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La increíble historia del rescate en la cueva tailandesa 

2018-07-16

Los rescatistas en el interior de una cámara subterránea sintieron un jalón en...

Hannah Beech, Richard C. Paddock y Mukita Suhartono,  The New York Times

MAE SAI, Tailandia — A pesar de las pocas probabilidades, la mayoría de los escapes ocurrieron sin incidentes.

Pero en el viaje número once, para rescatar a uno de los últimos miembros del equipo de fútbol atrapados durante dieciocho días en la profundidad de la cueva, algo salió peligrosamente mal.

Los rescatistas en el interior de una cámara subterránea sintieron un jalón en la cuerda, señal de que uno de los doce niños y su entrenador pronto saldrían de los túneles inundados.

“Ya picó”, señalaron los rescatistas, según recordó el mayor Charles Hodges de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, comandante de la misión del equipo estadounidense en el lugar.

Pasaron quince minutos. Luego sesenta. Luego noventa.

Mientras los rescatistas esperaban ansiosos, el buzo que nadaba con el undécimo miembro del equipo a través del laberinto subacuático se soltó de la cuerda guía. Con una visibilidad casi nula, no logró encontrar la línea de nuevo. Lentamente, retrocedió, adentrándose en la cueva para buscar la cuerda, antes de que el rescate pudiera continuar.

Por fin, el sobreviviente logró salir, a salvo.

Fue un momento aterrador en lo que había sido, para sorpresa de todos, un rescate sin complicaciones del equipo de fútbol los Jabalíes Salvajes que había sobrevivido a la turbia oscuridad de la cueva tailandesa Tham Luang.

“El mundo entero estaba al pendiente, así que teníamos que lograrlo”, dijo Kaew, miembro de las Fuerzas de Operaciones Especiales de la Marina de Tailandia, quien sacudía la cabeza asombrado de cómo había ocurrido cada uno de los rescates. “Creo que no teníamos más alternativa”.

En entrevistas, el personal y las autoridades militares detallaron un rescate que reunió tanto fuerza como inteligencia proveniente de todo el mundo: participaron diez mil personas, incluidos dos mil soldados, doscientos buzos y representantes de cien agencias gubernamentales.

Se requirieron capullos de plástico, camillas flotantes y una cuerda que elevaba a los jugadores y al entrenador sobre los afloramientos rocosos. Los niños habían quedado atrapados en una elevación de roca a más de 16 kilómetros de profundidad. Para sacarlos de ahí había que recorrer largos tramos bajo el agua, a temperaturas congelantes, y mantenerlos sumergidos por periodos de aproximadamente cuarenta minutos. Incluso se les suministraron ansiolíticos para evitar ataques de pánico.

“La pieza más importante del rescate fue la buena suerte”, dijo el mayor general Chalongchai Chaiyakham, comandante adjunto de la tercera región del ejército tailandés y quien ayudó en la operación. “Muchas cosas podían haber salido mal, pero de alguna manera logramos sacar a los niños de ahí. Sigo sin creer que funcionó”.

El viernes 7 de julio, los riesgos se hicieron evidentes cuando Saman Gunan, un miembro retirado del equipo élite de la marina, falleció en un pasaje subacuático. Tres hombres rana de la Marina fueron hospitalizados luego de que sus tanques de oxígeno quedaron vacíos. Las fuertes corrientes empujaron a los buzos hasta desviarlos del trayecto durante horas y en ocasiones les arrancaban la máscara.

El camino para salir, visto desde arriba

Más de 150 miembros de la marina tailandesa, dotados con equipo improvisado —en ocasiones lo que lo unía era cinta aislante plateada—, ayudaron a idear una ruta de escape. Un equipo de espeleólogos extranjeros y tailandeses enfrentaron a la muerte cada vez que exploraron las cámaras inundadas de Tham Luang. Equipos militares de otros países llevaron consigo equipo de búsqueda y rescate. Los estadounidenses suministraron la logística, mientras que los buzos ingleses nadaron en los pasajes más peligrosos.

