Salud

El cáncer, en primera persona

2017-11-12

Que el cáncer sea una enfermedad de los genes -una alteración en el ADN celular- no...

Anatxu Zabalbeascoa, El País

SI TUVIERAS CÁNCER, ¿preferirías saberlo?”. En el colegio dábamos por sentado que esa palabra innombrable era una sentencia de muerte. El doctor Francisco Lobo Samper recuerda esa época junto al fundador de la oncología médica en España, Jesús Vicente. Corría 1979. “Fuimos el primer país de Europa que dejó de tratar el cáncer  como parte de la medicina interna”. El doctor Vicente atrajo a Lobo a la Fundación Jiménez Díaz de Madrid. Treinta y ocho años después, es jefe del servicio.

En aquella consulta pionera, los familiares hacían lo mismo que las niñas del colegio: aspavientos tras los enfermos para que no les revelaran la gravedad de su dolencia. Hoy es casi impensable que un enfermo no conozca su diagnóstico. Aunque en el mundo se detectan anualmente más de 14 millones de casos y son muchos los oncólogos que hablan de plaga, no todas las metástasis equivalen a una calle sin salida. Es el tipo de tumor y el estadio en el que se encuentre —la extensión— lo que define las expectativas de vida. El cáncer son muchas enfermedades distintas. Algunas pueden curarse en etapas avanzadas. Otras no. Lobo ha visto multiplicarse esa esperanza desde que terminó Medicina “con una idea de los tumores muy poco diferente a la que podía tener un hombre de la calle”. “Nos formábamos con revistas. No había ni libros”.

La primera vez que un médico —el cirujano Mariano Díaz Miguel— me habló de un carcinoma in situ, que en algunos países se considera precáncer, no conseguí responder. Solo oía la palabra cáncer. No sabía nada de tipos ni de plazos, pero lo supe todo del terror. Tenía 47 años. Había acudido a una revisión rutinaria y no podía dejar de llorar. Tras una cirugía con conservación de casi todo el seno y radioterapia, en cuatro meses lo dejé atrás. La segunda vez que me diagnosticaron cáncer no he necesitado oírselo al cirujano. Su cara delataba que la biopsia no había salido bien. Estaba infiltrado. Además de cirugía y radio, iba a necesitar quimioterapia. No lloré. No es que en tres años me haya vuelto valiente, es que he aprendido algo sobre esta epidemia que, en muchos casos, se ha convertido en una enfermedad crónica con la que urge saber convivir.

Cada año se detectan en el mundo 14 millones de casos. Muchos oncólogos hablan de “plaga”

Díaz Miguel dijo que había tenido suerte: “Desde hace una década, para tu tipo de cáncer agresivo (oncogén HER2) existe un anticuerpo (trastuzumab) que funciona como el antibiótico para las bacterias”. Que lo que te va a alargar la vida exista desde hace menos de una década te pone la piel de gallina. También te llena de gratitud.

El camino de promesas y peligros que conduce hacia una cura del cáncer está sembrado de muertos. Y no son solo pacientes. En 1896, un año después de que Wilhelm Röntgen descubriera en Wurzburgo los rayos X, Emil Grubbe comenzó a usarlos contra el cáncer en Chicago. Tenía 21 años. Se pagaba los estudios trabajando en una fábrica de tubos de vacío para rayos X. Razonó que si a los obreros se les caía la piel, esa muerte celular funcionaría en los tumores. “Para cuando tenía 60 años, le habían amputado uno por uno los dedos de las manos”, escribe el oncólogo Siddhartha Mukherjee en El emperador de todos los males (Debate), la biografía del cáncer que ganó el Premio Pulitzer en 2011. Lo que los pioneros de la oncología radioterápica dejaron claro fue que los remedios contra el cáncer podían sanar o matar. Con frecuencia, las dos cosas a la vez. Combinar veneno y cura define también la naturaleza de la quimioterapia, descubierta por azar en 1943 cuando la Luftwaffe bombardeó un carguero de Estados Unidos que llevaba bombas experimentales de gas mostaza en el puerto de Bari. La explosión dejó sin glóbulos blancos a los marineros y encendió la luz sobre cómo atacar los glóbulos malignos. Cuánto arriesgar para curar es lo que médicos y científicos llevan siglos debatiendo.

