Editorial

¿Obedecer y callar?

2019-03-05

No es eso lo que hoy aceptaríamos, a buena distancia del virrey y de su estilo personal de...

Por Sergio García Ramírez | Revista Siempre

Beatriz Pagés me invitó a las páginas de Siempre!, la prestigiada revista que fundó un amigo generoso y recordado, don José Pagés Llergo. De esa invitación me valgo para ensayar una reflexión sobre temas que preocupan a muchos compatriotas. Por supuesto, hay opiniones y palabras mejores que las mías. Solo diré lo que pienso, a sabiendas de que habrá coincidencias y discrepancias. Respeto a los que difieran, como es propio de la democracia, cuyo estreno iniciamos hace tiempo. Y justamente de eso quiero ocuparme en este momento: de las coincidencias y las diferencias en una sociedad democrática. No cualquiera: la nuestra.

Un virrey muy recordado, el marqués de Croix, que nos favoreció con su gobierno en la segunda mitad del silo XVIII  —el Siglo de las Luces, aunque no lo fuera en el territorio que aquél gobernaba—,  tuvo la amable ocurrencia de acotar la vida, la palabra y las ideas de sus gobernados. Los vasallos  —dijo el virrey— han nacido para obedecer y callar, no para opinar sobre los elevados asuntos del gobierno. Obedientes y silenciosos, los vasallos supieron a qué atenerse, guardaron sus opiniones y orientaron su existencia.

No es eso lo que hoy aceptaríamos, a buena distancia del virrey y de su estilo personal de gobernar, que se hizo famoso por esa inefable ocurrencia. Nos hemos vuelto  —o eso queremos—  inquietos y alegadores. Más: turbulentos y locuaces. Tenemos buenos ejemplos de esta nueva conducta, en pleno bullicio democrático. Sigámoslo. Es nuestro derecho. ¿También nuestra obligación como ciudadanos?

Si yo pudiera  —pero no puedo, ni lo intento—  dirigirme al presidente de la república, ungido por el voto mayoritario de quienes concurrieron a las urnas, probablemente le diría: usted, señor presidente, es el mejor ejemplo del ciudadano que no se resigna a vivir como quería el marqués de Croix. Usted no ha obedecido ni callado. En el curso de muchos años, propuso y condujo acciones de desobediencia civil, flagrante y estrepitosa. Y elevó la voz tan alto como lo hace ahora mismo, para protestar contra un orden que reprobaba y que ciertamente merecía muchos de los reproches que usted le dirigió, sin tregua ni fatiga. Por lo tanto, no fue obediente ni silencioso. De haberlo sido no habría atraído la voluntad de millones de electores ni ocuparía la silla que ahora ocupa, desde la que el gobernante ejerce su tarea como “siervo de la nación”, para decirlo con palabras que utilizó un mexicano al que usted y yo admiramos.

Ahora es el turno de otros mexicanos, que tampoco quieren hacer de la obsecuencia y el silencio un estilo de vida. Sus antecedentes y las convicciones democráticas que usted proclama, señor presidente, nos permiten suponer que respetará y garantizará el derecho de quienes no se resignan a guardar silencio frente a los dichos y los hechos de un gobierno que todos los días abre capítulos de la agenda pública y con ello escribe las primeras páginas de la futura   —inminente—  historia de México. Nuestra historia, la de todos. Nada menos. Hay quienes comparten sus ideas y aplauden sus proyectos, pero también hay quienes no los comparten. Estos esperan, como los otros, que usted los convoque, los escuche y los entienda. Eso esperan, simple y sencillamente porque tienen derecho a esperarlo, tal como usted lo exigía. Para ello se valió de su respetable condición de mexicano. Ahora hay quienes invocan el mismo título para requerir y discrepar.

Es verdad que usted consiguió el respaldo electoral de un gran número de votantes. Estos castigaron una situación que consideraban inaceptable. La ira promovió muchos sufragios. Ira explicable y legítima, de ciudadanos inconformes y defraudados. Con ese cimiento, entre otros, alcanzó la más alta magistratura de la república, cuya primera obligación jurídica, política y ética es proteger la libertad y los derechos de todos los mexicanos. Una vez concluida la campaña electoral, que permite muchas licencias, el ejercicio de gobierno debe tomar otro camino. En una democracia ilustrada por valores y principios de este carácter, gobernar implica atender a todos con igual miramiento y respeto, garantizar el imperio de la ley y sembrar confianza y esperanza. Muchos ciudadanos consideran que eso no está ocurriendo.

