Migración

Sollozos nocturnos: La vida en refugio de migrantes mexicano

2019-09-18

Estos son días agitados para los migrantes de El Buen Pastor. Por primera vez desde la...

Por CEDAR ATTANASIO y TIM SULLIVAN

CIUDAD JUÁREZ, México (AP) — Bien pasada la medianoche, cuando el calor empieza a ceder un poco y el patio amurallado está lleno de hombres que duermen al aire libre, alguien empieza a sollozar.

Es un sollozo contenido. La única luz viene de afuera, de un farol del otro lado del alambre navaja. Es imposible ver quién está llorando.

¿Se trata del fisicoculturista ugandés que le escapa a la violencia política de su país? O del salvadoreño de 27 años que luce a menudo una camiseta de Cookie Monster? Tal vez sea el joven hondureño que nunca se separa de su esposa.

Podría ser cualquiera de ellos.

Todos están en el albergue El Buen Pastor, en la que unos 130 migrantes de distintos rincones del mundo son encerrados diariamente a las cinco y media de la tarde, atrapados en un purgatorio inmigratorio. Se encuentran a escasos 5 kilómetros (tres millas) del puente Paso del Norte y de su objetivo: Estados Unidos.

“Todos lloran aquí”, dice Yanisley Estrada Guerrero, una cubana de 33 años, economista y exgerenta de un banco. Ahora trabaja ilegalmente como empleada de limpieza en un hotel de Ciudad Juárez por el equivalente a 60 dólares al mes, menos de la mitad del sueldo mínimo de México. “Lloro casi todos los días. Pero lo hago en la ducha, porque no quiero que nadie me vea”.

Estos son días agitados para los migrantes de El Buen Pastor. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Estados Unidos está devolviendo a miles de personas que piden asilo sin importar la gravedad de sus casos.

Una serie de reformas a las leyes inmigratorias dispuestas por el gobierno de Donald Trump han cerrado la frontera a la mayoría de las personas que buscan asilo, dejando a decenas de miles de migrantes en un limbo y transfiriendo la responsabilidad de la política inmigratoria estadounidense al gobierno mexicano y a decenas de albergues mexicanos.

Para los migrantes, El Buen Pastor es un refugio y una prisión a la vez. Es un sitio pequeño, con cuatro habitaciones para dormir, cuatro duchas, cuatro inodoros y una capilla, que ofrece a cada migrante una colchoneta, dos comidas al día, un servicio poco confiable de wi-fi y protección de bandidos que buscan víctimas en los albergues de migrantes de Ciudad Juárez. Pero es también un lugar donde la puerta de entrada es cerrada con llave a las cinco y media de la tarde y donde llegar tarde implica vérselas con Marta, la temible voluntaria que administra el lugar y suelta constantemente frases de la Biblia. Pareciera que nunca se va.

En el albergue abundan los gestos de intolerancia, que marcan diferencias de raza, clase y educación en cada encuentro. La vida diaria se caracteriza por un brutal calor, ocasionales tormentas de polvo, un enorme aburrimiento y la culpa que sienten las madres al no tener dinero para una cena para sus hijos.

Es al mismo tiempo un lugar donde de vez en cuando se sirve muchene enkoko (un arroz con pollo al estilo ugandés) o arroz a la valenciana nicaragüense. Donde juegan los niños, los jóvenes se cortejan y hay partidos de scrabble que no se acaban nunca. Cualquier cosa con tal de pasar el tiempo.

Esta es la casa, al menos por ahora, de esas 130 personas.

Así pasan sus días. No en los países de los que escaparon. No en el país donde quieren estar. En el medio de esos dos mundos.

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El fisicoculturista ugandés se levanta temprano, casi siempre antes que nadie, y sale a correr por las calles de Ciudad Juárez.

No para de correr. La gente lo mira, sorprendida de ver a un negro con bíceps prominentes y hombros enormes corriendo por la ciudad.

Hasta hace poco, la mayoría de los migrantes de Ciudad Juárez provenían de estados mexicanos pobres y eran gente que buscaba trabajo en las fábricas de la ciudad. Hoy hay gente de todo el mundo que desea llegar a Estados Unidos.

