Entre la Espada y la Pared

Muerto antes que humillado

2019-09-20

Lo que hoy, como antes, no puedo concebir, es ver que se les humille, denoste, agreda, lastime....

Por José Campillo García | Revista Siempre

“Al que me grita le pego, al que me pega lo mato”.

Salvador Díaz Mirón

El ejercito mexicano ha sido hasta ahora una de las instituciones más respetables de los mexicanos. Durante mi infancia, acudir al Desfile Militar del 16 de septiembre era para mi una experiencia que me aceleraba el corazón de manera que no conocía. Veía la gallardía, los rostros inescrutables de los soldados, su mirada fija parecía ver un túnel en cuyo fondo aparecía la imagen inasible de la Madre Patria. Iban como poseídos. Me parecía invencibles, como dioses.  Y me repetía mil veces: “Yo quiero ser soldado cuando sea grande”. El desfile cerraba con decenas de charros a caballo; entonces me repetía: “Yo quiero ser soldado; ¡ah!, y también charro”.

Al paso de los años, mi imagen  de los soldados y del ejercito sigue siendo la misma. Los desatinos de la tropa, de sus superiores y de los gobernates que de vez en vez les encomiendan misiones delesnables, no han logrado cambiar mi parecer sobre los soldados mexicanos. Los he visto jugarse la vida innumerables veces: sismos, inundaciones, incendios, avalanchas, cargando niños, mujeres y ancianos entre fétidas o turbulentas aguas, alimentar a cientos de daminificados, resguardar su bienes. Lo he visto morir a manos de delincuentes y del crimen organizado.

Lo que hoy, como antes, no puedo concebir, es ver que se les humille, denoste, agreda, lastime. Ellos, los soldados, nunca fueron formados para resistir el deshonor. A la tropa se le enseñó a obedecer, y si es necesario, matar o morir. La Patria, el honor y la lealtad, son el principio y fin de su existencia. La derrota no está en su diccionario.

Ahora, cuando veo gupos de personas de todas las raleas, edades y sexo, que, sabiéndose superiores en número a la autoridad que los pretende contener, y sin importar si la causa que los impulsa es lícita o espuria, insultan, escupen, orinan, golpean, secuestran, desnudan, desarman, linchan o incendian a terceros inocentes o a quienes han sido investidos para guardar el orden público o la conservación del patrimonio público o privado. Saben dichos grupos que la “autoridad” que tienen enfrente tiene ordenes de no responder a las agresiones, no deberán usar –cuando las tienen– las armas que le han sido confiadas, no podrán aprehender a nadie y, si lo hacen, habrán de soltarlos en menos de 24 horas. Incluso, deberán estar dispuestos a ofrecer diculpas o a pagar su “atrevimiento” en la cárcel.

En todo evento en el que se rompe el orden público, ya sea para contener a traficantes de Tepito, a huchicoleros, a los tomadores de casetas, de vías ferreas, saqueadores de trenes, a los secuestradores de soldados, policías y ministeriales, ambulantes, anarkos, maestros y tantos más, es de esperarse la llegada de un funcionario “negociador” (de la Ley, por supuesto), ofrecerá una “mesa de negociación”, indemnisaciones para los afectados y liberaciones inmediatas. Darán todo, absolutamente todo, antes de que los llamen “represores”, “enemigos del pueblo”, “fascistas”. Como herencia política del diazordacismo de 1968, todo poder político “moderno” evita ejercer su legítima autoridad y la fuerza pública, sin importar si las causas de los belicosos son injustas, desproporcionadas o ilegales. Para el político, de 50 años para acá, la búsqueda o conservación del voto, de su buena imagen y del rating, los lleva a todo menos al Estado de derecho (dicho sea de paso: “aquél en el que se le debe todo a las leyes, y nada a los hombres”. Así de fácil).

Alguna vez precencié el entrenamiento de perros de seguridad. A una orden el can atacaba a un ayudante del entrenador, arropado con un gruesa lona acolchada; éste golpeaba con un palo y pateaba violentamente al futuro guardián de seguridad de cuatro patas. Al ordenar el entrenador el fin del ataque, el ayudante dejaba se llevara un guante como símbolo de victoria. Curioso, pregunté a qué se debía este ritual triunfal a favor del noble animal. El entrenador me respondió: “Para un guardián de seguridad jamás debe haber la posibilidad de derrota. Si huyera frente al castigo o fracasara en su cometido, le romperíamos el carácter”. Andando el tiempo, estando a cargo de la Procuraduria Federal de Protección al Ambiente, entendí lo que significa para un guerrero que le rompan el carácter. La ocasión se dio cuando un grupo de pescadores violó la veda de captura de pulpo en Yucatán. La Marina-Armada de México, coadyuvante de la PROFEPA, intentó apresar a los infractores, quienes, en mayor número, fueron ellos los que secuestraron a los marinos y los depojaron de sus armas, confinándolos en las instalaciones de la cooperativa. De inmediato di la instrucción de levantar las demandas penales en contra de los infractores. El llamado del Secretario de Gobernación, Santiago Creel, no se hizo esperar; nos reunió al Secretario de Marina y a mi en sus oficinas, y nos dijo: “Hay que negociar”. El Almirante Peyrot le reviró: “No, Secretario: los tienen secuestrados y les quitaron las armas. Esto es inadmisible para un marino. Déjeme hacer un operativo de rescate relámpago, sin armas. No habrá muertos ni heridos, si acaso, serán de los nuestros, pero no podemos permitir esa humillación”. La respuesta fue la misma: “Hay que negociar”. Salimos en silencio por un obscuro pasillo del Palacio de Covián; sólo alancé a notar los puños crispados del Almirante. Él sabía que le habían roto el carácter a sus guerreros, su areté. En la próxima ocasión –pensé–, sus muchachos habrán de voltear para otro lado: su honor y la Ley se habían negociado.

Supongo que nuestras Fuerzas Armadas, tropa y mandos, no han de estar muy contentos. Supongo también que tienen ese mismo sentimiento que a veces tenemos los abogados cuando nos dicen que la Justicia se puede impartir, sin pasar por el sedazo del juez que dicta el sentido de una ley hecha precisamente para hacer justicia. A unos y a otros tendrían que preguntarnos: “¿Están contentos?”

Recuerdo a la sazón uno de los primeros poemas de Jaime Labastida:

“Yo te estrecho,

Yo te te estrecho.

Somos los dos turbias bestias.

Crucificadas en los brazos del otro.

El antiguo sueño azul se desbarata.

He aquí la vida, hermosa y dura”.


 



regina
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