Tras Bambalinas

Breve historia una de derrota

2018-07-09

Imponer su voluntad a partir de argumentos no fue algo que pudiera hacer durante la campaña....

Raymundo Riva Palacio, El Financiero

Hacia las seis de la tarde del domingo, en su oficina en el PRI, José Antonio Meade se reunió con su kitchen cabinet. Después de revisar las encuestas de salida, les dijo que pasadas las ocho de la noche, cuando el consejero presidente del INE, Lorenzo Córdova, diera su informe sobre la jornada electoral, reconocería su derrota y felicitaría a Andrés Manuel López Obrador. Aplicaría uno de los escenarios que elaboró en sus oficinas privadas en San Ángel cinco días antes. Aurelio Nuño, coordinador de la campaña, guardó silencio; ni apoyó la iniciativa, ni la objetó. Julio Di Bella, asesor de imagen, sugirió esperar los resultados oficiales. No sería un acto responsable, atajó Meade. Reconocer al ganador legitimaría el proceso y despresurizaría el entorno, agregó. Después de ello, ya no hubo objeciones, y menos de dos horas después, así lo hizo.

Imponer su voluntad a partir de argumentos no fue algo que pudiera hacer durante la campaña. Desde un principio fue rehén del presidente Enrique Peña Nieto, quien revisaba dos veces por semana la estrategia con Nuño, a quien impuso como coordinador de la campaña y, hasta que reventó, con Enrique Ochoa, quien era presidente del PRI. Entre los tres tomaron decisiones que ignoraron por completo lo que el electorado estaba gritando en las encuestas: el cambio, y su proclividad a votar por quien mejores posibilidades tuviera de derrotar al candidato del gobierno. Al final de la campaña, Nuño admitió que nunca calcularon el tamaño de la molestia contra el presidente.

El malestar del electorado fue expresado varias veces en el cuarto de guerra por diversos militantes, pero los ignoraron. Nuño tenía en la cabeza una estrategia que no admitía, en los hechos, caminos alternativos. Personas que participaron en el cuarto de guerra mencionan como el principal factor de la debacle a Nuño, por haberse empecinado en una campaña a partir de su fobia contra Andrés Manuel López Obrador, y por haber llevado como elemento central del discurso la defensa de la reforma educativa. “Nuño no hizo una campaña para Meade, sino para él mismo”, describió uno de los miembros del equipo.

La estrategia se desarrolló a partir de dos premisas: el adversario era López Obrador, pero para poder competirle tenían que quitar de en medio a Ricardo Anaya. El planteamiento era correcto, porque Anaya y Meade disputaban el mismo electorado, en términos demográficos, socioeconómicos, de género e ideológicos. Sin embargo, la implementación fue un desastre. Nuño y Ochoa plantearon el combate a Anaya a partir del ataque frontal con la acusación de corrupción, sin alcanzar a comprender que durante cinco años, la corrupción se asoció con el gobierno peñista, no con su rival. Ignorar el hecho de que su principal arma era un búmeran, los llevó también a no ver los segmentos del electorado que, al aliarse Anaya con el PRD, dejaron libres, como los sectores conservadores de la sociedad. Mikel Arriola, candidato del PRI al gobierno de la Ciudad de México, ganó 7.0 por ciento cuando se refirió a temas con los que se identificaban.

Nuño y Ochoa estaban obsesionados con alcanzar a López Obrador, mediante la construcción del voto útil para Meade. Trabajaron con encuestas hechas a modo que difundieron en medios que las publicaron mediante esquemas de publicidad, y que fueron utilizadas por la campaña para demostrar que, en efecto, su candidato iba en segundo lugar. Nunca se logró modificar esa percepción porque las casa encuestadoras con prestigio, a las que atacaron continuamente, casi nunca tuvieron a Meade en el segundo lugar.

