¡Basta ya!

Violencia contra las mujeres

2019-08-28

La mujer ha tenido que librar una larga lucha por la igualdad con el hombre, primero ante, para y...

Por Morelos Canseco Gómez | Revista Siempre

Reconozcamos la realidad y hagamos a un lado lo que evite apreciar el problema. La realidad es que las mujeres se enfrentan a situaciones indignantes e intolerables de violencia de todo tipo en nuestra sociedad.

Dejemos, por tanto, para su análisis y atención, si la marcha-manifestación del 16 de agosto en curso contuvo no sólo demandas legítimas y planteamientos fundados sino acciones que desbordaron la protesta hacia el daño de monumentos –incluida la base del Ángel de la Independencia– e instalaciones públicas y el ejercicio de violencia física, por demás injustificada, hacia algunas personas, como la cobarde y salvaje agresión que sufrió –de un cobarde– Juan Manuel Jiménez de ADN 40.

Y también apartemos, no sin la necesidad de reflexión y acción, la falta de capacidad del gobierno de la Ciudad de México y su titular, Claudia Sheinbaum, para apreciar el entorno -desde su toma de posesión misma- y adoptar las determinaciones adecuadas a las condiciones fácticas de la entidad federativa: privarse de los servicios de inteligencia y de reacción que demanda una urbe de las características de la capital de la República.

Ante la comisión de ilícitos se requiere la aplicación de la ley y el destierro de la impunidad; la manifestación no delinque, los ilícitos los cometieron personas y es imperativo identificarlas y enjuiciarlas, incluso por la reivindicación del movimiento en defensa de la seguridad física y psicológica de las mujeres en la Ciudad de México y en el país.

Con base en lo ocurrido cabe rectificar, para que privarse de ojos y oídos no se vea como un gesto “democrático”, sino como un error producido por la ilusión de que basta la altura de miras y las buenas intenciones para defender las libertades de quienes se esconden en ellas para generar desorden e intranquilidad; al tiempo de comprender que la fuerza coactiva del poder público es legítima y necesaria en virtud del mandato recibido y de las obligaciones que han de cumplirse, al tiempo que tener y exhibir la capacidad de fuerza puede ser la vía para no ejercerla.

Hecha la escisión temática, la cuestión lacerante y que nos denigra como sociedad son las manifestaciones de violencia a las cuales se encuentran sometidas las mujeres en la convivencia cotidiana. Tenemos un problema de deformación cultural. Aquí la acumulación de hechos y la información estadística alarman, por la reiteración de la conducta, si bien la gravedad de esos comportamientos no deviene del número sino de su esencia.

Mucho revela que en algunas ciudades de nuestro país la regla de ocupación de los espacios en el transporte público colectivo sea la separación de las mujeres y de los hombres. Ante el riesgo del quebranto a las normas básicas de convivencia, la solución práctica ha sido poner distancia entre quienes pueden ser agredidas y quienes podrían asumir un comportamiento inadecuado e incluso de acoso y violencia.

Sin duda, la animalidad –o quizás mejor, la bestialidad– debe ser prevenida y contenida. Es, no obstante, una medida práctica, pero no la solución. El problema sigue ahí.

Y es, justamente, la pervivencia del acoso, de la agresión y de la violencia impunes o casi impunes por completo, el sustrato legítimo de la exigencia de un cambio radical. No es un hecho específico, aunque sea uno el catalizador de la movilización para exigir la acción necesaria e inaplazable. Es la permanencia de la pulsión violenta.

La mujer ha tenido que librar una larga lucha por la igualdad con el hombre, primero ante, para y en la ley –la formal–, y luego la sustantiva en el acceso a la esfera de derechos y libertades. La plena incorporación de la mujer al proceso económico en situaciones de guerra implicó un cambio social; y también el acceso pleno al sufragio, la educación y el empleo con base en la premisa de la igualdad de oportunidades.

El reconocimiento del rezago en el disfrute igualitario de esas oportunidades sustentó las acciones afirmativas como deber de justicia y, sobre todo, práctica activa contra estereotipos y preconcepciones culturales sobre el papel de la mujer en la sociedad.

Hay avances innegables e, incluso, significativos. Sin embargo, la reclamación presente no es la falta de igualdad formal o la lucha por la igualdad sustantiva, sino una cuestión básica y por demás elemental. Es intolerable que las mujeres realicen sus actividades cotidianas de toda índole bajo una injusta condición de temor, de miedo y de inseguridad ante la imprevisible agresión de alguien del sexo opuesto, simplemente por ser mujer.

El miedo derivado de un entorno de hechos violentos que agravian, lastiman, pretenden juzgar, intentan sobajar y buscan someter a la mujer por una incomprensible idea de “poder” anclada en la acepción machista del sexo masculino.

La generación del miedo que tiende –en el fondo– a impedir el ejercicio de la libertad inherente a la dignidad de toda mujer. La falta de respeto, el acoso y la violencia en contra de las mujeres son conductas que persiguen intimidar, amenaza y ejercer la fuerza bruta para conculcar la libertad de ser, de creer, de decidir, de hacer y de sentir en la riqueza de la autonomía que sólo corresponde a cada persona.

La protesta, la indignación y reivindicación del derecho irrestricto al respeto de la integridad física y psicológica de las mujeres que se articuló en la capital de la República hace unos días, constituyen expresiones por demás justificadas.

El grito ante la violencia que soportan es muy grave, porque transluce una deficiencia social preocupante: la amenaza deviene del hecho de ser mujer y la agresión potencial del hecho de ser hombre.

Una amenaza encubierta al usar el transporte, al desempeñar un empleo, al acudir a un lugar público e, incluso, al estar en el entorno propio o familiar, donde la violencia todavía más aberrante.

Tenemos un problema serio. Nuestra educación y socialización deben prevenir y desterrar el estereotipo machista en el que se incuba esta violencia. No podemos permitirla. Debemos propiciar el compromiso social más amplio para desterrar la violencia de la vida de las mujeres de nuestro país. Es, por definición, una causa nacional.



Jamileth
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