El oncogén HER2 de mi tumor no está solo en la carrera de la investigación. Desde hace poco, un tipo de leucemia, que hace 20 años era una sentencia de muerte, se trata con pastillas. El imatinib la ha domado. Conocer el nombre y apellido de los oncogenes permite que los tratamientos sean más precisos, menos tóxicos, multiplica la esperanza de vida y evidencia la complejidad de esta escurridiza enfermedad que se sirve del propio sistema inmunitario para propagarse. El mismo proceso por el que nuestro cuerpo repara lesiones se pervierte en beneficio de las células cancerosas, que lo explotan para su reproducción. Por eso cuesta tanto curarlo.

Que el cáncer sea una enfermedad de los genes —una alteración en el ADN celular— no quiere decir que sea hereditario. Menos de un 10% lo es. En esos casos, urge aumentar las revisiones, optar por cirugía preventiva y avisar a los descendientes. Le sucedió a la actriz Angelina Jolie y eligió una mastectomía doble. Del resto, un 80% tiene que ver con condicionantes ambientales: la dieta, el tabaco, las infecciones o la exposición a tóxicos. Por eso cada vez más médicos y pacientes se preguntan qué pueden hacer para evitarlo.

El padre de la patología moderna, Rudolf Virchow, comprobó en el siglo XIX que uno de cada seis casos provenía de una inflamación crónica. También el psiquiatra francés David Servan-Schreiber estableció esa relación cuando, con 33 años, descubrió su propio tumor cerebral mientras investigaba en la Universidad de Pittsburgh. Dedujo que, como los principales cánceres que afligen a Occidente —mama, próstata o colon— se dan hasta 70 veces más aquí que en Asia, debía existir una relación entre cáncer y estilo de vida. Y reunió ensayos científicos que demuestran que sin inflamación, los vasos sanguíneos no alimentan a los tumores. Por eso su dieta desaconseja lo que la fomenta —el azúcar o los alimentos procesados— y aconseja setas o avellanas, que la reducen. “El tumor canceroso no puede crecer si no consigue desviar sangre para su propio uso”.

El bioquímico Richard Béliveau, que dirige en Montreal uno de los mayores laboratorios especializados en biología del cáncer y ha trabajado con las principales empresas farmacéuticas, apoya esta tesis. “Si me pidieran que diseñara una dieta que favoreciese al máximo el desarrollo del cáncer, no podría encontrar una mejor que nuestra alimentación actual”, ha asegurado. En cambio, manuales clásicos de medicina como el Cecil-Loeb no dedican un solo párrafo a la relación entre nutrición y cáncer. Tal vez por eso, los libros de Servan-Schreiber —que terminaría muriendo en 2011 de un segundo tumor (dato que no aparece en las reedi­ciones)—, son hoy best sellers mundiales que muchos enfermos nos pasamos de mano en mano. John Mendelsohn, presidente del famoso Anderson Cancer Center de Houston, el mayor en investigación y tratamiento, describió uno de ellos, Anticáncer, una nueva forma de vida (Espasa), como “los conocimientos necesarios para la prevención del cáncer basados en la evidencia”. Servan explica en él cómo el paciente puede contribuir a su curación completando el tratamiento médico tradicional. El año en que apareció, 2007, el World Cancer Research Fund informó sobre la prevención del 40% de los cánceres mediante sencillas modificaciones en la nutrición, la actividad física o el cuidado medioambiental. Si añadimos la relajación, tendremos una descripción de la medicina integrativa, un puente entre disciplinas que suscita dudas y pasiones entre pacientes y oncólogos.

Nunca sabré si lo que me cura es la quimio, la ‘radio’ o la operación. Se usa toda la artillería

Schopenhauer resumió que toda verdad atraviesa tres fases: el ridículo, el ataque y, finalmente, la aceptación. Desde que el egipcio Imhotep describiera en 2625 antes de Cristo una masa abultada para la que no había cura, o Hipócrates bautizara Karkinos al tumor rodeado de vasos sanguíneos que le recordaba a un cangrejo, los tratamientos contra el cáncer se han ensayado, corregido y reinventado. Con la quimio, la supervivencia en cánceres de mama en estadios avanzados ha aumentado entre 17 y 30 años, pero Mukherjee recuerda que la comunidad médica consideró intrusos a los quimioterapeutas en los años cincuenta. Por eso, este oncólogo de la Universidad de Columbia habla de redefinir la victoria: alargar la vida, no eliminar la muerte.

