Ecología y Contaminación
Alentadora recuperación de arrecifes corales de Jamaica
Por CHRISTINA LARSON
OCHO RÍOS, Jamaica (AP) — Everton Simpson surca el mar Caribe con su lancha, observando las franjas de color y tratando de descifrar lo que hay debajo. Un verde esmeralda indica que el fondo es arenoso. Un azul zafiro revela la presencia de hierbas marinas. Un color índigo anuncia arrecifes de corales. Eso es lo que busca.
Encamina su lancha hacia un sector conocido como el “criadero de corales”.
“Es como una selva submarina”, comenta, ajustándose el tanque de oxígeno antes de tirarse hacia atrás y sumergirse en las aguas claras. Baja unos ocho metros (25 pies) llevando un par de tijeras de metal, un sedal y una caja de plástico.
En el lecho marino, pequeños fragmentos de corales cuelgan de sogas, como medias al sol. Simpson y otros buzos cuidan esta especie de vivero submarino como los jardineros cuidan sus plantas, sacando lenta y trabajosamente los caracoles y los gusanos que se alimentan del coral inmaduro.
Cuando cada unidad tiene el tamaño de una mano humana, Simpson las coloca en su caja y las “trasplanta” a un arrecife, un proceso equivalente a plantar separadamente cada hebra de pasto en la tierra.
Las especies de coral crecen cada vez más rápido. Y no es posible simplemente esparcir semillas.
Unas pocas horas después, en un lugar conocido como Dickie’s Reef, Simpson vuelve a zambullirse y usa hilo de pesca para atar racimos de coral cuerno de ciervo a afloramientos rocosos, un recurso temporal, hasta que el esqueleto de caliza del coral crezca y se adhiera a la roca. El objetivo es apuntalar el crecimiento de un arrecife de corales. Por ahora, está funcionando.
La vida de casi todos los jamaiquinos gira en torno al mar, incluida la de Simpson, quien vive en una modesta casa que se construyó él mismo cerca de la costa del norte de la isla. Este vigoroso hombre de 68 años se dedicó a muchas actividades a lo largo de su vida, siempre ligadas al océano.
Fue pescador con arpón e instructor de buceo, entre otras cosas, y comenzó a trabajar como “jardinero de corales” hace dos años, en el marco de un esfuerzo por revivir los arrecifes de Jamaica a punto de la extinción.
Los arrecifes de corales son a menudo llamados “la selva del mar” por la sorprendente diversidad de vida que albergan.
Apenas el 2% del fondo del océano está cubierto por corales, pero esas estructuras con formas que van desde cuernos de reno hasta cerebros humanos, son el sustento de una cuarta parte de todas las especies marinas. Allí depositan sus huevos el pez payaso, el pez loro, el mero y el pargo, que también se esconden de los depredadores en los recovecos y las grietas de los arrecifes. Su presencia atrae a su vez a anguilas, serpientes de mar, pulpos e incluso tiburones. En los arrecifes más saludables abundan las medusas y las tortugas marinas.
Los peces y los corales tienen una relación de dependencia mutua. Los peces dependen de su estructura para evitar peligros y depositar sus huevos, y también se comen a los rivales de los corales.
La vida en el fondo del océano es como una contienda por espacio en cámara lenta, o un juego submarino de sillas musicales. Los peces tropicales y otros animales marinos, como los erizos, se comen las algas que pueden competir con los corales por espacio. Cuando hay pocos peces, los corales se resienten. Y viceversa.
Luego de una serie de desastres, naturales y causados por el hombre, en las décadas de 1980 y 1990, Jamaica perdió el 85% de sus otrora pletóricos arrecifes de coral. La pesca, paralelamente, se redujo a una sexta parte de lo que fue en los años 50, con el impacto económico que ello conllevó en las familias que vivían del mar. Muchos científicos pensaron que los arrecifes de corales habían sido reemplazados permanentemente por algas, como cuando la selva cubre una catedral en ruinas.
Pero hoy los corales y los peces tropicales están reapareciendo lentamente, gracias en parte a una serie de cuidadosas intervenciones.
La delicada labor de los jardineros de corales es apenas una parte de la recuperación de los arrecifes, y tal vez la más sencilla. Convencer a los pescadores de toda la vida de que saquen menos peces, de que pesquen en determinados sitios y de que no echen tanta basura al mar es mucho más complicado.
Pero los esfuerzos están dando resultados.
