Internacional - Política

El último estadista de la democracia venezolana

2018-11-09

Petkoff no habría estado de acuerdo. Una de las muchas lecciones de su legado es que nunca...

Por DOROTHY KRONICK, The New York Times

FILADELFIA — Para muchos de los que padecen la crisis económica y humanitaria de Venezuela, la muerte del estadista veterano Teodoro Petkoff (1932-2018) el 31 de octubre, a los 86 años, pareció ser otro motivo de desesperanza.

Un periodista venezolano escribió que se sentía huérfano. Otros llamaron a Petkoff, quien fue un crítico feroz de la autocracia de Venezuela, “uno de los últimos modelos de integridad democrática”. También el secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA) lamentó que Petkoff dejara su país “sin un referente obligado sobre compromiso social, coherencia política y defensa de valores democráticos”.

Petkoff no habría estado de acuerdo. Una de las muchas lecciones de su legado es que nunca es momento de perder las esperanzas en Venezuela.

Conocí a Teodoro —como todos lo llamaban— hace doce años. Para ese entonces, ya se había ganado con creces su lugar en la historia venezolana. Fue miembro activo del Partido Comunista de Venezuela durante la dictadura de la década de los cincuenta y luego guerrillero marxista que combatió la incipiente democracia de los años sesenta, pero para cuando tenía cuarenta años, Teodoro había renunciado a la lucha armada. “Solo los idiotas no cambian de opinión”, dijo sobre su giro radical. Con el entusiasmo de un converso, Teodoro pasó los siguientes 45 años luchando por la democracia en Venezuela.

Hubo muchas batallas, muchas de ellas perdidas. En 1971, Teodoro se separó del Partido Comunista de Venezuela para fundar el Movimiento al Socialismo (MAS). La disidencia de Teodoro se escuchó mucho más allá de Venezuela: cuando publicó un libro en el que criticaba la invasión soviética de Checoslovaquia, Leonid Brézhnev, entonces secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, lo denunció.

Teodoro renunció al comunismo, pero siguió siendo el rostro de la oposición de izquierda de Venezuela; de una izquierda comprometida con un socialismo pragmático que hizo al MAS un partido excepcional entre los movimientos de izquierda de América Latina. Fue el rostro de Teodoro el que apareció en los carteles naranjas del MAS en la década de los ochenta, cuando se postuló dos veces a la presidencia.

Uno podría pensar que el ícono de la oposición de izquierda de Venezuela se habría alegrado con el ascenso de Hugo Chávez, un candidato de izquierda que, a diferencia de Teodoro, creció en las encuestas antes de la elección presidencial de 1998. Habríamos podido pensar que Teodoro se uniría a algunos de sus excompañeros guerrilleros para respaldar a Chávez.

En cambio, Teodoro le suplicó al MAS que no apoyara a Chávez. Esta súplica aparece como un parpadeo en una película deteriorada de los archivos de un canal de televisión: en una convención del partido, un Teodoro sudoroso les implora a cientos de militantes de su movimiento que entendieran que Chávez era un autócrata populista. La multitud lo abucheaba y lo interrumpía hasta que Teodoro gritó: “¡Oigan, chicos! Tranquilos. ¿Acaso les preocupa que los convenza de cambiar de opinión?”.

No logró que cambiaran de opinión. El MAS respaldó a Chávez y Teodoro renunció al partido que había fundado. Después de cuatro décadas como el símbolo de la oposición venezolana de izquierda, una oposición de izquierda finalmente llegó al poder y Teodoro, una vez más, luchó contra el gobierno.

Si Teodoro se hubiera hartado, lo habríamos perdonado. Pero el año en el que nos conocimos, cuando cumplía 57 años de vida política, todavía conducía su viejo Yaris todos los días al trabajo, en el periódico que fundó, Tal Cual, en donde aún fungía como editor. Todavía escribía sus incisivos y mordaces editoriales en contra del gobierno y esquivaba los ataques del gobierno del entonces presidente Hugo Chávez. Tal vez más que cualquier otra cosa en su trayectoria, los editoriales de Tal Cual lo situaron en el centro de la esfera pública de Venezuela. Los lectores los esperaban. Los políticos los usaban como guía. El presidente no los soportaba.

Desde su escritorio, Teodoro alcanzaba a escuchar las noticias que emanaban del pequeño televisor en la oficina de Azucena Correa, su asistente durante tres décadas, y sin importar qué otra cosa estuviera haciendo, no dejaba de estar atento a los encabezados. Dejaba de hacer lo que hacía: “¡Santo cielo, el cardenal está denunciando a Chávez!”, y saltaba de su lugar para avisarle a su equipo.

O cuando la expresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner (entonces senadora), criticó a Chávez, dijo: “¡Lanzó la pelota afuera del estadio! ¡Qué jonrón!”. Mientras, Teodoro hacía como si estuviera bateando y después seguía con la mirada cómo la pelota desaparecía sobre la valla.

Los obituarios apasionados que se publicaron durante la semana pasada contradicen el hecho de que Teodoro tenía pocos aliados en la política venezolana. Los opositores conservadores de Chávez veían a Teodoro como un comunista apenas lo suficientemente reformado; les agradaba en buena medida por las acciones que él llegó a considerar errores, como cuando aceptó de manera fugaz un golpe que removió brevemente a Chávez del poder. Muchos chavistas lo veían como un vendido, un antiguo camarada que había cambiado su buena fe izquierdista por un poco de poder en la década de los noventa, cuando ocupó un puesto en el gabinete de Rafael Caldera, el predecesor de Chávez.

De hecho, el gobierno del presidente Nicolás Maduro ha golpeado a Tal Cual con una andanada de litigios, uno de los cuales prohibía a Teodoro salir del país y le ordenaba presentarse semanalmente ante la corte. Él tenía 82 años.


Por todas estas razones, habríamos perdonado a Teodoro si se hubiera vuelto pesimista. Y la última vez que lo vi, una tarde lluviosa de 2012, pensé por un momento que así había sido. Le pregunté quién de los políticos jóvenes de Venezuela podría continuar con su legado cuando ya no estuviera. Se quedó inexpresivo. Mencioné varios nombres, pero él negó con la cabeza a cada uno de ellos.

Teodoro se reclinó en la silla y apartó la mirada, fue un momento inusual de silencio en nuestras entrevistas. Me preparé para una profecía oscura, para las palabras de un político que moriría dejando pocos sucesores. Sin embargo, dijo: “Aparecerán”. Y luego lo volvió a decir: “Aparecerán”.



regina

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