Dos semanas después de informarme, el doctor Díaz Miguel sale sonriente del quirófano. Le explica a mi marido que el ganglio centinela, el primero de la axila, está limpio. Es una buena señal para juzgar si el cáncer se ha extendido o no. Pero los oncólogos no dan nada por hecho. Lobo cuenta que con la primera señal hay que usar toda la artillería. Nunca sabré si lo que me cura es la quimio, la radio o la operación. Ni siquiera si la quimio, con todos sus devastadores efectos -el agotamiento o la pérdida de uñas y pestañas, la cara genérica, ese rostro borrado tan característico como inevitable- ha sido necesaria. Pero el cáncer sirve para desactivar prejuicios. Averiguamos que los plazos de espera oncológicos son los mismos para los pacientes de la Seguridad Social que para los de las mutuas privadas. Con este segundo tratamiento, abandonaré la del Colegio de Periodistas por los continuos trámites y los extras mensuales (más de 400 euros). Habla bien de un hospital que funcione con menos burocracia en el sistema público que en el privado. Esa duda acompaña siempre al paciente novato. ¿Hay hospitales mejores?

“Un tratamiento es un tren que solo pasa una vez”, subraya el doctor Lobo. “El pronóstico depende del primer médico que lo ve. Es como el despegue y el aterrizaje de un avión: no puede haber errores”. La mayor evolución que él ha vivido es la pérdida de protagonismo del oncólogo, hoy un elemento más dentro de un grupo que debe funcionar “con precisión de orquesta sinfónica pero sin jerarquía: para según qué piezas, el primer violín puede ser vital”. La clave está en la colaboración. Para eso existen comités interhospitalarios de tumores. “Un paciente no debería preguntarse si el hospital es grande o pequeño, sino cómo funciona su comité de tumores”, resume. Semanalmente se valoran hasta los casos más simples. Cuando describe las sesiones a las 7.30 y el constante envío de muestras a centros especializados del mundo, uno vislumbra una suerte de diplomacia paralela que colabora en lugar de competir para que la gente se cure.

El tumor de Yolanda Aznal voló a Estados Unidos para ser analizado. Tiene 40 años y entra en el hospital de día cargando polos Calippo “para evitar las llagas en la boca”. La acompaña su tía, que, con frecuencia, se emociona al vernos hablar. Un día dice que me recuerda del preoperatorio: “Yo era la que no paraba de llorar”. En la sala donde se dan los ciclos de quimio, la gente entra sigilosa. Muchos pacientes duermen vencidos por los calmantes. Conectada a un gotero de carboplatino con etopósido, Danae Castejón recibe el último ciclo de su cuarto tratamiento. Le dieron meses de vida cuando tenía 27 años. No encontraban de dónde arrancaba una metástasis que le había sembrado de tumores los ovarios. “Al final estaba en la vesícula”. Hoy, tres años después, y con las uñas pintadas de verde, agradece no haber conocido ese diagnóstico tan drástico que además resultó fallido.

El doctor Lobo habla de “verdad soportable”. “Somos claros, pero no puedes cerrar todas las puertas. Aunque no exista posibilidad de curación, explicamos lo que se puede hacer”. Lo que el enfermo puede hacer resultó ser mucho en el caso de Danae. Descubrir sus tumores le costó varias visitas a una médica de cabecera que los confundió con gases hasta que un TAC reveló el rosario de “bichitos”, como tantos pacientes los llaman. Cuenta que su ginecólogo salió llorando del quirófano: “No podían tocar el hígado porque un tumor rozaba el nervio. Tres semanas después el hígado estaba limpio”. ¿Qué había ocurrido?

