Internacional - Seguridad y Justicia

Tres semanas en un campo de batalla de las pandillas hondureñas

2019-05-09

Al día siguiente fuimos a conocerlos y también a un pastor local, Daniel Pacheco, que...

Por AZAM AHMED, The New York Times

Este artículo forma parte de Times Insider, una serie que retrata la vida de la redacción y la intimidad del trabajo periodístico detrás de los artículos, reportajes y columnas de opinión en The New York Times.

Los primeros indicios de esta historia los conocí mientras tomaba un café con Orlin Castro, quien tal vez sea el periodista hondureño más reconocido de todo San Pedro Sula. Noche tras noche, él y su equipo de camarógrafos recorren las calles con el fin de retratar los aspectos más representativos de la pobreza urbana: homicidios, robos, operativos de drogas, ataques e incluso incendios.

Yo estaba en San Pedro Sula investigando otro tema y una noche me reuní con él para conocerlo y pedirle ayuda. Estaba comenzando a trabajar en un nuevo proyecto: una investigación detallada sobre la epidemia de homicidios que azota a América Latina y el Caribe.

La región tiene las mayores tasas de muertes violentas del mundo, sin excepción, y siete países han producido más homicidios en los últimos veinte años que las guerras de Afganistán, Irak, Siria y Yemen en conjunto.

En Honduras, las facciones en guerra de las pandillas han sumido al país en un estado de crisis. Grupos como la Mara Salvatrucha, o MS-13 como también se le conoce, y la pandilla Calle 18 o Barrio 18, ambas de origen estadounidense, han asediado a las comunidades. En las zonas con presencia de las bandas casi toda la vida cotidiana de los residentes es controlada por los delincuentes, quienes ocupan el lugar de un gobierno corrupto e ineficaz.

Quería capturar la inevitabilidad de la violencia, para mostrar a los lectores cómo era vivirla en carne propia.

El contexto eran las decenas de miles de personas que huyen de la región a pie, en busca de una vida mejor en Estados Unidos. El drama resultante —las caravanas, los continuos tuits del presidente estadounidense y la miseria en la frontera— hacía que esta historia fuera aún más pertinente.

Pero eso no era todo. Me parece que es una visión sesgada analizar los horrores cotidianos que enfrentan los centroamericanos solo a través del prisma de las políticas estadounidenses. Por cada persona que toma la decisión de abandonar su hogar, hay decenas de miles que se quedan, quienes por decisión propia o por falta de opciones deciden permanecer en el país y, a veces, lo pagan con su vida.

Quería retratar cómo era la vida de esas personas; describir su realidad. Castro me compartió sus conocimientos enciclopédicos sobre las distintas zonas de la ciudad, además de describirme lo que sabía sobre las dinámicas en juego. Mencioné un barrio donde se estaba desarrollando una guerra entre la MS-13 y una pandilla pequeña que luchaba por mantener su independencia.

Pero el reportero negó con la cabeza. Ese barrio estaba fuera de los límites: un reportaje descuidado para un documental le había dado a la policía una lista detallada de los miembros de las pandillas, que se convirtieron en sus objetivos, así como de sus ubicaciones, por lo que el acceso para futuros periodistas quedaba descartado.

Entonces visitamos otras partes de San Pedro Sula. Pregunté, por curiosidad, si había algún lugar donde los residentes se hubieran levantado en armas contra las pandillas, como un grupo de autodefensa. Este tipo de grupos han surgido en México, Afganistán y otros lugares donde he trabajado. Parecía lógico que algo similar pudiera ocurrir en Honduras.

Castro sonrió y me dijo: “Deberías hablar con los miembros de Casa Blanca”.

El periodista hondureño desconocía los detalles pero, a grandes rasgos, su versión involucraba a desertores de pandillas que habían tomado las armas para luchar contra las mismas bandas a las que habían pertenecido. Ahora eran hombres marcados que no tenían otro remedio que defenderse en una batalla constante por su vida.

Al día siguiente fuimos a conocerlos y también a un pastor local, Daniel Pacheco, que estaba tratando de encontrar el modo de calmar los tiroteos que enfrentaban casi a diario.

Sentados en un patio trasero me contaron su historia. Alguna vez pertenecieron a la pandilla Barrio 18, pero en 2016 la policía derrocó a sus líderes; los que seguían en las calles decidieron unirse a un nuevo grupo, pero después de unos meses se hastiaron y avergonzaron por la manera en que trataban a sus vecinos. Así que se rebelaron y ganaron. Hubo más enfrentamientos y, al final, salieron victoriosos.

Sin embargo, si dejar una pandilla no es fácil (suele ser una sentencia de muerte), expulsar a una de un barrio de manera violenta es imperdonable. Para empeorar las cosas, desde su deserción, habían surgido nuevas amenazas, entre ellas las de la MS-13. Me contaron que la Mara Salvatrucha los acosaba y amenazaba todos los días.

Les pregunté a qué se referían con amenazar; ellos silbaban, me dijeron. Al anochecer, cuando el sol se ocultaba en el horizonte, los pandilleros de la MS-13 llegaban a los límites de su barrio y les silbaban. Como era de esperarse, treinta minutos después, los silbidos comenzaron. Era escalofriante, tan aterrador como lo que estaba por suceder: tiroteos, ataques armados y reuniones clandestinas con los mismos líderes de la MS-13 que intentaban matar a los miembros de Casa Blanca.