“Los corales están volviendo, y también los peces”, dijo Stuart Sandin, biólogo marino del Instituto Scripps de Oceanografía de La Jolla, California. “Es probablemente uno de los arrecifes de corales más vibrante que he visto en Jamaica desde los años 70”.
“Cuando le das una oportunidad a la naturaleza, ella se recupera sola”, agregó. “No es demasiado tarde”.
Sandin estudia la salud de los arrecifes de corales en todo el mundo como parte de un proyecto de investigación llamado “El desafío de las 100 islas”. Partió de la base de que las islas más pobladas son las que más han degradado los hábitats de las especies marinas, pero comprobó que los humanos pueden ser una bendición o una maldición, dependiendo de cómo manejan los recursos naturales.
En Jamaica han surgido en la última década más de una docena de jardines de corales y santuarios de peces manejados por organizaciones de base, que reciben fondos de fundaciones, empresas como hoteles y de clases de buceo, así como del gobierno jamaiquino.
En el Santuario de Peces White River, que funciona desde hace solo dos años y donde trabaja Simpson, la prueba más clara del éxito inicial de esta empresa es el retorno de los peces tropicales que viven en los arrecifes y de pelícanos hambrientos.
Los arrecifes de corales de Jamaica fueron alguna vez famosos en todo el mundo, con sus estructuras doradas y coloridos peces que deslumbraron a Cristóbal Colón y Ian Fleming, quien escribió la mayoría de las novelas de James Bond en la costa norte de la isla en los años 50 y 60.
En 1965 el país fue sede de la primera investigación mundial de los arrecifes de corales, llevada a cabo por el Discovery Bay Marine Lab, hoy asociado con la Universidad de las Indias Occidentales. Thomas y Nora Goreau completaron trabajos fundamentales aquí, incluido uno en el que describieron la relación simbiótica entre los corales y las algas, y fueron pioneros en el uso de equipo de buceo para los estudios marinos.
El mismo laboratorio fue testigo de la desaparición de los corales.
Peter Gayle es un biólogo marino que trabaja en Discovery Bay desde 1985. Desde el patio de su oficina señala hacia la cima del arrecife a unos 300 metros (1000 pies), una delgada línea marrón salpicada por las olas. “Antes de 1980, Jamaica tenía corales saludables”, comentó. Hasta que se produjeron varios desastres.
El primero fue el huracán Allen de 1980, uno de los ciclones más poderosos de que se tenga noticias. “Sus olas de 13 metros (40 pies) básicamente se devoraron los arrecifes”, cuenta Gayle. Los corales pueden volver a crecer después de desastres, pero solo si se les da la oportunidad de recuperarse, cosa que rara vez ocurre.
Esa misma década, una misteriosa epidemia mató a más del 95% de los erizos de mar en el Caribe y una pesca excesiva diezmó las poblaciones de numerosos peces. Los desechos generados por la creciente población humana, que casi se duplicó entre 1960 y el 2010, por otro lado, liberaron sustancias químicas y nutrientes que aceleran la propagación de las algas. El resultado de todo esto fue que las algas se apoderaron de todo.
“En determinado momento en los 80, el sistema con una gran presencia de corales pasó a ser un sistema dominado por las algas”, dijo Gayle.
Se suponía que nada cambiaría, hasta que una alianza improbable comenzó a recuperar el ecosistema, con la ayuda de residentes de la zona como Everton Simpson y su compañero de pesca Lipton Bailey.
La comunidad de pescadores de White River gira en torno a un pequeño muelle a unos 400 metros (un cuarto de milla) de la desembocadura del río en el Mar Caribe. Una mañana, temprano, Simpson y Bailey se subieron a una lancha de unos nueve metros (28 pies) llamada Interceptor.
Ambos son pescadores de toda la vida de esa comunidad y estaban convencidos de que tenían que proteger los arrecifes de corales que atraen a los peces tropicales y controlar la pesca para que no se agote demasiado pronto.
La solución era crear una zona de protección --un “santuario de peces”-- para que los más pequeños puedan crecer y llegar a la edad reproductiva antes de ser pescados.
Dos años atrás, los pescadores y empresarios locales, incluidos propietarios de hoteles, formaron una asociación marina y negociaron la prohibición de la pesca a menos de dos millas (casi 3,5 kilómetros) de la costa. Los propios pescadores, incluidos Simpson y Bailey, se turnan para asegurarse de que nadie viola ese límite.
Esta mañana, los hombres enfilaron al Interceptor hacia unas boyas anaranjadas que dicen “prohibido pescar”.