Ella cree que una dieta con alimentos antiinflamatorios ayudó a la quimioterapia. Su hermana dio con el libro de la doctora Odile Fernández, Mis recetas anticáncer (Urano), y sumó verduras y cúrcuma al tratamiento tradicional. “Me costó dejar el azúcar”, recuerda. Se seca las lágrimas como quien se espanta una mosca, pero narra su historia con energía: “La doctora me repite que para ella soy importante. Y yo la creo, soy un caso raro y eso interesa a todo el mundo”.

La enfermedad consume anualmente en España en torno a 5,000 millones de euros

Cada vez más especialistas consideran que el enfermo puede y debe ayudar a su curación. Fernández, médico de familia, sostiene que el cáncer está “fomentado por el aumento del sedentarismo, el estrés y los pesticidas” —la Unión Europea es el principal productor de pesticidas del mundo, el 72% para consumo propio. La atrazina, que como el DDT terminó prohibiéndose, cambiaba el sexo de los peces a los ríos a los que llegaba—. Y cree que uno de cada tres casos “es prevenible con la alimentación”. Ella misma escribió su libro tras superar un cáncer de ovarios con metástasis en estadio IV, el más grave. “Lo habitual es morir en cinco años o pasar por varias quimios”, explica por teléfono. Una quimioterapia no solo destroza las células malignas, también destruye las sanas. Por eso cada cuerpo puede soportar un máximo dependiendo del estado de sus defensas. Fernández lleva siete años sin cáncer, convencida, como Danae, de que su enfermedad ha evolucionado mejor gracias a la medicina integrativa: “Alimentarse bien es cuidarse tres veces al día”.

“Los casos sorprendentes también se dan en gente que no hace dietas”, advierte la doctora Escarlata López, jefa del servicio de oncología radioterápica en la Fundación Jiménez Díaz. Reconoce que la cultura médica acepta mejor las soluciones farmacéuticas que el poder curativo del ejercicio o la dieta. “Estamos ante un campo abonado para charlatanes y oportunistas, y por eso los médicos debemos atender ese frente demandado por pacientes y dejado de lado por la medicina tradicional”, insiste. El paciente oncológico ansía contribuir a su cura, pero el doctor Lobo advierte de uno de los grandes peligros del tratamiento del cáncer, la automedicación: “El 86% de los pacientes se automedican a escondidas. Creen que las vitaminas refuerzan sus defensas, pero cuando se está controlando el crecimiento celular, las vitaminas pueden falsear resultados”.

Yolanda a veces se hace coletas y es difícil darse cuenta de que lleva peluca. Danae la compró por correo —cuestan entre 300 y 1,800 euros—. Yo pensé que había llegado el momento de probar una melena lisa, como la de Cleopatra, pero hay que tener la mano adiestrada para retirarse continuamente el pelo de la cara. Los turbantes me emparentaban con la jequesa de Qatar, por eso al final utilicé pañuelos. Sentía que disfrazar las huellas del cáncer era contribuir a su oscurecimiento. Bastante tenía con sufrirlo como para tener que esconderlo. Tal vez me obsesioné. Pero puede que el cáncer sea más llevadero cuanto menos tenga uno que cambiar.

Tener una antigua relación con esta enfermedad está detrás de muchos de los que circulan por la planta de oncología. Alexander Ortiz, un barman peruano, superó un linfoma de Hodgkin y ahora informa sobre cursos, conferencias y seminarios en la Asociación Española contra el Cáncer (AECC). Para el doctor Lobo, curar a su madre fue una de las satisfacciones de su vida. “La mayor es sanar a un joven con mal pronóstico y que, pasados los años, llegue un día a la consulta con sus hijos”. También la doctora Escarlata López diagnosticó a su madre: “Se resistía diciendo que eran nervios”. En el departamento de oncología radioterápica, Amaia Ilundain eligió esta especialidad “porque llegas a casa sin dudar sobre lo que es y lo que no es importante”. Lobo advierte a sus alumnos de que para ser oncólogo es preciso tener una vida personal muy estable. Su hija lo es en el hospital Severo Ochoa. ¿Cómo le transmitió la vocación? “Le dije que eligiera cualquier especialidad menos esta”.

