Ecología

¿Volar menos o no volar?

2019-08-05

Un movimiento que reivindica reducir los vuelos o, incluso, dejar de volar por completo por un...

Raquel Seco | El País

La actriz Emma Thompson voló en abril de Los Ángeles a Londres (8,600 kilómetros) para participar en las protestas de Extinction Rebellion, el grupo activista contra el cambio climático nacido en el Reino Unido. Los críticos se le echaron encima: ¿de verdad valió la pena, se preguntaban, una huella de carbono de dos toneladas para participar en una manifestación ecologista?

Con cada vez más frecuencia, alguien en el mundo se cuestiona algo parecido. Y, como respuesta, un movimiento que reivindica reducir los vuelos o, incluso, dejar de volar por completo por un tiempo o indefinidamente, parece estar pasando de lo anecdótico —una apuesta radical y poco realista— a lo culturalmente relevante. Se habla de ello, principalmente, gracias a la mediática activista medioambiental sueca Greta Thunberg. La adolescente recorrió en abril Europa (Estocolmo, Estrasburgo, Roma y Londres) en su campaña de concienciación, y lo hizo en tren —no coge aviones desde 2015—. “Recientemente me han invitado a hablar en Panamá, Nueva York, San Francisco, Abu Dabi, Vancouver… Tristemente, nuestro presupuesto de CO2 no permite estos viajes”, explicó el año pasado en ­Twitter. “Mi generación no podrá volar más que para emergencias si no nos tomamos en serio la advertencia sobre el límite de 1,5 grados de temperatura”, añadió, refiriéndose a los objetivos del Acuerdo de París para limitar el aumento del calentamiento global. Esta semana ha trascendido que Thunberg asistirá en septiembre a la Cumbre sobre Acción Climática de Naciones Unidas en un velero que usa energía solar, el Malizia II. El viaje, al que ha sido invitada, le llevará dos semanas.

Thunberg, como otros activistas medioambientales hoy, no habla de cambio climático, sino de “emergencia climática”. Y las emergencias, sostienen estos, deben abordarse con medidas tajantes. En Suecia, donde ella nació, ha nacido también el término flygskam, traducido como “vergüenza de volar”, que se ha extendido como la pólvora en los medios de comunicación. Y no solo ahí: en la última reunión anual de la Asociación Internacional del Transporte Aéreo (IATA, por sus siglas en inglés), el presidente de la institución, Alexandre de Juniac, advirtió a los 150 directivos presentes que, “si no se cuestiona, este sentimiento crecerá y se extenderá”, informa Reuters.

En Suecia viven las fundadoras de Flygfritt 2020, una campaña que anima a comprometerse a no volar durante todo el año que viene. Maja Rosén y Lot­ta Hammar pretenden reunir 100,000 firmas —van por las 20,000 y la iniciativa se ha extendido a 10 países—. Rosén dejó de coger aviones en 2008, cuando era una decisión todavía más minoritaria que hoy. “Antes no comía carne y no usaba el coche por principio, pero volaba de vez en cuando. Hasta que me di cuenta de lo grave que es la situación”, cuenta en una conversación telefónica. La mayoría de la gente, asegura, no es consciente de la gravedad del problema, y tiende a pensar que las consecuencias las sufrirán otros, en un futuro lejano. Pero la situación es tal, insiste, que no vale esperar a que los Gobiernos y las instituciones reaccionen: todo el mundo, en su medida, debe hacer lo que esté en su mano. “Si coger un vuelo disminuye las oportunidades de que mis hijos vivan, no me resulta difícil tomar la decisión”.

La activista sueca Greta Thunberg va a viajar a Nueva York en un velero solar: tardará dos semanas.

Las emisiones del turismo rondan el 8% del total mundial, es decir, igual que las de la industria ganadera o el transporte en coche, detalla un estudio publicado en Nature Climate Change. Y los viajes de largo recorrido están en crecimiento constante: en 2018 hubo 1,400 millones de viajeros internacionales, un 6% más que el año anterior, según el barómetro de la Organización Mundial del Turismo. Del total de las emisiones turísticas, los vuelos suponen el 20% —un avión emite hasta 20 veces más dióxido de carbono (CO2) por kilómetro y pasajero que un tren, según datos de la Agencia Europea del Medio Ambiente—. Hoy, alguien que viaja de Londres a Nueva York genera las mismas emisiones que un europeo al calentar su casa durante un año entero, según la Comisión Europea.

Con este panorama, ¿está justificada la vergüenza por volar o, al menos, la preocupación por el impacto que tienen nuestras escapadas? Hace poco, el mismo dilema al que se debió de enfrentar la actriz Emma Thompson al tomar un vuelo intercontinental le ha tocado a William Edelglass, filósofo medioambiental que vive en el Estado rural de Vermont (EE. UU.), en una granja alimentada con placas solares. Ha sido invitado a viajar a China para impartir unas conferencias sobre cambio climático a 80 filósofos, y él, que trata de priorizar los viajes locales en tren o las videoconferencias, ha acabado decidiendo viajar. “Lo justifiqué ante mí mismo porque son dos semanas enteras de seminarios y conferencias” formando a otros sobre cambio climático, cuenta por teléfono, a pesar de que, a posteriori, calculó que el vuelo (de Boston a Shanghái) emitirá 7,000 kilos de CO2.