Era aterrador porque en ese momento me di cuenta de que esos niños no tenían otra salida, y digo niños porque la mayoría eran adolescentes, apenas en edad de comenzar a rasurarse. Sabía que para contar su historia tenía que estar en la comunidad, sin andar yendo y viniendo entre el hotel y el barrio. Quería intimidad y proximidad: estar ahí todo el tiempo para ser testigo de los acontecimientos como se fueran suscitando.

Además, quería reflejar las realidades de la vida en el barrio Rivera Hernández a través de las voces de quienes vivían ahí: pandilleros, residentes, comerciantes y familias. Así que le pregunté al pastor si Tyler Hicks, el fotógrafo, y yo podíamos vivir con él durante las semanas que estuviéramos en la ciudad.

Al principio, no sabía cuán importante sería para la historia; di por hecho que nos ayudaría en algunas cosas, pero que pasaríamos la mayor parte del tiempo con los miembros de Casa Blanca. El pastor vivía a unas calles, en el territorio de Barrio 18.

Sin embargo, cuanto más tiempo pasamos ahí, en especial después de la primera balacera, en la que vi a un matón de la MS-13 sembrar el pánico en el barrio sin el menor titubeo, la historia comenzó a centrarse en el pastor. Él estaba actuando, arriesgando la vida por intervenir. Así que pasé mucho más tiempo a su lado, reaccionando a cada acontecimiento descrito en el reportaje. En total, pasamos alrededor de tres semanas juntos.

Fui testigo de primera mano de todas las escenas que relaté, a excepción del ataque en casa de Fanny, quien daba refugio a los miembros de Casa Blanca (llegué inmediatamente después de que los hombres armados se fueron).

Estuve ahí cuando un francotirador de la MS-13 disparó en el barrio a plena luz del día; cuando Pacheco rastreó al líder de la MS-13 para pedirle que les perdonara la vida a los miembros de Casa Blanca; cuando habló con los pandilleros de la MS-13 que estaban asolando al barrio y presencié el momento en que un representante de Casa Blanca pudo dialogar con la MS-13.

Todo sucedió de esa forma –no habría podido planear estar ahí cuando se desatara toda la violencia y Pacheco arriesgara su vida para detenerla–. El drama –los tiroteos, las amenazas, el miedo– nos unieron más y, por lo tanto, fue más fácil acercarme a los miembros de Casa Blanca.

Se acostumbraron a verme y confiaron en mí. Estuve ahí todos los días, escuchando, tomando notas, haciendo preguntas. Pero, principalmente, estaba al lado del pastor, un objetivo informativo que no había anticipado cuando nos encontramos por primera vez, y eso fue lo que más credibilidad me dio para entrar en la vida de gente con la que de otro modo me habría tomado años poder hablar.

Siento admiración por el pastor y fue una gran compañía. Se reía todo el tiempo, incluso en los escenarios más funestos. Era ingenioso y sus intenciones eran honestas. Creo que también consiguió algo de consuelo con mi presencia.

En más de una ocasión, cuando nos sentábamos a hablar con el líder de alguna pandilla, el pastor se presentaba y, de inmediato, me dejaba hablar. Yo me quedaba estupefacto: estaba ahí como observador, no para hablar. Poco a poco me fui habituando a sus tácticas y aprendí a romper el hielo y a preguntar las cosas que verdaderamente quería saber: cómo funcionaban las pandillas, cuáles eran sus planes para Casa Blanca y qué lugar ocupaba la violencia en sus estructuras.

Estas entrevistas le dieron al pastor la oportunidad de conocer información muy importante. Estaba tratando de convencer: quería persuadirlos para que optaran por la paz, pero de manera que sintieran que la idea había salido de ellos. Para cuando terminaron nuestras tres semanas, con posibilidades de paz en el horizonte, Pacheco me dijo que esta había sido la intervención en la que más se había involucrado y también la más riesgosa que había intentado. Y eso fue muy emotivo. Mientras volvíamos a su casa, luego de una de nuestras reuniones con una fuente, rompió en llanto.

Después de mi partida, todo lo conseguido comenzó a venirse abajo: el acuerdo de paz, el trato con la MS-13 e incluso la dirección de la violencia. Uno de los personajes principales fue asesinado por la pandilla de Calle 18, Reinaldo, un joven callado y honesto a quien conocí en mi primer día en el territorio de Casa Blanca.

Al terminar mi reportaje, me costó poder sacar algo positivo de la experiencia. A pesar de todo el esfuerzo, el tiempo, los riesgos y la pasión que el pastor invirtió en su campaña, al final no pudo salvar las vidas de quienes intentó proteger arriesgando la suya propia. Y a pesar de todo, el pastor seguía adelante, sin ayuda del mundo exterior y prácticamente sin que nadie fuera testigo de sus acciones.

Al final, fue un final esperanzador en medio de las enormes dificultades que se viven en ese barrio hondureño.



regina