El nuevo rey de Tailandia donó suministros y gente de todo el país se ofreció como voluntaria en todos los aspectos que les era posible: cocinar para los rescatistas, operar las bombas para succionar el agua de la cueva o tratar de identificar grietas ocultas en las formaciones de piedra caliza por donde los Jabalíes Salvajes pudieran ser elevados hasta quedar a salvo.

Pero, sobre todo, de acuerdo con funcionarios y buzos, la operación para salvar a los miembros del equipo de entre 11 y 16 años y a su entrenador requirió valentía.

“No sé de otro rescate que haya puesto en peligro la vida del rescatista y el rescatado durante un periodo tan prolongado, a excepción de lo que sucedió con los bomberos que entraron en el World Trade Center, a sabiendas de que el edificio se estaba incendiando e iba a derrumbarse”, dijo Hodges.

Empezó con una fiesta

Se pronosticaba lluvia para el 23 de junio, el día que los Jabalíes Salvajes hicieron su excursión a Tham Luang, pero los chicos ya habían entrado a la cueva antes. Dejaron sus bicicletas y tacos de fútbol y emprendieron camino con unas linternas, agua y bocadillos que llevaron para celebrar el cumpleaños de uno de ellos.

El último de los chicos no salió sino hasta el 10 de julio, más de dos semanas después.

Al final de la primera noche, sus padres estaban histéricos. Un contingente de miembros del equipo élite de la Marina comenzó a tratar de adentrarse en la cueva inundada a las cuatro de la mañana del día siguiente.

Pero los hombres rana tailandeses estaban acostumbrados al mar abierto tropical, no a las turbias corrientes heladas que corrían a través de la cueva. Carecían de equipo y de la experiencia necesaria para trabajar en cuevas, donde los buzos no pueden simplemente salir a la superficie en caso de que algo salga mal.

Ruengrit Changkwanyuen, gerente regional tailandés de General Motors, fue de los primeros buzos voluntarios que se presentaron para entrar a la cueva, el 25 de junio. Decenas más les siguieron, provenientes de Finlandia, el Reino Unido, China, Australia y Estados Unidos.

Incluso para alguien con tanta experiencia como Ruengrit, la fuerza del agua de Tham Luang resultaba impactante, pues le arrancaba la máscara cada vez que se colocaba en una posición que no fuera justo enfrente de la corriente.

“Era algo parecido a caminar dentro de una fuerte cascada y sentir que el agua te golpea con fuerza”, explicó. “Era una especie de escalada horizontal en contra del agua en cada movimiento”.

Un marino que ayudó a rescatar a los primeros jóvenes dibujó los obstáculos en el camino.

Los marinos y buzos voluntarios entraron a la cueva con mucho cuidado y aseguraron las líneas que necesitarían para garantizar su seguridad. Encontraron rastros que marcaban la ruta del equipo de fútbol, pero a medida que el monzón inundaba la zona, la cueva de piedra caliza porosa absorbía el agua como una esponja. Las cavernas que en algún momento fueron accesibles estaban completamente inundadas.

“Si colocabas la mano frente a ti simplemente desaparecía”, dijo Kaew. “No podías ver nada”.

Una trampa fría y resbalosa

En las profundidades de la cueva, el agua estaba tan fría que los dientes de los buzos tailandeses castañeteaban mientras tomaban un descanso durante los turnos de doce horas. Como no tenían los cascos adecuados, los miembros de las fuerzas especiales de la Marina adhirieron con cinta unas lámparas de mano a sus cascos improvisados.

El décimo día, el 2 de julio, cuando no había más esperanza que descubrir los cadáveres, un par de buzos ingleses que trabajaban para extender una red de cuerdas guía salió a la superficie cerca de una angosta saliente.

De pronto, vieron a trece personas raquíticas sentadas en medio de la oscuridad. Los Jabalíes Salvajes ya no tenían comida ni luz, pero habían sobrevivido lamiendo la condensación de las paredes de la cueva.

No obstante, la euforia del descubrimiento se convirtió rápidamente en ansiedad. El capitán Anand Surawan, comandante adjunto de las Fuerzas de Operaciones Especiales de la Marina de Tailandia, quien dirigía un centro de operaciones en Tham Luang, sugirió que los chicos y su entrenador quizá se verían forzados a permanecer en la cueva durante cuatro meses, hasta que amainaran las lluvias.