El Buen Pastor acoge a migrantes de 11 países, desde Camerún hasta Cuba, Etiopía y Guatemala. Las autoridades mexicanas estiman que hay unos 13,000 migrantes de este tipo en Ciudad de Juárez, una ciudad de 1,3 millones de habitantes. En todo el país habría unos 50,000. Llegaron tras cruzar a pie la selva panameña o volando directamente a la Ciudad de México. Viajaron en autobús desde Guatemala. Caminaron. La mayoría de los migrantes de El Buen Pastor le escapan a la violencia política, a gobiernos autoritarios o a las extorsiones de pandilleros. Algunos tienen títulos universitarios, otros apenas pueden escribir. Muchos sueñan con dejar atrás generaciones de pobreza. La mayoría no tienen idea de cuándo saldrán ni adónde irán.

Alphat corre para escaparle a la sensación de claustrofobia del albergue y para olvidar al menos por unos minutos lo que pasó en su tierra.

Fisicoculturista competitivo de 29 años, Alphat era propietario de un gimnasio y de una firma de seguridad que ofrecía guardaespaldas. Su pesadilla comenzó, según cuenta, cuando aceptó custodiar a un político que había tenido numerosos enfrentamientos con Yoweri Museveni, el caudillo que gobierna Uganda desde hace más de 30 años.

Un día fue arrestado, golpeado y torturado por sus lazos con la oposición. Policías usaron sogas para colgar ladrillos pesados de su pene. Cuando estaba preso, su esposa y dos hijas fueron asesinadas a tiros por policías militares, que le habían advertido que dejase de trabajar para su patrón.

Sufre de depresión, pero no llora cuando habla de las matanzas, ni pide que se apiaden de él.

“Me querían castigar”, explica.

Vendió su gimnasio y su auto y se fue a Kenia. Quiso tomar más distancia y se contactó con un individuo llamado Moses, al que le pagó 7,000 dólares para que arreglase una serie de vuelos: de Kenia a Etiopía, luego a Argentina y a la Ciudad de México.

Al principio pensó que encontraría refugio en México. Pero después de ser detenido, liberado y asaltado, aceptó la recomendación de un mexicano que había conocido y se fue en autobús a Ciudad Juárez. Le habían dicho que allí podía ir caminando a una oficina de inmigración estadounidense y pedir asilo.

El puente que une Ciudad Juárez con El Paso es uno de los más transitados de la frontera entre México y Estados Unidos. Lo cruzan unos 20,000 peatones diariamente, de ida y vuelta.

Un chofer de taxi se apiadó de Alphat y le dio una moneda de cinco pesos, equivalente a 25 centavos de dólar, para que cruzase el puente.

“Lo conseguí”, pensó mientras colocaba la moneda en un molinete y comenzaba a caminar sobre el río Bravo (Grande en Estados Unidos). “Ahora seré libre”.

En la mitad del puente, sin embargo, lo detuvieron agentes aduaneros de Estados Unidos.

No sabía que el gobierno de Trump estaba devolviendo cada vez más personas con solicitudes de asilo, con una vaga promesa de procesar sus casos más adelante. Había tanta gente del lado mexicano de la frontera que las autoridades locales comenzaron a dar números y a actualizar la lista de espera todos los días en Facebook.

El número de Alphat: 12.631.

En febrero la espera era de unos pocos días. Cuando llegó Alphat el 23 de abril, era de dos meses. En julio, prácticamente se había suspendido el procesamiento de solicitudes y él no sabía si algún día lo llamarían para la entrevista que es el primer paso en las solicitudes de asilo.

Alphat no se queja. La mayoría de la gente no lo hace. No se gana nada. Y nadie quiere desgastarse demasiado.

El ugandés se encoge de hombros. “Llevo casi cuatro meses aquí, esperando la llamada”.

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Lo peor son las mañanas. El inicio de otro día inacabable, bajo un sol abrasador, en un patio lleno de gente medio dormida.

Se guardan los colchones, se sacan sillas plegables de metal que son arrastradas produciendo un sonido metálico. Los padres recriminan a sus hijos. Un puñado de migrantes tienen trabajo, casi siempre como empleadas domésticas u obreros de la construcción. Muchos trabajan sin permiso, aunque últimamente el gobierno mexicano se ha mostrado más generoso con la concesión de permisos laborales, en una admisión tácita de que los migrantes van a pasar mucho tiempo en México. Los migrantes se encaminan a las paradas de autobuses en este barrio de colinas rocosas, calles llenas de agujeros y casas de cemento pequeñas, con barras en las ventanas.