El mensaje contra Anaya no se cambió. No lo vieron, ni los estudios para encontrar cuál debía ser el mensaje funcionaron. Para ello, Nuño utilizó una estructura paralela que cobraba en Los Pinos. El más importante de ellos era Rodrigo Gallart, conocido de Nuño de la Universidad Iberoamericana, que fue su asistente en la campaña presidencial de 2012. Sin conocimientos técnicos estadísticos o matemáticos, Nuño lo responsabilizó de las estrategias de comunicación y manejo de encuestas, que empezó a hacer para la campaña, con autorización de Peña Nieto.

Gallart reportó que los grupos de enfoque concluían que lo que más quería el electorado en un candidato era la honradez, y la corrupción no era relevante. El atributo de honradez planteado reiteradamente por Meade nunca penetró en el electorado, y en los careos frente a otros candidatos siempre quedaba como el más deshonesto. Nuño encargó los grupos de enfoque a Gabriela de la Riva, especializada en análisis cualitativo. De la Riva cobraba en la campaña de Meade y también hacía las encuestas para el Consejo Mexicano de Negocios, donde sus resultados arrojaron casi siempre ventaja de Anaya sobre Meade. Es decir, producía estudios para los empresarios, que contradecían los resultados de los grupos de enfoque que organizaba para Gallart.

De la Riva y Gallart aportaban los insumos que quería oír Nuño para que Ochoa, su artillero de cabecera, atacara a Anaya. Todas las imputaciones de corrupción frenaron el ascenso de Anaya, pero no lo descarrilaron. La corrupción mayor no se le acreditaba a él entre el electorado, sino al gobierno peñista, cuyo lastre no vieron hasta que los comenzó a arrollar. En el tercio final de la campaña decidieron dejar a Anaya y voltearse contra López Obrador. Muy tarde. Nuño ya había despilfarrado todas sus armas. Ochoa salió a destiempo del PRI y se corrigió la campaña de tierra. Mejoró el discurso, sin atacar el cáncer: Peña Nieto, su gobierno y la corrupción. La magnitud del voto de López Obrador enfatizó el enorme fracaso en la estrategia de la campaña presidencial diseñada por Peña y Nuño.

El arranque de la campaña de José Antonio Meade era anunciado con trompetas heráldicas como la vuelta a la tuerca en su lucha por la presidencia. Cambio de estrategia y ajustes en el equipo. Era un mensaje que, en el fondo, una parte del equipo no creía. Estaban tan seguros que iban a ganar la elección, que se repartían puestos en las secretarías de Estado y perdían tiempo en intrigas internas como si fueran en primero y no en tercer lugar. El candidato no frenaba esa voracidad, y sus intentos por sustituir a Enrique Ochoa como líder del PRI eran rechazados por Aurelio Nuño. Sus observaciones para hacer más claro el deslinde del presidente Enrique Peña Nieto, sin rompimiento, también eran impedidas por Nuño. “Eso no va a suceder nunca”, decía.

La estrategia le pertenecía a Nuño. Así lo decidió el presidente Peña Nieto, que jugó con las emociones de los aspirantes hasta la víspera que trascendiera el destape. Un mes antes, el secretario de Salud, José Narro, pensaba que él sería ungido por la forma como lo trataba Peña Nieto y las cosas que le decía. Quince días antes de la unción, Nuño, según excolaboradores, era quien estaba seguro que sería él, por el arropamiento del presidente, que lo veía como el hijo maduro que no tenía, que, como moneda de cambio, recibía incondicionalidad.

Meade era el escogido, pero jugó con él. Cuando lo convocó a Los Pinos el 25 de noviembre, el aún secretario de Hacienda no sabía a qué iba. Llegó al acuerdo con la incertidumbre de si lo iba a nombrar gobernador del Banco de México o candidato. Personas que vieron a Meade esos días recuerdan que sufrió mucho, como si Peña Nieto hubiera querido asegurar su eterno agradecimiento. Al salir horas después de Los Pinos, llevaba la candidatura en la bolsa pero también los compromisos. Nuño y su amigo Ochoa, líder del PRI desde julio de 2016, iban en paquete.

