Entre la Espada y la Pared

Alan García: la caída en desgracia del político infalible

2018-12-06

Durante las cuatro últimas décadas, Alan García supo moverse como un...

Por RAÚL TOLA, El País 

5 DIC 2018 - 12:09    CST Tuvieron que pasar 17 días desde que el expresidente Alan García ingresó a escondidas en la embajada de Uruguay para pedir asilo diplomático, hasta que el gobierno de Tabaré Vásquez anunció que se lo negaba. Dos semanas y media que paralizaron a la opinión pública peruana y que condujeron al fracaso más estridente en la carrera de uno de los mayores animales políticos del continente.

Durante las cuatro últimas décadas, Alan García supo moverse como un prestidigitador sobre los resbaladizos terrenos de la política. Al dos veces presidente del Perú ya lo habían desahuciado en 1990, cuando su primer gobierno concluyó dejando un país en ruinas, con una economía agonizante, una situación de zozobra nacional por el avance de los grupos terroristas Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, y graves denuncias de corrupción que lo apuntaban directamente.

García pudo recuperarse gracias a un aliado inesperado. El 5 de abril de 1992, Alberto Fujimori, su sucesor, dio un golpe de Estado por el que cerró el Congreso, dejó en suspenso las garantías constitucionales y emprendió una cacería contra sus principales detractores. Su mayor objetivo era el propio expresidente, que consiguió escaparse en las narices de sus perseguidores y se refugió en la embajada de Colombia, donde solicitó asilo. Éste le fue concedido por el Gobierno de César Gaviria, lo que le permitió marcharse a Bogotá y luego a París.

Mientras en Lima se acumulaban las acusaciones por enriquecimiento ilícito y se sucedían las solicitudes de extradición —que fueron denegadas una tras otra, por considerarlas parte de una persecución política—, García vivía con holgura en su elegante piso del Distrito 7, cuya adquisición nunca ha sabido explicar. Apostó por el perfil bajo y tuvo la paciencia suficiente para esperar hasta el año 2001, cuando una resolución de la Corte Suprema de Justicia estableció que los delitos ocurridos durante su primer mandato quedaban prescritos. Entonces volvió al Perú, donde el gobierno fujimorista acababa de colapsar.

Su llegada fue apoteósica. Nada más salir del aeropuerto Jorge Chávez del Callao se dirigió a la Plaza San Martín del centro de Lima, donde lo esperaba un océano de gente enfervorizada. Ahí ofreció un sonado mitin que marcaría su reingreso en la política peruana, así como el comienzo de su campaña para las elecciones presidenciales que se celebrarían dos meses más tarde. Aunque no ganó —aquella vez resultó elegido Alejandro Toledo, quien había encabezado la oposición a Fujimori— consiguió colarse en la segunda vuelta y perder por un margen cercano a los seis puntos, algo asombroso para quien hacía muy poco era considerado un verdadero apestado político.

El milagro terminaría de obrarse en 2016, cuando volvió a tentar la presidencia. Otra vez logró superar los pronóstico y alcanzar raspando la segunda vuelta, en la que enfrentó al nacionalista Ollanta Humala. El temor de ver al Perú convertido en un satélite del chavismo, con sus nacionalizaciones y su autoritarismo, empujó a García a su segundo mandato.

Éste fue muy distinto al primero. Se apostó por el pragmatismo económico y se favoreció las iniciativas de la empresa privada. Ayudado por la explosión de los precios de las materias primas que sucedió al ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio en 2001, el Perú registró tasas de crecimiento asombrosas.

Una vez concluido su mandato, volvió a salir del Perú. Esta vez escogió vivir en Madrid, donde se mantuvo por casi siete años, que interrumpió para participar en unas nuevas elecciones, las de 2016, en las que obtuvo un escaso 6% de votación. Parecía vivir una jubilación dorada en España, hasta que las tornas del caso Lava Jato se echaron a rodar. Pronto se conoció la delación premiada del empresario Marcelo Odebrecht, quien admitió haber repartido sobornos a cambio de obras en tres gobiernos peruanos, entre los que se encontraba el segundo de Alan García.

