Disparates y Desfiguros

Caótica Casa Blanca 

2017-08-02

A estas alturas, Trump debería estar descubriendo ya la gran diferencia entre administrar...

Editorial, El País


Aunque Donald Trump está empeñado en proyectar la imagen de un presidente que controla todos los detalles, lo cierto es que la cascada de acontecimientos que afecta a sus colaboradores más cercanos le acercan a la apócrifa visión de Nerón tocando la lira mientras Roma arde. De nada sirven sus afirmaciones —obviamente, vía Twitter— de que “no hay caos en la Casa Blanca” cuando los hechos en el edificio situado en la avenida de Pensilvania lo desmienten prácticamente a diario. Y el que el puesto político más influyente del planeta parezca estar al pairo en cuestiones organizativas es una muy mala noticia para Estados Unidos y para todo el mundo.

La destitución del director de Comunicación Anthony Scaramucci a los 10 días de su nombramiento es una de las últimas guindas de un pastel cada vez más indigesto que comenzó a cocinarse en la transición presidencial más caótica y menos profesional que se recuerda. Admirado y alabado por Trump, Scaramucci —un analista financiero— sustituía a Mike Dubke, que asumió el cargo en febrero y presentó la dimisión en mayo. Dubke también tenía su particular concepto de libertad de expresión y, por ejemplo, prohibió que las televisiones grabaran las ruedas de prensa en la Casa Blanca. El nuevo director de Comunicación logró a las pocas horas de su nombramiento que el presidente despidiera a una de las piezas clave de su Gobierno, el jefe de Gabinete Reince Preibus. El destituido se marchó además con los graves insultos que Scaramucci se encargó de colgarle en público ante el personal de la Casa Blanca. Trump nombró en el puesto de Preibus a un general con fama de duro: John Kelly. ¿Su primera medida? Echar a Scaramucci. Van a hacer falta algo más que unos tuits nocturnos para que Trump convenza al resto del mundo de que tiene su propia casa bajo control.

Lo sucedido en unos pocos días en la Casa Blanca es extrapolable al resto de la Administración de Trump. Multitud de puestos de segunda fila, sin gran relumbrón pero indispensables para que funcione la maquinaria presidencial, se encuentran sin cubrir. Lo mismo puede decirse de numerosas Embajadas de países aliados, entre ellas Madrid, para las que no hay siquiera visos de ser cubiertas en un plazo razonable.

A estas alturas, Trump debería estar descubriendo ya la gran diferencia entre administrar una empresa privada y una gran superpotencia. Pero, mientras el resto del mundo le demanda más profesionalidad, él sigue empeñado en atribuir sus errores —y en ocasiones su incompetencia— a toda clase de enemigos interiores y exteriores, entre los que destacan los medios de comunicación. Una famosa frase de las campañas electorales estadounidenses pregunta a los votantes en qué candidato confiaría más si el teléfono de la Casa Blanca sonase de madrugada y hubiera que tomar una decisión trascendental para el país. A la vista de lo que está sucediendo, lo que muchos estadounidenses —y ciudadanos del resto del mundo— se preguntan cada vez más a menudo es si de verdad hay alguien en la Casa Blanca capaz de responder el teléfono a esas horas de la noche.



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