Tres de los marinos tailandeses se extraviaron durante veintitrés horas en medio de la operación y, cuando por fin reaparecieron, estaban tan débiles por la falta de oxígeno que fueron llevados de urgencia al hospital.

Cuatro días después de encontrar a los chicos, Saman, el marino retirado y quien había abandonado su trabajo como empleado de seguridad del aeropuerto para ofrecerse como voluntario, falleció mientras intentaba colocar tanques de oxígeno en una ruta de suministro subacuática. Su familia se rehusó a que le practicaran la necropsia, pero algunos funcionarios tailandeses afirmaron que sus tanques se quedaron sin oxígeno. Otros creen que falleció por hipotermia.

“Estoy muy orgulloso de él”, señaló el padre de Saman, Wichai Gunan. “Es un héroe que hizo todo lo posible por ayudar a los niños”.

Mientras tanto, los esfuerzos por drenar la cueva con bombas y hacer una represa improvisada estaban rindiendo frutos. Del agua turbia comenzaron a surgir peñascos y salientes. El pasaje más inundado, que en un primer intento había tomado cinco horas atravesar, ahora podía atravesarse en dos con la ayuda de cuerdas guía.

Carrera contra la lluvia

Ese fin de semana, los rescatistas estaban ansiosos por actuar. No se pronosticaban lluvias. El nivel de oxígeno en el lugar donde se refugiaban los niños había descendido hasta el quince por ciento. Si llegaba al doce por ciento, el aire se tornaría mortal.

La operación seguía cambiando con cada variable: el agua, el aire, el lodo, incluso el estado físico y mental de los jóvenes futbolistas. Puesto que los chicos no sabían nadar, requirieron máscaras completas en las que se les bombearía una mezcla rica en oxígeno.

Pero las máscaras que el equipo estadounidense llevaba consigo eran para adulto. Así que primero probaron el equipo con niños voluntarios en una piscina local; descubrieron que colocando las cinco correas lo más ajustadas posible podrían funcionar.

El equipo de treinta estadounidenses recomendó que cada niño estuviera dentro de un capullo de plástico flexible, llamado Sked, que se comercializa como camilla de rescate y es parte habitual del equipo de la Fuerza Aérea de Estados Unidos.

Los espeleólogos británicos condujeron a los niños envueltos a través de los pasajes subacuáticos más peligrosos, mientras monitoreaban la presencia de burbujas de aire que comprobaran que estaban respirando.

El primer ministro de Tailandia, Prayuth Chan-ocha, comentó que se les suministraron medicamentos ansiolíticos a los niños.

“Solo tenían que permanecer recostados y cómodos”, dijo Hodges, líder del equipo estadounidense.

En cuanto los niños y los rescatistas completaron la porción bajo el agua del trayecto, que tomó unas dos horas, todo se tornó más fácil. Hasta la noche del martes 10 de julio.

Kaew, el miembro de las Fuerzas de Operaciones Especiales de la Marina tailandesa, había trabajado junto con sus compañeros durante tres días para sacar a los niños y a su entrenador, uno por uno. “Y ahí pensé: por fin, la misión fue un éxito”.

Pero cuando seguía dentro de la cueva y estaba por terminar de masticar un pedazo de pizza, se escuchó la alarma: se venía un diluvio. Una bomba usada para reducir la inundación estaba fallando y el agua, que hasta entonces se había mantenido al nivel de la cintura, empezó a ascender hacia el pecho de Kaew. Él no tenía ya equipo de buceo.

Corrió hacia arriba y apenas libró la anegación.

Fue un final caótico. Algunos de los residentes de Mae Sai, al norte de Tailandia, dicen que lo consideran una protección divina; al fin y al cabo, el diluvio no se dio sino hasta que terminó el rescate y todos estaban a salvo.

“Esta cueva es sagrada”, dijo Kaew. “Estuvo protegida hasta el último minuto”.



regina

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