Lobo recuerda que el mítico manual Cecil-Loeb pregunta: ¿qué espera el paciente de su médico? “Lo primero que pensé fue: que lo sane. Pero resulta que no. Muchos pacientes no esperan que los cures, esperan que los escuches”. En su libro Talking and Writing, el arquitecto Norman Foster relata que no quiso tumbarse en el sillón reclinable y pidió silla y mesa para trabajar durante sus ciclos de quimio. “Son los enfermos los que están empujando hoy muchos de los cambios”, explica Odile Fernández. “En medicina, a veces pequeñas cosas —lavarse las manos o acariciar a los bebés en la UVI— han tenido grandes resultados”, recuerda la doctora López. El cuidado del cuerpo como medicina preventiva podría abaratar las curas de una enfermedad que consume anualmente en España unos 5,000 millones de euros, un 12% del presupuesto sanitario. Aunque es difícil determinar el coste medio de un tratamiento, solo el imatinib —comercializado aquí como Glivec—, para la leucemia, cuesta 30,000 euros por paciente y año. Cuando expira la patente, los genéricos se venden por un 10% de ese importe.

Que pacientes con linfoma de Hodgkin tengan una esperanza de vida del 80% en Europa y del 35% en EE UU no revela dónde está más avanzada la medicina. Explica quién puede pagarla. Sistemas sanitarios como el estadounidense tienen en cuenta las posibilidades de cura a la hora de aprobar un tratamiento. ¿Se abaratarán alguna vez? Hoy son las empresas farmacéuticas las que pagan la costosísima investigación. Y quieren rentabilizarla.

Cuando uno es oncólogo, “llega a casa sin dudar sobre lo que es y no es importante”

“Ya hay estudios que hablan de la reducción de costes que produciría la implantación de la medicina integrativa en la sanidad pública”, dice Odile Fernández. Uno queda agotado tras un ciclo de quimio, pero, oh, milagro, mejora si en lugar de tumbarse hace ejercicio. Lo que rompe el sedentarismo, activa el cuerpo y la mente. La doctora López defiende sumar al tratamiento tradicional la relajación, “que reduce la ansiedad y hace que uno necesite menos fármacos”. Cuando la probé me pareció una pérdida de tiempo. Una persona inteligente hubiera entendido con eso cuánto la necesitaba. Busqué vídeos en Google, pero solo probé los que duran 10 minutos. Hasta que mi marido me cogió del brazo cuando corría para cruzar con el semáforo en naranja. “Creo que lo que entienden por relajación no es exactamente esto”.

Carmen Gabarre no lleva ni peluca ni pañuelo. Hace ganchillo y tras conocer al trío de crónicos del colon, Manuel, Gregorio y Leandro —que nunca se tumba y recorre la sala empujando su gotero para saludar a otros enfermos—, exclama: “Qué ambientazo, los del martes están siempre llorando, voy a pedir que me cambien de día”. La quimio le está reduciendo el tumor antes de la operación. Los de pecho tienen mejor pronóstico dependiendo de a qué reaccionan. En otras partes del cuerpo, los tumores siguen siendo enigmas parecidos al que Hipócrates bautizó como cangrejo. Según la OMS, al año mueren de cáncer más de ocho millones de personas. “Cada vez hay más y cada vez se salvan más”, resume Encarni, la enfermera que espera a que Chen, una paciente china, le pase el móvil para comunicarse con ella a través de un intérprete al otro lado de la línea.

Durante tres meses, vengo aquí todos los miércoles. Y luego cada tres semanas para recibir anticuerpos. A pesar de que muchos pacientes prestamos atención a la dieta, en el hospital de día nos dan sándwiches y flanes industriales. “La gente se lo come mejor”, justifican las enfermeras. “Yo lo cojo para dárselo a los pobres”, dice una paciente mirando mi ensalada. Lina García — que acude a revisión tras superar un cáncer de mama metastásico— cree que durante la quimio sacas fuerzas de flaqueza, como si estuvieras en una carrera de obstáculos. “El problema llega luego, cuando te falla la memoria”. “A los autónomos parece que os sienta mejor la quimio. Tienes un aspecto estupendo”, dice mi dentista, que no me cobra la visita. Lina opina que tener buen aspecto acaba perjudicándonos. “No sé si esperan vernos llorar por las esquinas, pero si te pintas y sonríes, la gente deja de ver nuestros pequeños dramas”. Ella le pidió al cirujano que le quitara ambos pechos. “Estoy separada. Tengo un hijo pequeño y mis padres viven en Albacete. Tenía que acabar con el problema”. Uno aprende a conformarse. Pero también a no perder el tiempo. “Lo que no me aporta, lo aparto”, resume. El cáncer deja las cosas claras.