El diseño de la campaña vació de priismo lo que rodeaba a Meade, y el arranque fue sin su cobertura. Peña Nieto le quitó al candidato voz y voto en la selección de candidatos, y lo despojó de fuerza para decidir el futuro de los priistas, con lo que no compró lealtades. Ochoa desatendió el trabajo de tierra, y con Peña Nieto y Nuño repartieron las candidaturas entre amigos, familiares y protegidos, para garantizarles vida transexenal. Los priistas que se sintieron excluidos, comenzaron a torpedear a sus dirigentes.

La campaña aceleró su picada y Meade exigía el relevo de Ochoa hasta que, convertido en lastre, desprestigiado en la opinión pública y repudiado hacia el interior del partido, fue sustituido. El cambio por René Juárez llegó muy tarde. Nuño se quejaba de que Meade frenaba algunas de sus decisiones y dudaba en otras, lo que afectaba el ritmo de la campaña. Pero otras acciones para mejorar la campaña nunca fueron consideradas. Estaba obsesionado con López Obrador y optó por una campaña de miedo. Había funcionado bien en 2006, y a jalones en 2012. Pero en 2018 el miedo ya no era López Obrador, según las encuestas, sino a que el PRI repitiera en la presidencia.

El equipo de mensaje y opinión pública encabezado por Rodrigo Gallart nunca pudo separar al Meade ciudadano de Peña Nieto, ni leyó adecuadamente los resultados que arrojaban las encuestas, donde el repudio era contra el presidente, no contra López Obrador. En el cuarto de guerra no veían la realidad de las calles. Tampoco lo que sucedía en el PRI. Desde el principio, el cálculo de Nuño y Ochoa era que el 'voto duro' priista les daría al menos 25 por ciento del sufragio. Nuño no reconoció que ese voto abandonó al PRI en 2015 y 2016, cuando los priistas votaron en masa contra sus candidatos en protesta por reformas que los excluyeron. Puso oídos sordos a lo que sufrieron para ganar en el Estado de México, y cuando se le mencionaba que el PRI había perdido ante Morena por 56 mil votos, fue la coalición con el Partido Verde y Nueva Alianza la que salvó de la derrota a Alfredo del Mazo, respondía: “¡Qué importa eso, ganamos!” Pero la historia se repitió.

Nada de lo que hacían mejoraba, la tendencia de voto no subía. Meade incorporó a Vanessa Rubio como jefa de su oficina, y reclutó de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores a Jaime González Aguadé, para que tejiera relaciones con los empresarios. Con Rubio ganó orden su oficina, pero trabajo no suple experiencia y, según miembros del cuarto de guerra, su novatez afectó la implementación de estrategias. González Aguadé tampoco hizo su trabajo, ni los convenció que era Meade, no Ricardo Anaya, a quien debían apoyar.

Nuño se mantuvo en su línea: atacar a Anaya por corrupto, y pintar apocalíptica una victoria de López Obrador. Con esto continuó hundiendo a Meade. Los mensajes de Gallart eran pompas de jabón. La estrategia digital diseñada por Alejandra Lagunes, protegida de Peña Nieto desde Los Pinos, naufragó frente al ejército lopezobradorista. “Nos dan pena”, decía un estratega del candidato ganador. “Nunca entendieron de qué se trataba esta elección”. Era el cambio, no continuidad, el clamor del electorado.

El equipo del presidente parecía una quinta columna. No eran traidores. Eran inexpertos que pensaban que estaban haciendo las cosas correctamente. Nuño no escuchaba opiniones. Trabajó endogámicamente mientras la campaña se pudría. Peña Nieto apoyaba. En privado, López Obrador decía con sarcasmo que parecía que Nuño trabajaba para él. La humillación en las urnas, visto bajo esta óptica, estaba cantada.



Jamileth
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