En los últimos meses se le abrió una investigación por tráfico de influencias en la concesión de la Línea 1 del Metro de Lima, que Odebrecht reconoció haber obtenido gracias al desembolso de coimas. El mismo día que aterrizó en Lima para brindar una declaración ante el fiscal José Domingo Pérez, el portal de investigación periodística IDL-Reporteros publicó un reportaje donde reveló que un abogado brasileño había prestado su nombre para regularizar el pago de 100,000 dólares por una conferencia dictada por García en Brasil que, todo indica, provendría de los fondos de la propia constructora brasileña.

Como consecuencia, el fiscal Pérez solicitó una ampliación de las investigaciones y una orden de impedimento de salida del país por 18 meses, que fue aceptada. Alan García decidió no apelar la medida y la comentó en una serie de publicaciones en Twitter, la red social que más emplea: "Nos allanamos para que nadie piense que ocultamos algo. Y para mí no es una sanción estar 18 meses en mi patria y apoyar al Aprismo", escribió en una de ellas.

Pronto sus palabras se verían desmentidas por sus acciones. Solo unas horas después de recibir el mandato de arraigo, García se condujo a la embajada de Uruguay en Lima, donde presentó un pedido de asilo afirmando ser víctima de una persecución política. Su argumento central era que en el Perú no se vivía en democracia y que los juzgados eran un instrumento del Ejecutivo para acabar con sus opositores.

El Gobierno peruano reaccionó de inmediato, solicitando su derecho de presentar una versión propia de los hechos, para permitir que las autoridades uruguayas tomaran una decisión más informada. Ante esta incómoda situación, el presidente Tabaré Vásquez dijo: "Nos tomaremos el tiempo que sea necesario, porque no está estipulado un tiempo para que el país que recibe a un refugiado político —que esta es la condición actual de Alan García— se tenga que expedir".

Al comienzo se daba por descontado que el asilo sería concedido de oficio (se pensaba que García habría tomado sus precauciones antes de dar un paso tan dramático), pero este retraso empezó a revertir su suerte. Salvo algunos casos contados, la opinión pública peruana fue unánime al considerar que no era un perseguido político, que por primera vez lo investigaba una justicia que no se doblaba ante su poder y que pretendía aprovecharse de la institución del asilo para evadir sus responsabilidades penales. A esta corriente se sumaron varios pronunciamientos como el del embajador de los Estados Unidos, Krishna Urs, y su colega de la Unión Europea, Diego Mellado, quienes manifestaron que el Perú era una democracia y que no existían indicios de una persecución política en contra de García

La espera terminó el 3 de noviembre, cuando Uruguay informó que no concedería el asilo. Al explicar los argumentos que lo llevaron a esta conclusión, el presidente Vásquez dijo: "En el Perú funcionan autónomamente y libremente los tres poderes del Estado, especialmente el Poder Judicial, que está llevando adelante las investigaciones de eventuales delitos económicos del expresidente [García]. Por estas consideraciones estrictamente jurídicas y legales, no concedemos el asilo político".

En esta respuesta pesaron varios factores. El primero, la proximidad del proceso electoral uruguayo de donde saldrá el sucesor de Vásquez. Un asilo a Alan García podía significar un duro revés para el Frente Amplio, que busca mantenerse en el poder, pues lo habría hecho aparecer como un cómplice en la huida de un implicado en el proceso contra la corrupción más grande en la historia de la región. Segundo, la inminencia de la firma de un acuerdo entre la fiscalía de Lima y Odebrecht donde, a cambio de inmunidad, la constructora se ha comprometido a entregar toda la información que tiene sobre el Perú. El resultado de la negativa ha sido un apoyo casi unánime a Tabaré Vásquez.

García, en cambio, vive sus horas más bajas. Ha perdido el aura de imbatibilidad que lo rodeaba, con su pedido de asilo ha fulminado la poca credibilidad que le quedaba (es el político más rechazado del Perú, con un 87% de desaprobación ciudadana) y ha sumido al APRA —el histórico partido al que pertenece— en una crisis de pronóstico reservado. Por el contrario, el pronunciamiento de Uruguay es un espaldarazo para el gobierno de Martín Vizcarra, pero sobre todo para el capítulo peruano de las investigaciones del caso Lava Jato, que esta semana podrían tomar un impulso adicional con la firma del acuerdo de colaboración entre la justicia y Odebrecht.



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