Internacional - Población

El éxodo de los últimos habitantes del Estado Islámico

2019-02-08

En las últimas dos semanas, miles de personas han salido del poblado de Al Baghuz Fawqani,...

Por Rukmini Callimachi | The New York Times

PROVINCIA DEIR EZ-ZOR, Siria — Los hombres que emergieron del último territorio del Estado Islámico recibieron la orden de sentarse detrás de una de las dos líneas pintadas con aerosol naranja en el suelo rocoso y desértico: los sirios se ubicaron detrás de una raya, los iraquíes detrás de la otra.

Las mujeres, quienes vestían hiyabs y llevaban a niños pequeños de la mano, se agruparon en un lugar diferente, también separadas por nacionalidad.

Muchos de los que escaparon estaban tan malheridos por los ataques que tuvieron que ser trasladados en colchones hasta este punto al aire libre para poder rendirse ante la coalición respaldada por Estados Unidos.

A media mañana, las Fuerzas Especiales estadounidenses llegaron en un convoy de vehículos blindados. Los hombres sospechosos de ser combatientes del Estado Islámico recibieron la orden de acercarse en una sola fila, con los brazos estirados, mientras las tropas y los perros rastreadores los examinaban. Después tomaron sus huellas dactilares, una fotografía y les hicieron un interrogatorio.

En las últimas dos semanas, miles de personas han salido del poblado de Al Baghuz Fawqani, el último territorio que sigue bajo el control del Estado Islámico en Irak y Siria, donde alguna vez el grupo llegó a dominar un territorio del tamaño del Reino Unido.

Ese Estado casi ha desaparecido por completo. El mes pasado, el grupo pasó de tener tres poblados a tener dos y después solo uno. Ahora los militantes están confinados en un área de unos 3000 kilómetros cuadrados, similar a la extensión de Central Park.

Al oeste están acorralados por las fuerzas del gobierno sirio. Al sur se encuentra la frontera iraquí, donde las tropas iraquíes están en espera. Del norte y del este reciben el ataque de los ejércitos kurdo y árabe, respaldados por Estados Unidos, conocidos como las Fuerzas Democráticas Sirias.

A medida que se ha cerrado el cerco, incluso quienes se unieron al califato en sus inicios tratan de salvarse.

Según funcionarios kurdos, la mayoría de los que han logrado llegar a este punto en el desierto en los últimos días son las familias de los militantes —sus múltiples esposas y sus numerosos hijos—, mezcladas con solo una pequeña parte de habitantes del lugar. Con la escasez de alimentos, las familias afirman que se han visto obligadas a hervir la hierba que crece a las orillas de las carreteras.

Grandes cantidades de prófugos son extranjeros, principalmente iraquíes que vivieron bajo el régimen del Estado Islámico antes de escapar a este rincón del sureste de Siria cuando las ciudades iraquíes fueron liberadas. Pero entre los fugitivos que llegaron la semana pasada también había alemanes, franceses, británicos, suecos y rusos, una muestra de la gran popularidad del grupo, que logró atraer a 40,000 reclutas de cien países a este Estado naciente.

Mustafa Bali, un portavoz de las Fuerzas Democráticas Sirias, comentó que los representantes del Estado Islámico han solicitado salvoconductos, pero se les negó la petición. “Lucharemos contra todos ellos”, dijo.

No obstante, funcionarios estadounidenses que hablaron a cambio de mantener el anonimato afirmaron que el salvoconducto hacia la provincia siria de Idlib seguía en consideración y un comandante del Ejército aseguró que el grupo había solicitado un camión de alimentos.

Una de las mujeres que se entregó el domingo se estaba rindiendo por segunda vez. La mujer, Amal Mohamed al Soussi, de 22 años, llegó al desierto con sus dos hijas pequeñas de la mano.

Dijo que después de que su esposo —un francotirador del Estado Islámico— fuera asesinado durante la batalla de Al Raqa en 2017, ella se entregó al ejército y estuvo detenida en un campamento durante ocho meses.

Entonces, un día, ella y decenas de esposas de miembros del Estado Islámico fueron trasladadas en camiones al desierto, donde las devolvieron al grupo armado. “Nos ordenaron salir y dijeron: ‘Ahora están en su Estado’”, contó. “Entendimos que era un intercambio de prisioneros”.

La mujer explicó que había sido una ciudadana comprometida con el califato, pero la hambruna hizo que se rindiera. Contó que durante semanas ella y sus hijas subsistieron comiendo alimento para animales. Otra mujer dijo que buscaba una planta que crece en las hendiduras entre los edificios y en las glorietas con el fin de hervirla y obligarse a comerla.

El peligro cada vez mayor al que estuvieron expuestas las familias del Estado Islámico se hacía evidente en la cantidad de personas que a diario se presentaban con heridas.

A una mujer con la pierna destrozada por fragmentos de proyectil la bajaron en brazos del camión en el que llegó; la ayudaron mientras cojeaba hasta el lugar en el que otras mujeres esperaban a que las revisaran. Un hombre mayor se desvaneció sobre un colchón a causa de una herida en la espalda. Una mujer de veintitantos años logró llegar a la zona de revisión, solo para morir momentos después. Su familia no pudo hacer más que cubrirla con una cobija.

Esa tarde, las fuerzas de seguridad cavaron una tumba para la joven en la orilla del suelo rocoso donde se procesaba a los recién llegados.

Solo había una persona de su familia, un primo. Él ayudó a bajar su cuerpo a la tumba y descubrió su rostro el tiempo suficiente para girarlo hacia la Meca. Los hombres que cavaron la tumba levantaron las manos al cielo para orar durante cinco segundos.

Junto a la tumba recién hecha había otras tres, una de ellas medía apenas un metro de largo. Era la última morada de quienes no sobrevivieron al califato.



Jamileth

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