Situaciones como la suya resumen bien la tragedia de los pastos comunes, un caso que desarrolló el ecologista Garrett Hardin en la revista Science en 1968. El ejemplo que usa Hardin es el de un campo de uso público al que los pastores pueden llevar su ganado. Si no existe regulación, cada pastor puede explotar más allá del límite las capacidades del terreno, llevando cada vez más animales para su propio beneficio. Mientras que el posible beneficio a corto plazo —alimentar a más animales, hacer un viaje en avión— es individual, los costes a medio o largo plazo —un campo yermo e inútil, el imparable calentamiento global— acaban siendo compartidos.

Los expertos que siguen la teoría de Haldin creen que no se puede pedir a los individuos que operen contra su nuevo interés, y que la única vía para asegurarnos de evitar el desastre es tener regulaciones que nos impidan destruir los recursos. Una postura opuesta, y muy polémica, es la del filósofo Walter Sinnott-Armstrong, que en 2005 publicó un artículo académico titulado It’s Not My Fault: Global Warming and Individual Moral Obligations (no es mi culpa: calentamiento global y obligaciones morales individuales). En él planteaba un ejemplo: es domingo y alguien quiere conducir su coche —uno que consume muchísima gasolina— solo por diversión. ¿Debe dejar de hacerlo por el planeta? No, dice Sinnott-Armstrong. Podemos criticar su decisión, pensar que ese conductor debería avergonzarse de su poca conciencia ecológica, pero no está violando, estrictamente, ninguna obligación moral. Es el Gobierno, no el ciudadano, sostiene, el que está moralmente obligado a combatir el calentamiento global. La decisión individual de no usar combustibles fósiles es respetable y admirable, pero, matiza, algunos de los que aplican esta medida en su día a día creen que ya han cumplido con su deber y no se implican en cambiar políticas gubernamentales. El debate que plantea Sinnott-Armstrong, sobre acción individual y acción colectiva, viene de largo. Algunos psicólogos llaman “licencia moral” a cómo nos justificamos cuando, por ejemplo, compramos electrodomésticos que son eficientes y luego los usamos mucho más que los anteriores, sin culpa. Sentimos que ya hemos cumplido con nuestro deber.

Cada tonelada métrica de dióxido de carbono derrite tres metros cuadrados del Ártico.

Sinnott-Armstrong propone, por tanto, “disfrutar tu domingo conduciendo mientras trabajas para cambiar las leyes, leyes que harán ilegal que disfrutes tu domingo conduciendo”. Mucha gente estará en desacuerdo. Y la sensación generalizada es que los problemas son demasiado grandes, y las consecuencias, muy abstractas.

Varios estudios contrarrestan esta impresión. El filósofo y activista medioambiental John Nolt, de la Universidad de Tennessee, calculó en 2011 que un estadounidense medio causará, con sus emisiones a lo largo de la vida, la muerte o el “sufrimiento grave” de dos personas. Un estudio publicado en Science en 2016 arrojó cifras concretas de lo que cuesta uno de nuestros vuelos: cada tonelada métrica de dióxido de carbono derrite tres metros cuadrados en el Ártico.

En pleno debate sobre responsabilidad medioambiental, el Gobierno francés ha anunciado una ecotasa de 1,5 a 18 euros en los billetes de avión, que reinvertirá en infraestructura para transportes más ecológicos; y Holanda y Francia discuten en sus Parlamentos si prohibir los vuelos cuyo recorrido se puede realizar en tren en tres horas o menos. En contra tienen el coste (hace poco se hizo público que hasta Network Rail, la empresa pública de ferrocarriles del Reino Unido, anima a su personal a volar en vez de tomar trenes si supone un ahorro) y el tiempo: no todos quieren, o pueden, gastar en transporte las horas que podrían disfrutar de vacaciones. Hasta las aerolíneas parecen tomar consciencia de la creciente preocupación ciudadana, como denota la última campaña de la holandesa KLM, que anima a los consumidores a priorizar el tren o las videollamadas de trabajo.

La industria de la aviación busca soluciones, como desarrollar combustibles sostenibles y aviones más eficientes. Pronto, el plan internacional de reducción exigirá a las aerolíneas que compensen las emisiones de CO2 financiando proyectos de energía sostenible —antes los planes de compensación se centraban en la reforestación—. Hasta ahora el cliente debía elegir si pagar la compensación al comprar un billete, pero la opción ha ido desapareciendo de las webs de las aerolíneas. Y hay otras opciones, menos populares en la industria. Según un informe de la Comisión Europea filtrado en mayo, subir los impuestos al combustible de la aviación reduciría las emisiones en un 11%. Y… subiría los precios de los billetes un 10%.

Lo más complicado es que dejar de volar o volar menos exige un cambio cultural en esta era del posturismo. Buscamos experiencias, sentirnos parte de un lugar, aunque sea por unos días; llevarnos una emoción, además del selfi de rigor. “Todos queremos ir a destinos exóticos y encima estar solos”, resume Mónica Chao Janeiro, profesora de la escuela de negocios ESCP Europe y experta en sostenibilidad y turismo. Incluso quienes se preocupan por el medio ambiente continúan valorando mucho los viajes internacionales como una muestra de “civilización”, afirma Luke Elson, filósofo de la Universidad de Reading. Puede ser que un modelo con vuelos más escasos y caros, pero más respetuosos con el medio ambiente, desdemocratice el turismo —a no ser que se aplique un modelo similar al de los impuestos progresivos: tasar más a quien más viaje—. Y ni siquiera esto parece garantizar que vayamos a cuidar mejor del planeta. Basta mirar al Everest, donde la ascensión es restringida… y la cumbre está colapsada y llena de basura.



Jamileth
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