Nacional - Política

México nunca volvió a ser el mismo', a cincuenta años de Tlatelolco

2018-10-02

Cuando terminó la masacre había decenas de muertos y cientos habían sido...

Por ELISABETH MALKIN 


CIUDAD DE MÉXICO — El movimiento estudiantil de 1968 en México estalló de manera tan inesperada que hasta sus promotores se sorprendieron. Las protestas comenzaron cuando la ciudad se preparaba para ser sede de los Juegos Olímpicos en octubre, un evento que pretendía presumir a una nación con una clase media en crecimiento y que estaba al frente de las economías emergentes.

Meses antes de la inauguración de las Olimpiadas, los estudiantes rompieron con esa fachada al tomar las calles; revelaron a la vista del mundo el enojo latente de una generación hacia las reglas represivas del país.

Diez semanas después de las primeras protestas callejeras, el gobierno reprimió el movimiento con un golpe de violencia que superó los peores temores de quienes eran parte de las manifestaciones. El 2 de octubre los estudiantes se reunieron en la Plaza de las Tres Culturas para una reunión vespertina, sin saber que había francotiradores aparentemente vinculados al gobierno en los techos de los edificios aledaños. Hubo caos y los soldados en los límites de la plaza, cuyo trabajo era dispersar a la multitud, abrieron fuego en contra de ella.

Cuando terminó la masacre había decenas de muertos y cientos habían sido metidos a camionetas policiales. Diez días después, el presidente Gustavo Díaz Ordaz celebró la inauguración de los Juegos Olímpicos.

La masacre de Tlatelolco, nombrada así por el conjunto urbano que rodea la plaza donde estaban reunidos los estudiantes, diezmó el movimiento. Sin embargo, quienes lo vivieron —y lo sobrevivieron— han dejado también su marca pues fue el primer movimiento masivo que confrontó al control autoritario cuando el gobierno era unipartidista, con el Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Tlatelolco desmanteló la pretensión que el Estado les había impuesto a los mexicanos: conformarse en lo político a cambio de estabilidad. También resultó en el surgimiento de activistas que impulsaron varios caminos para la resistencia; algunos tomaron las armas en movimientos guerrilleros y muchos más recurrieron al activismo y la organización social para dirigirse a barrios empobrecidos y a poblados montañosos que habían sido olvidados.

“Por un lado se rompió la estabilidad política de México y surgieron cien, doscientos, movimientos juveniles políticos distintos que se esparcieron por todo el país”, dijo Gilberto Guevara Niebla, uno de los líderes del movimiento y también cronista del 68. “México nunca volvió a ser el mismo México”.

El manifiesto de los estudiantes requería libertades y garantías básicas: a la expresión, a que no hubiera violencia del Estado, a la rendición de cuentas por diversos abusos de la policía y el ejército, la liberación de prisioneros políticos y un diálogo con el gobierno.

El poder explosivo del movimiento radicaba precisamente en la naturaleza de sus demandas, a decir de Sergio Aguayo, profesor del Colegio de México que participó en el movimiento y que ha escrito profusamente sobre este.

“Era una agenda que podían adoptar todos los sectores de la sociedad mexicana: izquierda, centro, derecha”, dijo Aguayo.

Cincuenta años después, la ciudad está reviviendo esas semanas con exhibiciones, conferencias y marchas por las mismas calles y universidades donde los soldados se enfrentaron a los estudiantes. Muchas personas afirman que el 68 fue el inicio de la larga transición de México hacia la democracia.

Es casi seguro que esa organizada narrativa sea una interpretación muy simple. La democracia mexicana aún está en progreso y ha evolucionado ante presiones internas y externas.

Incluso antes de 1968 había atisbos de crisis entre mineros y ferrocarrileros, estudiantes y maestros. En los montes del occidente del país se había formado un movimiento guerrillero rural, pero el ataque en Tlatelolco fue un símbolo poderoso y las luchas políticas y sociales que le siguieron, con las demandas para que el gobierno reaccionara, se mantienen.

Quienes participaron “empezaron a crear las instituciones que gradualmente debilitaron los cimientos del autoritarismo”, dijo Aguayo. “Lo que nos unió fue el deseo de cambiar pacíficamente y de varias maneras al régimen”.

En 2000 terminaron siete décadas de gobierno unipartidista del PRI con la elección de un presidente conservador del opositor Partido Acción Nacional, Vicente Fox. Y en julio de este año los votantes decidieron expulsar al sistema político en el poder al respaldar de manera abrumadora a Andrés Manuel López Obrador, quien ha prometido que su gobierno se abocará a atender las profundas desigualdades de México.

Aunque algo no ha cambiado: la masacre de Tlatelolco se mantiene impune. Para muchos mexicanos, eso refleja los fracasos del Estado de hacer justicia para incontables víctimas de asesinatos y desapariciones.

“Tlatelolco se volvió un símbolo del deseo colectivo de conseguir justicia”, dijo Aguayo.

Una de las muestras más claras de esa impunidad es que decenas de miles de mexicanos han sido asesinados o desaparecidos desde 2006, cuando el gobierno declaró una guerra contra el narcotráfico, y sus casos tampoco han sido resueltos.

“Es muy fácil en México producir cadáveres”, dijo Elena Poniatowska, periodista y escritora cuyo libro La noche de Tlatelolco recopila testimonios y la historia oral de la matanza. “Aquí es muy fácil que mueras”.

