Entre la Espada y la Pared

Violencia en El Paso

2019-08-12

Lo ocurrido en El Paso es un acto injustificable que siega vidas, enluta y destruye familias,...

Por Morelos Canseco Gómez | Revista Siempre

La irracionalidad y el fácil acceso a las armas de fuego de mayor capacidad destructiva se combinaron nuevamente en perjuicio de una comunidad estadounidense. En el primer día de este mes la violencia sin sentido se ejerció sobre las familias que realizaban sus compras, probablemente por el regreso a clases, en un establecimiento de autoservicio en El Paso, Texas, del otro lado de Ciudad Juárez, Chihuahua.

Dentro de la asimetría que caracteriza la relación de nuestro país con los Estados Unidos (EU), la simbiosis que se produce entre las comunidades de la franja fronteriza es singular. Los cruces son cotidianos, el desarrollo de los asentamientos fronterizos estadounidenses está relacionado con el comercio local, el desarrollo inmobiliario y la oferta de empleo a quienes ambos países les otorgan la nacionalidad.

Lo ocurrido en El Paso es un acto injustificable que siega vidas, enluta y destruye familias, agravia comunidades y ofende a las sociedades que lo hemos padecido. La condena y el reproche han sido –como es necesario- severos y puntuales, y deben constituirse en elementos para convocar a la acción que logre prevenir y evitar que vuelva a suceder.

Sabemos que en los EU ésta es una aspiración que los ha eludido. Los tiroteos masivos se apilan en su historia reciente. Desde los hechos en Columbine, Colorado, en 1999, han sido una pesadilla para sus comunidades. Con toda razón, pero también con apreciable ineficacia, después de los hechos se ordenan las ideas en los discursos del jefe de Estado (varios), se plantean grupos de trabajo y se delinean los trazos de una estrategia para hacer frente al problema. Sin embargo, los acuerdos sobre que cómo hacerlo escasean y, con el tiempo, se pierde el impulso; el ciclo se repite ante una nueva tragedia.

El problema por atender es más que conocido: la Segunda Enmienda a la Constitución de 1787, aprobada tan sólo cuatro años después, con el derecho a de los particulares a poseer y portar armas conforme a su texto: “Siendo necesaria una milicia bien organizada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido”.

Bien se ha dicho que son muy diferentes la situación de un nuevo Estado con apenas tres lustros de su Declaración de Independencia y su condición en el siglo XXI. Y, por otra parte, la teleología de la norma: milicia ciudadana para asegurar la pervivencia del Estado. También conocido es el principio de que ningún derecho es absoluto y admite regulación y límites para su ejercicio.

A la Segunda Enmienda están vinculadas una concepción del derecho desvinculada de su fin originario y una industria de investigación, producción y venta de armas de fuego con una significativa clientela en los EU y fuera de ellos. Esa industria y la promoción de sus intereses es el sustento de la legislación que permite la sencilla adquisición de armas de fuego con una capacidad destructiva y letal que debería mover a más que la reflexión sobre quién y en qué condiciones, puede tener acceso a ellas mediante una transacción mercantil. Industria, desde luego, que financia campañas e impulsa sus pretensiones en los poderes legislativo y ejecutivo de los EU.

En este escenario, los crímenes de El Paso presentan un componente de particular preocupación y actuación indispensable para el Estado mexicano y sus instituciones.

¿Qué detonó el acto irracional del agresor? La discriminación, el racismo y el odio hacia nosotros, hacia los nacionales de México. El prejuicio contra quienes pertenecemos a una sociedad con antecedentes históricos y culturales propios pero distintos, y la estigmatización del pueblo mexicano no sólo como un peligro para la sociedad estadounidense, sino como delincuentes carentes de respeto alguno a principios y leyes para la convivencia social.

Si los EU no han encontrado la solución a la disfunción de los tiroteos masivos, ¿podrán hacer algo ante el odio hacia las poblaciones mexicana y latinoamericana o cuyo origen está en ese ámbito geográfico-cultural y que no sean el blanco de nuevas agresiones? La respuesta parece negativa.

Y con mayor razón si la fuente de las expresiones de rechazo, discriminación y odio hacia México y lo mexicano que se anidan en algunos ámbitos de la población estadounidense es el discurso y la conducta del residente temporal de la Casa Blanca. Donald Trump construyó una parte de su respaldo electoral en 2015 y 2016 a partir de denostar, descalificar y agredir a los mexicanos que viven en los EU y a los estadounidenses de origen mexicano.

Sin duda su comportamiento era y ha sido contrario a la obligación de no discriminar por ninguna causa, pero particularmente por las características étnicas y lingüísticas de cualquier persona, establecida en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH).

Lo hizo como precandidato y lo amplió como candidato -ojalá pudiéramos olvidar su visita a nuestro país del 31 de agosto de 2016 bajo los auspicios y oficios del entonces secretario de Hacienda. Lo ha expresado como presidente y, seguramente lo volverá a utilizar en la campaña por su reelección.

Aunque tras los dolorosos hechos en El Paso y en Dayton, Ohio, se haya buscado el control de daños con un discurso de condena a la violencia ocurrida y de convocatoria -una vez más- a la conformación de una estrategia y acuerdos bipartidistas, la triste realidad es que quien ha generado la estigmatización y el caldo de cultivo de las manifestaciones de odio hacia los mexicanos entre la población estadounidense es el presidente Trump.

Es deber del Gobierno de México y hace bien en cumplirlo, realizar la defensa de los connacionales en el exterior. Cabe exigir la investigación exhaustiva, el enjuiciamiento del o los responsables, las sanciones severas y las indemnizaciones que proceden, así como la adopción de las medidas necesarias para evitar nuevas expresiones de racismo contra los mexicanos en los EU. Pero también hay que demandar al Gobierno estadounidense y a su presidente que cumpla con la obligación más elemental y general de la CADH y garantice a toda persona que se encuentre en su territorio el disfrute de los derechos y las libertades “sin discriminación alguna por motivos de raza…, origen nacional, nacimiento o cualquier otra condición social.”

La prueba de hoy es qué, si bien en los EU en público se usa un lenguaje políticamente correcto, la cultura de la discriminación racial pervive. Aunque el endurecimiento de la administración Trump ante la migración del sur del hemisferio occidental es multifactorial, quizás el principal de esos factores es la discriminación racial.

Hay racismo contra los mexicanos. Por ello, no hay certeza de que el hecho doloroso y trágico no se repita. Lo terrible es que su génesis asciende hasta el inquilino de la Casa Blanca. Es la persona que amenazó con sanciones comerciales si no se adopta y sigue la política migratoria de los EU en México y que ha logrado establecer -sin reglas- una nueva certificación sobre la colaboración de México, que recuerda la contenida en la Ley contra el Abuso de Drogas de 1986. No cabe hacerle ninguna confianza porque no la merece.



Jamileth