de esperarse, el continuo cercenamiento de los espacios democráticos, aunado a la mayor debacle económica que ha padecido el país y a las graves consecuencias sociales que se expresan en miseria, hambre y enfermedad, generó una creciente protesta social a la que el régimen de Maduro sólo ha sabido responder con represión y violencia. Hoy Venezuela se sostiene por la voluntad de las Fuerzas Armadas, premiadas con el control otorgado sobre los canales de distribución de los productos de necesidad básica, y con la impunidad frente a la participación de algunos de sus cuadros en la narcoactividad que ha tomado a Venezuela.

Sobre todas las acciones que condujeron al rompimiento del orden democrático y a la violación de derechos humanos, dio cuenta detallada la prensa internacional y las más que globalizadas redes sociales a las cuales se aferran, con fe inquebrantable, los venezolanos en la esperanza de ser escuchados en sus luchas y sus plegarias. En cada ocasión que se invadió una nueva potestad legislativa, en que se acalló una voz más de un periodista, en se encarceló a otro disidente político, en que falleció un joven aún más joven, el Secretario Almagro levantó su voz, e instituciones como Freedom House, Human Rights Watch, IDEA y otras emitieron firmes condenas. El tema se conoció en el seno del Consejo Permanente y de la Asamblea General de la OEA, en el Mercosur, en el Parlamento Europeo y en varias instancias más.

Ha sido el de Venezuela, el proceso de deterioro democrático más ventilado internacionalmente que recuerda la historia. El que con más impudicia y de la manera más flagrante ha buscado consolidar una dictadura. Pese a ello, a pocas horas de la consumación final del golpe mortal a la democracia mediante la elección de una Asamblea Constituyente, corporativa e inconstitucional, el mundo permanece impávido. A pesar de la admirable actuación del Secretario Almagro, y de las manifestaciones de repudio provenientes de varias naciones, ni el Mercosur, ni la OEA, mucho menos la ONU, lograron adoptar acciones colectivas dirigidas a impedir la tragedia.

En mis visitas a Venezuela, antes de ser declarada non grata por parte del régimen, el mensaje más frecuente que recibí de parte de venezolanos de todas las edades y procedencias, fue el de “no nos dejen solos”.

Es cierto que Venezuela no llega a ser Ruanda, Bosnia o Siria, pero nada garantiza que no lo será en el futuro. La culpa no será de sus valientes ciudadanos que a pesar de los martirios que hoy padecen no han dejado de luchar con una admirable fidelidad a los mecanismos institucionales con una conmovedora esperanza de una salida democrática a la crisis. La culpa recaerá sobre todos aquellos gobiernos que habiendo tenido la oportunidad de hacer valer los mecanismos del derecho internacional, como la Carta Democrática de la OEA, se negaron a hacerlo. La historia registrará a quienes callaron y su sumaron su silencio cómplice al más escandaloso silencio que se recuerde sobre la aniquilación de la democracia en un país de nuestro hemisferio en la historia reciente.



JMRS