En los días malos, Marta llama a las mujeres para apercibirlas.

Marta Esquivel Sánchez es una mujer malhumorada de 59 años que cocina la mayoría de las comidas en el albergue y está a cargo de él durante la noche.

Es querida y temida al mismo tiempo. Cuando reúne a las mujeres las regaña, lanza frases de los Evangelios y las hace sentir culpables.

“Soy humana, me canso también”, les dice a media docena de mujeres sentadas en los bancos del patio en una mañana de julio. “Pero esto lo hago por amor a Dios, estar aquí con ustedes”.

Trata de detectar y resolver problemas. El desorden, los niños ruidosos, la gente que llega después de vencido el plazo de las cinco y media. “¡Pónganse las pilas porque si no verán lo que les pasa!”, advierta a las mujeres.

Las mujeres no dicen nada.

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El individuo que hace que esto funcione es un profesor de matemáticas de escuela secundaria jubilado con cabello negro azabache y un delgado bigote digno de una estrella del cine de antaño. Juan Fierro, de 70 años, es un católico distante y alcohólico en recuperación, que enderezó su vida gracias a la iglesia metodista. Es además un predicador capaz de tocar el hombro de los creyentes y verlos desvanecerse, abrumados por el Espíritu Santo.

En el albergue, Fierro es simplemente “El Pastor”.

“El pastor lo ve todo”, dice Esquivel, señalando hacia las cámaras de seguridad del refugio.

El Pastor es quien fija las normas --no se puede tomar, fumar ni pelear-- y quien se encarga de que haya de todo, desde comidas hasta pasajes de autobús y papel higiénico.

Su escritorio está frente a la entrada del albergue y la mayoría de las mañanas está allí sentado, con sus manos posadas en su generosa barriga, sonriendo levemente y observándolo todo. Las paredes están llenas de escritos de agradecimiento, diplomas conseguidos en talleres y fotografías en las que aparece con visitantes. Un monitor muestra imágenes captadas por más de una docena de cámaras de seguridad.

Es un optimista irredento. El policía bueno en contraste con la policía mala, que es Esquivel. Y se sorprende de que en un sitio dan dispar, con gente tan frustrada, haya tan pocos problemas.

“No entiendo cómo no hay choques entre ellos”, expresó.

Hay prejuicios subyacentes. Los cubanos son mandones, se dicen los migrantes entre ellos. Los africanos huelen mal. Los guatemaltecos son ignorantes.

En la primavera parecía que estaba todo a punto de estallar cuando una organización caritativa mexicana trajo a un grupo de migrantes africanos.

“Cuando llegaron los primeros africanos, todos se quedaron mirando”, cuanta Fierro. “Y no faltó quien me preguntó, ‘¿se van a quedar con nosotros?’”.

Pocas semanas después, un adolescente centroamericano insultó a los africanos con comentarios racistas y Fierro intervino. Llamó a todos los latinoamericanos y les dijo que ese tipo de comentarios debían cesar de inmediato. Después se llevó a los africanos a tomar un helado y los paseó por la ciudad.

A los centroamericanos en particular, muchos de ellos de pueblos remotos y poco roce con el mundo moderno, a menudo les cuesta hacerse a la idea de que están conviviendo con negros.

“Tenemos que demostrarles que somos gente buena”, dice Samrah, una migrante ugandesa. “Pero cuando viene alguien nuevo, tenemos que pasar otra vez por lo mismo”.

En términos generales, los migrantes han aprendido a convivir. ¿Qué sentido tiene pelearse en un lugar donde todos duermen sobre las mismas colchonetas baratas y hacen cola todos los días para comer los mismos copos de maíz baratos?

Los prejuicios desaparecen más rápidamente entre los niños, que juegan juntos en una mezcla de idiomas, etnicidades y razas. Una congolesa de 16 años cuida a un bebé hondureño. A veces los adultos se ríen al tratar de aprender algunas palabras en otro idioma.



Jamileth
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