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En el frente de la guerra siria: relato desde los dos lados de la ofensiva turca

2019-10-16

El pacto sellado el domingo entre las autoridades kurdas que controlan desde hace años este...

Natalia Sancha, Andrés Mourenza, El País

La retirada de las tropas estadounidenses del norte de Siria ha vuelto a poner patas arriba un conflicto que afecta directamente a los equilibrios de poder en Oriente Próximo. EL PAÍS relata desde los dos lados de la frontera turco-siria el impacto local de las nuevas alianzas: en la localidad de Qamishli, habitada por kurdos, árabes, musulmanes y cristianos, que sufre los bombardeos de las fuerzas de Erdogan mientras afronta los riesgos del pacto con Damasco; y en Ceylanpinar, una de las ciudades turcas que se están vaciando por miedo a los enfrentamientos en el país vecino.

Entre la amenaza turca y el regreso de El Asad

Del pánico al alivio, a la incertidumbre. Esa es la terrible montaña rusa emocional que sacude a los habitantes de Qamishli, una ciudad del noreste de Siria habitada por musulmanes y cristianos, por kurdos y árabes en la frontera con Turquía, cuyas fuerzas libran una ofensiva para hacerse con una amplia franja de territorio del país vecino. Tras la estampida provocada por los bombardeos turcos, la ciudad recobraba este martes parcialmente el pulso.

El pacto sellado el domingo entre las autoridades kurdas que controlan desde hace años este territorio en el norte de Siria y Bachar el Asad frente a la ofensiva turca ha cambiado los equilibrios militares, las perspectivas políticas y los sentimientos de civiles e uniformados en esta localidad.

En Qamishli, a la mezcla étnico-religiosa se suma la cohabitación de fuerzas militares. En sus calles, los puestos de control del Ejército regular sirio se alternan con los de las milicias kurdas. “Quien se case con nuestra madre, será nuestro padre”, resume la profesora de origen armenio Anahida Bedrus, en la sesentena. Una postura compartida por muchos vecinos, aunque el pacto con El Asad despierta sentimientos muy diferentes en las distintas comunidades.

Bedrus habla con los ojos acuosos ante la fachada de su casa, reventada tras ser alcanzada por un mortero que lanzaron tres días atrás las tropas turcas. Sobre el asfalto ennegrecido por la deflagración señala el lugar donde vio morir con el cráneo reventado a su vecino Fadi, musulmán. Junto a él fue gravemente herida por la metralla Julia, su vecina cristiana. “Los kurdos nos protegieron del ISIS, el régimen nos puede defender de los turcos. Solo queremos seguridad y pan”, acota.

Sacudidos en los días pasados por los bombardeos y los morteros a escasos cuatro kilómetros de la frontera con Turquía, miles de vecinos salieron en estampida de Qamishli hacia el centro del país para alejarse de la artillería turca. Más de 160,000 personas han sido desplazadas en todo el norte de Siria en menos de una semana de ofensiva. Las calles quedaron vacías, los comercios echaron el cierre y los que se quedaron juntaron en una mochila sus joyas, la documentación y dinero por si había que salir de improviso ante el rápido avance de las milicias proturcas que acechan desde el oeste. Al caos reinante se ha sumado el ISIS, con múltiples atentados con coches y motocicletas bomba y tentativas de fuga de cárceles y campos.

Hace apenas 24 horas que los comerciantes han reabierto sus tiendas. Cientos de vecinos han retornado a sus hogares. Al menos los que han recibido con alivio el anuncio de un acuerdo entre las milicias kurdas y el Gobierno de Bachar el Asad.

La ciudad refleja la tremenda complejidad del conflicto sirio con sus múltiples confesiones, etnias y facciones.

El barrio cristiano de Wusat seguía festejando este martes un eventual retorno de la toda la ciudad bajo el manto del Gobierno central. “Aquí siempre apoyamos al Ejército y a Bachar, nunca hubo manifestaciones o protestas”, dice el dueño de un comercio en cuyos cristales alguien ha pegado una foto del presidente sirio El Asad en atuendo militar y con gafas de sol.