“Estamos buscando violadores”, dijo Bailey, mirando hacia la costa. “A veces encuentras pescadores con arpones. Se creen muy inteligentes”.
La mayoría de los pescadores de edad, más establecidos, dueños de sus embarcaciones y que tienden sedales y cajas de alambre, no incursionan en la zona vedada, en parte porque corren el riesgo de que se les confisque su equipo. Algunos pescadores más jóvenes sí lo hacen, usando arpones y disparando de cerca. Generalmente son gente pobre, sin muchas opciones para sobrevivir.
Los patrulleros no llevan armas y tratan de convencer a los violadores de que se alejen. “Que entiendan que esto no es nada personal”, cuenta Bailey.
Esta empresa puede conllevar peligros. Hace dos años, Jarlene Layne, que dirige el Santuario de Peces Boscobel, fue a parar a un hospital con heridas en una pierna tras ser agredida por un individuo al que había recriminado por pescar en la zona prohibida. “Me pegó en la pierna con un palo porque le dije que no podía pescar allí”, relató.
Layne cree que su trabajo sería más llevadero si contase con el apoyo de la policía. Pero eso no la va a detener.
“La perspectiva de la gente puede cambiar”, dijo la mujer. “Si me entrego, ¿qué clase de mensaje estoy transmitiendo? Hay que jugarse por algo”.
Ha denunciado a varios violadores, que generalmente deben pagar multas y se les confisca su equipo.
Uno de ellos es Damian Brown, de 33 años, quien vive en un barrio costero llamado Stewart Town. Sentado afuera de su modesta vivienda, Brown dice que la pesca es lo único que tiene y que el santuario es demasiado grande.
Pero otros que alguna vez se mostraron escépticos ahora reconocen que los límites marcados son algo positivo.
En el muelle de White River, Rick Walker, pescador con arpón de 35 años, está limpiando su lancha. Recuerda que al comienzo la gente decía “nos quieren quitar nuestro sustento”.
Dos años después, Walker, quien no está involucrado en el manejo del santuario pero apoya los límites fijados, dice que puede ver los beneficios. “Es más fácil pescar pargos y barracudas”, admite. “Al menos mis nietos podrán ver algunos peces”.
Cuando Cristóbal Colón llegó a Jamaica, fue a parar a Oracabessa Bay, localidad a 20 minutos de auto de la boca del White River.
El santuario de esa bahía fue el primero producto de los esfuerzos de la comunidad por revivir los arrecifes de corales de Jamaica. Su modelo, que usa los pescadores de la zona para patrullar el santuario, fue imitado en otras regiones.
“Los pescadores lo aceptan mayormente. Por eso funciona”, dijo el director del santuario Inilek Wilmot.
David Murray, director de la Asociación de Pescadores de Oracabessa, señala que en Jamaica hay 60,000 pescadores. “La pesca es como un juego de azar. A veces pillas algo, a veces no”, indicó.
Cuando la población marina comenzó a mermar hace dos décadas, había que hacer algo.
Murray, quien sigue pescando afuera del santuario, trata de explicarles las cosas a sus vecinos.
“Es un proceso. Hay que hacerle entender a la gente que hace falta un santuario”, manifestó. “No es fácil decirle a alguien que ha pescado toda su vida que no puede hacerlo más allí”.
Pero cuando quedó en claro que el santuario facilitaba la reproducción de los peces, resultó más fácil conseguir apoyo. La cantidad de peces del santuario se duplicó entre el 2011 y el 2017, y los peces son cada vez más grandes --hasta tres veces más largos que los de antes-- según un estudio anual de la Agencia Nacional del Medio Ambiente y la Planificación.
Cuando empezó a circular la noticia de lo que sucedía en Oracabessa, otras regiones solicitaron asesoría.
“Tenemos la información estadística de nuestro éxito, pero más importante todavía es el boca a boca”, dice Wilmot.
Belinda Morrow, aficionada al deporte que a menudo se la ve remando sobre una tabla con su perro Shadow, dirige la Asociación Marina de White River. Asiste a los encuentros de pescadores y consigue pequeñas sumas del gobierno jamaiquino y de fundaciones para financiar la compra de equipo y las campañas de plantación de corales.
“Todos dependemos del océano”, dice Morrow, sentada en una pequeña oficina decorada con mapas náuticos en el icónico Jamaica Inn, inaugurado hace 70 años. “Si no tenemos arrecifes saludables y un ambiente marino bueno y saludable, saldremos perdiendo. Buena parte del país depende del mar”.
Jamileth
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