Entre la Espada y la Pared

El bumerán de la seguridad en Centroamérica

2018-07-23

Como numerosos expertos de seguridad venían alertando desde hace tiempo, las...

 

Herederas de los conflictos armados de la década de los ochenta e impulsadas por las deportaciones masivas desde EU, las maras son un problema de primera magnitud en El Salvador, Honduras y Guatemala. Las políticas de ‘mano dura’ son tan inútiles como dañinas.

El reconocido psiquiatra y autor estadounidense James Gilligan asegura que la violencia nace de la voluntad de aplastar la sensación de vergüenza o humillación y sustituirla por orgullo. A un nivel más global, podría decirse que eso es exactamente lo que sucede en los últimos 25 años en el llamado Triángulo Norte de América Central –compuesto por Guatemala, Honduras y El Salvador– que desde hace años lleva el deshonroso título de ser una de las regiones más violentas del mundo. Pero detrás del flagelo de las maras o pandillas, los homicidios y el crimen, subyace toda una historia de humillación y políticas fallidas que han contribuido a que esta región de unos 30 millones de habitantes viva en una creciente espiral de odio y represión.

Como numerosos expertos de seguridad venían alertando desde hace tiempo, las políticas de “mano dura” en El Salvador y Honduras, y hasta cierto punto también en Guatemala, basadas en la persecución de miembros de las maras y en el empeoramiento de las ya deplorables condiciones carcelarias, prolongan una crisis de seguridad inexorable. Estas recetas han llegado a ser tan contraproducentes –las prisiones de El Salvador están entre las más masificadas del mundo, y albergan tres veces más personas que su capacidad– que se han convertido en incubadoras de actividad criminal. Las maras coordinan sus redes delictivas más lucrativas desde dentro de las cárceles, sobre todo la extorsión, y son prácticamente responsables del mantenimiento de las instalaciones, haciéndose cargo de gastos de reparaciones eléctricas o el amueblado. No menos adversos son los efectos de la política de “mano dura” en las nuevas generaciones. Mientras que los veteranos líderes pandilleros muestran su preocupación porque sus hijos e hijas no cometan sus mismos errores, las redadas policiales, las ejecuciones extrajudiciales denunciadas por la prensa local y los organismos de derechos humanos, así como la clasificación en Honduras y El Salvador de las pandillas como grupos terroristas, van encaminadas a estigmatizar a los jóvenes y a fortalecer la razón de ser de las maras como parias sociales enfrentados a las fuerzas de seguridad.

Esta suerte de guerra no convencional que se libra en El Salvador entre pandillas y policía se ha intensificado en los últimos años, a pesar de los esfuerzos de negociación de una tregua entre 2012 y 2014. Ya en 2008, cuando se estrenó el documental La vida loca –que le costó la vida a su director, Christian Poveda– sobre el día a día de varios miembros de la mara Barrio-18, las pandillas se declaraban abiertamente en guerra contra el Estado: “Esta guerra no tiene fin. Estamos comenzando todavía. Una guerra nunca se gana de un día para otro”, aseguraba uno de los mareros filmado por Poveda durante el funeral de un compañero. Nueve años más tarde, muchos pandilleros y pandilleras han dejado atrás sus característicos tatuajes para pasar desapercibidos ante la mirada de las autoridades; sus técnicas de financiación se han diversificado; y tienen una creciente penetración en las instituciones.

Como respuesta a la sofisticación de estos grupos, el aumento de la violencia, el fracaso de la tregua y el hastío popular, en abril de 2016 el gobierno salvadoreño, liderado por el exguerrillero Salvador Sánchez Cerén, decidió poner en marcha las llamadas “medidas extraordinarias” que endurecen las condiciones de prisión y persecución de las pandillas y que recientemente han sido prolongadas. “No queda otro camino, no hay espacio para diálogo, no hay espacio para treguas, no hay espacio para entenderse con ellos”, reconocía Sánchez Cerén días antes de anunciar su nueva política de guerra contra las pandillas.

Aunque la perspectiva del presidente es compartida por sus homólogos en Honduras y Guatemala, y por gran parte de los ciudadanos de estos países, numerosas razones llevan a pensar que, ahora más que nunca, es necesario un cambio de rumbo. Aplicar medidas criminales a una problemática que no es estrictamente criminal, sino sobre todo social, es una aproximación errónea que necesita ser repensada. Entender la historia y las nuevas formas de actuación de las pandillas, así como reflexionar sobre las lecciones aprendidas de las políticas aplicadas hasta la fecha, es esencial a la hora de plantear nuevas estrategias de seguridad encaminadas a frenar este ciclo de violencia que para muchos se ha convertido en un modo de supervivencia…



Jamileth
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