Los participantes dicen que a mediados de 1968, durante los primeros días del movimiento, se pensaba poco en los riesgos. Había una ebullición social. Los estudiantes mexicanos ya habían visto la Primavera de Praga, las protestas en París y el movimiento contra la guerra en Vietnam y por los derechos civiles en Estados Unidos. Sentían que en su país también era posible el cambio, con nuevas libertades culturales y sexuales que pondrían en jaque las jerarquías establecidas de México.

La revuelta comenzó el 23 de julio, cuando la policía intervino en una pelea de estudiantes. Tres días después, dos marchas se degeneraron en días de enfrentamientos armados que terminaron cuando el ejército usó una bazuca para tumbar la puerta de una escuela preparatoria donde los estudiantes se habían refugiado.

En el plazo de una semana la represión por parte del gobierno había provocado que muchas más personas quisieran expresar sus deseos reprimidos de un cambio político. El rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Javier Barros Sierra, respaldó al movimiento y marchó con los estudiantes el 1 de agosto. Estos formaron el Consejo Nacional de Huelga, publicaron una lista con seis demandas y las intentaron impulsar con diversas manifestaciones durante todo agosto.

Los estudiantes nunca amenazaron con derrocar al gobierno; aun así, había un sentimiento de esperanza y expectativa entre todos los jóvenes.

Sergio Zermeño, entonces estudiante de sociología de la UNAM, era parte de un grupo que tomó control de la prensa de la universidad para publicar el periódico del movimiento y vender copias para recaudar fondos.

“Pasas de ser un don nadie, un estudiante como yo, a ser una persona que en 15 días tiene un poder económico” y la libertad de hablar públicamente a través de un periódico, recuerda Zermeño, quien ha escrito sobre el movimiento.

Los estudiantes acudieron a espacios públicos, mercados y fábricas para conseguir donaciones y promover su mensaje.

“Lo que dicen de que el pueblo no nos apoyó es mentira”, dijo Ana Ignacia Rodríguez Márquez, quien estudiaba derecho en la UNAM.

El movimiento siguió creciendo en agosto y culminó en una enorme marcha estudiantil hacia el Zócalo, la plaza central de Ciudad de México. El gobierno lo veía como una amenaza en potencia.

El 1 de septiembre, en su informe de gobierno anual, Díaz Ordaz —un aliado cercano de Washington en el apogeo de la Guerra Fría— acometió contra el movimiento.

Dijo que todo tenía límites y añadió: “No podemos permitir ya que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico”.

Díaz Ordaz extendió un ultimátum: advirtió que usaría la “totalidad de la fuerza armada permanente” para restaurar el orden.

El 18 de septiembre el ejército ocupó la UNAM. Cinco días después, los soldados hicieron lo mismo con el Instituto Politécnico Nacional.

Pero no fue suficiente para contener a los estudiantes. Con la inminencia de los Juegos Olímpicos y la llegada de los reporteros extranjeros para cubrir el evento, el gobierno quería poner fin a las manifestaciones para controlar la imagen que los extranjeros tendrían del país.

El gobierno sabía que los disidentes se reunirían en 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, en la unidad habitacional de Tlatelolco. Los oficiales se prepararon para arrestar a los líderes estudiantiles, que se iban a dirigir a las personas congregadas desde la ventana de un apartamento en el tercer piso del edificio.

Guevara Niebla, uno de los organizadores, recuerda que estaba con ellos. A casi una hora de iniciado el mitin, escuchó un ruido cuando los francotiradores dispararon hacia la multitud. “[Era] una exclamación que surgió de la multitud, de miedo”, dijo. “Fue un grito, una voz colectiva, una cosa terrible”, dijo.

Entonces, los soldados con sus bayonetas avanzaban desde la avenida que rodea la plaza.

A lo que le siguió el estruendo de muchas armas que abrieron fuego, mencionó. Asomado desde la ventana, Guevara Niebla podía ver a los soldados disparar contra la gente desde las ventanas de al lado. Dos o tres horas después, los soldados irrumpieron en el departamento donde él estaba para arrestarlo.

Durante años lo que sucedió en Tlatelolco siguió siendo un misterio. El gobierno atribuyó los disparos a agentes extranjeros y antinacionales.

Incluso la cifra de muertos sigue siendo incierta. El saldo oficial inicial era de siete personas asesinadas. Con el tiempo, se llegó al consenso de que unas 300 personas murieron, a partir de recuentos, incluidos los de corresponsales extranjeros.

Después de que se abrieron algunos archivos en 2000, las investigadoras Kate Doyle, de la organización independiente Archivo de Seguridad Nacional en Washington, y Susana Zavala, una investigadora de la UNAM, contaron 44 víctimas, 34 de ellas según su nombre.

Lo que sí queda claro después de la violencia de esa noche es que el gobierno mexicano estaba más que dispuesto a tomar acciones drásticas para mantener el control.

Al arresto de Guevara Niebla le siguieron actos de tortura y 31 meses en prisión que aún lo atormentan. “Soy un sobreviviente. He luchado para sobrevivir y superar mis propios traumas”, dijo. “Mi única manera de sobrevivir es adquirir más lucidez de lo que viví”.



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