No se discute que usted ascendió a la primera magistratura con el apoyo de la mayoría de quienes acudieron a las urnas. Lo que sí se discute  —¿es demasiado atrevido?—  es el ejercicio que el gobernante hace de la mayoría que lo sustenta. La legitimidad de origen debe proseguir con la legitimidad de desempeño. Ese es el “continuo” de la democracia. Hace tiempo algunos observadores de la emergente democracia norteamericana, con Alexis de Tocqueville a la cabeza, temieron que la mayoría política  —obra de una circunstancia—  se convirtiera en una fuerza autoritaria y devastadora. A eso se denominó la “tiranía de la mayoría”. Quiero suponer que usted no desea una situación de esa naturaleza. Lo reprobó como luchador político, en años difíciles, de oposición y combate. No podría aprobarlo y mucho menos practicarlo en estas horas, como primer magistrado de la república.

Gobernar implica atender a todos con igual miramiento y respeto, garantizar el imperio de la ley y sembrar confianza y esperanza. Muchos ciudadanos consideran que eso no está ocurriendo.

Me preocupa que un gobernante divida a su pueblo. Se dirá que esas divisiones precedieron al nuevo gobierno, que son el fruto de antiguas injusticias, que provienen de clamores desatendidos y abusos consumados. Cierto. Pero en todo caso el gobernante debiera favorecer la unión de sus compatriotas, sin perjuicio de las diferencias ni agravio de los derechos de cada uno. Es inquietante que quien ejerce el poder, con enorme fuerza, califique a un grupo de sus compatriotas como “nuestros adversarios”, expresión que un paso más allá significaría “nuestros enemigos”. En el otro extremo  quedan naturalmente los partidarios, que también son los amigos. Así se convierte la patria en arena de batalla y se puebla de trincheras.

La división del mundo político y social  —la de este mundo, donde nos tocó nacer y nos ha tocado vivir, diré parafraseando a Carlos Fuentes—  en hemisferios contrapuestos, división que hemos sufrido en nuestro país y observado en latitudes muy cercanas, no es el mejor medio de ejercer el poder y alentar el progreso y la concordia. Es, por lo tanto, peligroso. Más aún: es injusto. Si usted ha padecido injusticias  —y creo que así ha sido; no olvido el atropello que sufrió a través de un indebido desafuero—  comprenderá bien estos conceptos.

Entiendo que el nuevo gobierno considere necesario conmover al país todos los días y mantenerlo en ascuas, del alba al ocaso, con terribles descubrimientos sobre los males del pasado, que se aliviarán con los bienes del futuro. Es un medio a la mano para ejercer la “gobernanza”. Se comprende que algunos poderosos —de nuevo cuño, sobre todo quienes se hallaban a la espera de una noche de cuchillos largos—  se empeñen en elevar sus monumentos sobre la tumba de los predecesores. También es un medio para el ejercicio de esa forma peculiar de “gobernanza”. Además, es propio de la naturaleza humana. Sin embargo, hoy se habla de transformaciones. Quizá podríamos transformar también el trato civil y dirigirnos a los compatriotas como eso —compatriotas, que viajan en el mismo barco y abrigan las mismas esperanzas— y no como adversarios, y por añadidura hipócritas y reaccionarios. Recordemos que otro mexicano, al que usted y yo admiramos, reconoció con propósito de concordia que también los reaccionarios son mexicanos.

¿Es pedir demasiado? ¿Debemos limitarnos a obedecer y callar, resignados? ¿Y también deberemos alojarnos en un sector de la naciente geografía política y humana, que otorga dominios a los partidarios y asigna reservaciones a los adversarios?

Por algún motivo, que dejaré en el inconsciente, al concluir estas líneas me viene a la memoria otro ejemplo de rechazo a la obediencia y el silencio. Aludo a Martin Niemöller. Este ciudadano alemán pasó de ser simpatizante del autoritarismo a ser huésped en Dachau, que no era un sonriente pueblo mágico de aquel imperio que iba a durar mil años. Niemöller aleccionó: “Primero vinieron por los comunistas, y no dije nada porque no era comunista; luego vinieron por los socialdemócratas, y no dije nada porque no era socialdemócrata; después vinieron por los judíos, y no dije nada porque no era judío; más tarde vinieron por mí, y ya no había quien dijera algo”. Por lo tanto: ¿obedecer y callar?


 



regina