El doctor Díaz Miguel te opera el pecho como si fuera el suyo. De confiar en un médico arranca la cadena de especialistas en cuyas manos pones tu futuro. Los míos ni te abrazan ni dan mucha importancia a tus paranoias, pero entiendes a la primera lo que puedes o no debes hacer. Lobo vive pendiente de los análisis de sangre que te hacen a primera hora para comprobar si tienes defensas para soportar la quimioterapia. El día que termino me hacen dos tatuajes en el pecho para que una física calcule el área donde me van a radiar.

En el pasillo que conduce al acelerador que te radia hay una fotografía de una catarata retroiluminada, como de restaurante chino, que busca relajar al paciente. La tomó una enfermera durante su luna de miel. La radio no se ve. Pero puede tener consecuencias al cabo del tiempo, como un hipotiroidismo en pacientes de cáncer de mama. Constato que los aceleradores son cada vez más precisos: hace cuatro años, mi cáncer primario recibió 30 sesiones. Para tratar el tumor infiltrado, ha bastado con 16.

A pesar de esos avances y de que el cáncer sea hoy una enfermedad mayoritariamente crónica, mi oncólogo no es optimista: “No todos se curan, los tratamientos de vesícula o páncreas apenas han evolucionado”. Admite que los logros de la inmunoterapia eran inimaginables. Los tumores avanzados desarrollan frenos para que el sistema inmunitario no los destruya. Hoy se sabe cómo contrarrestar esos frenos. Los quitas y el sistema inmunitario ataca el tumor. El problema es el de siempre: la cantidad de mal que se puede soportar para conseguir el bien: “Al quitarlos, el sistema inmunitario provoca daños en el organismo”, explica Lobo. Por eso cree que la clave está en el diagnóstico precoz y en la prevención: “El cáncer primario de hígado tiene relación con la hepatitis B. Simplemente vacunar a la gente puede prevenir su desarrollo”.

Como les sucedía a las familias de Tolstói, las células normales son idénticamente normales, pero cada maligna elige su propio camino para serlo. Por eso no puede haber un modelo simplista en la prevención. “Son los cánceres que más aumentan, próstata y mama, los que reciben más atención de la industria farmacéutica”, explica López, recordando que son hormonodependientes: “Eso los relaciona con lo que comemos”.

El cáncer tiene un problema médico y otro social. Hay pacientes que requieren cuidados las 24 horas en familias que no pueden dejar el trabajo. También hay enfermos apartados del trato con el público porque “una mujer sin cejas no puede vender cosméticos”. Esta dolencia destroza algunas familias y crea otras. Entre los enfermos se da una intimidad instantánea, una especie de hermandad impensable entre desconocidos. Es una etapa difícil y lúcida a partes iguales, por eso una amiga habla “del club de los privilegiados”. Atraviesas un estado en el que no dejas de aprender, una experiencia extrema en la que te juegas la vida mientras te enfrentas a lo que eres. El cáncer te obliga a afrontar qué comes y bebes, a analizar qué priorizas y a repensar a qué quieres dedicar tu tiempo. Ahora me urge demostrar más los afectos. Uno siente urgencia por diferenciar entre lo irrelevante y lo fundamental. Y su vida se reordena. Por eso el cáncer transforma a la gente. El oncólogo Siddhartha Mukherjee está convencido de que si el aterrador juego de tratamiento, resistencia, recurrencia y más tratamiento puede extenderse más y más, también el cáncer se transformará. Y dejará de aterrorizarnos.

Tras la última quimio, me despido del doctor Lobo. Extiendo la mano y se acerca para darme dos besos. “No te despidas”, dice. “La relación entre paciente y oncólogo es para toda la vida”.



JMRS