Editorial

Cuando duele México

2017-09-19

Dice Juan Villoro que los mexicanos llevamos un sismógrafo bajo la piel y además, con...

Jorge F. Hernández, El País

Madrid 19 SEP 2017 De lejos, las desgracias pesan más o por lo menos, de otra manera: no es la inmediatez de los gritos ni el mareo oscilante que convierte a los minutos en siglos; es la lejanía dolorosa, la imposibilidad de abrazar y el eco de los llantos. El agua del azar dictó que en el aniversario del gran terremoto del 85 la Ciudad de México amaneciera con un simulacro que quizá resultó más que premonitorio, precautorio y quizá preparó los reflejos ante la nueva tragedia. De hecho, quizá los sismos de la semana pasada fueron aviso de lo provenir y metáfora de las desgracias a sumarse hoy mismo: allí donde ayer se alcanzó la imperdonable cifra (más que número, vida) de la víctima número cien mil en la enloquecida pesadilla de la narcoviolencia, hoy se van sumando los edificios caídos, los muertos con sus nombres y apellidos, las calles del cascajo, los círculos concéntricos de un horror que parece haberse tallado en piedra hace siglos.

El azote impredecible de los terremotos, la ferocidad real de los huracanes, la punzada de la tragedia no se percibe de veras hasta que hinca su dolor en la piel y contrasta con la inexplicable sincronía de las fechas que coinciden, pero es precisamente por la memoria viva de los muertos que quienes sobrevivieron en solidaridad imbatible los sismos de 1985 recuerdan hoy intacta una renovada versión del valor, de la cooperación instantánea más allá de los uniformes y de los cascos, de las ansias ordenadas o más o menos ordenadas por no estorbar y al mismo tiempo ayudar, por eludir tanta falsa noticia que intenta inflar la tragedia o insuflarle sentidos que nada tienen que ver lo que realmente duele: los heridos y los muertos, los que aún están enterrados en escombros y la angustia intraducible de los niños y los ancianos.

Dice Juan Villoro que los mexicanos llevamos un sismógrafo bajo la piel y además, con la lucidez acostumbrada, que los sismos son los verdaderos jueces de la honestidad o desfachatez de los ingenieros y arquitectos. En tragedias como la de hoy se miden los abusos y mentiras de quienes han apuntalado estructuras que se derrumban a la primera sacudida, pero también la oleada de millones de mexicanos que alzan la mejor cara de México, la honesta transpiración sin horarios que echa la mano sin fijarse en apellido o color de piel, el alivio incansable para quien llora o tiene sed, la serena mirada vidriosa que contagia a todos para seguir adelante y crecerse mucho más allá de los discursos y corbatas.



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