En el mercado central de Qamishli, sin embargo, los comerciantes kurdos y árabes se muestran más desconfiados. Tras cinco años viviendo bajo la Administración Autonómica del Norte y Este de Siria (NES) que gestionan representantes civiles kurdos y árabes, volver a estar bajo el gobierno centralizado de antes de la guerra se antoja imposible para muchos. “El acuerdo dice que el Ejército se despliegue en la frontera porque es el responsable de la seguridad del país, pero no que se haga cargo de la administración interna de las ciudades”, arguye uno de los hombres en el corrillo que se va formando. En plenas negociaciones entre los kurdos y Damasco, la letra pequeña resulta determinante para la aceptación ciudadana.

“Todo depende de las concesiones. Tenemos que compartir los ingresos de la economía, como los del petróleo, pero no la seguridad en las calles”, interviene Masud Musa, peón de 45 años. “¿Y los que hemos participado en las protestas contra el régimen, qué será de nosotros?”, lanza Abu Mohamed, de 36 años, quien asegura que de desplegarse el régimen en la ciudad, muchos jóvenes emprenderán el camino del exilio rumbo a Europa, Irak o Líbano. “Si hay que elegir entre los americanos y El Asad para frenar a los turcos, nos quedamos con El Asad”, zanja un cuarto, dueño del comercio. Paradójicamente, este hombre admite que el 80% de los productos que se venden en el norte de Siria provienen de Turquía.

En las calles del norte de Siria, muchos parecen parafrasear a Mazkoum Abdi, el comandante jefe de las Fuerzas Democráticas Sirias (un compendio de fuerzas que bajo el mando kurdo han luchado con la coalición internacional contra el ISIS) que este lunes fue el encargado de anunciar el pacto con Damasco. “Si tenemos que elegir entre el compromiso y el genocidio, elegimos a nuestra gente”, fueron las palabras del comandante.

Son precisamente los detalles del “compromiso” lo que preocupa a los más recalcitrantes ante un nuevo despliegue de las tropas regulares sirias en el norte. “Si me piden que entregue mis armas a los soldados del régimen, no lo haré”, asevera un miliciano aferrado a su Kaláshnikov en un puesto de control de los Assayish (fuerzas de seguridad kurdas). “He luchado en muchos frentes y he perdido a muchos mártires, su sangre no puede ser derramada en vano”, arremete quien asegura que, de no ser por las armas, los kurdos seguirían oprimidos por el gobierno central.

Al igual que sus líderes, este miliciano reitera que no busca la independencia sino la autonomía y un gobierno combinado en local y central. Para estos combatientes, el pacto con Damasco es una derrota, pero mucho menos amarga que una invasión turca. El mejor escenario para ellos, en las circunstancias actuales, sería replicar el que Damasco ha instaurado en otras ciudades con poblaciones minoritarias como los cristianos o los drusos, donde las milicias locales se encargan de la seguridad interna mientras que Damasco gestiona la Administración.

“Esto es Siria, claro que vamos a recuperar todo el control, incluidas las ciudades”, responde por su parte un soldado regular sirio en Qamishli. “Estamos combatiendo en Manbij contra los turcos, pero luego tendremos que restaurar el control en todo el país”, agrega. Con el 25% del territorio nacional que controlan los kurdos, El Asad retomaría el control de la casi totalidad del país.

Durante los ocho años y medio de guerra, Qamishli ha vivido prácticamente ajena a las hostilidades y hasta ha prosperado con la puesta en marcha de universidades y hospitales antes inexistentes. Hasta hoy, un acuerdo tácito de no confrontación ha permitido el acceso al aeropuerto de Qamishli para todos los civiles del lado progubernamental y del lado prokurdo de la ciudad. Por ahí se han aprovisionado de armas los soldados regulares, pero por ahí también han volado los estudiantes kurdos del norte de Siria para examinarse en las universidades de Damasco, o los enfermos de cáncer para tratarse en los hospitales públicos de la capital.

“Tememos que soldados del régimen y milicianos kurdos contrarios al acuerdo acaben provocando una guerra. Es una situación muy volátil y delicada”, explica en sus oficinas un alto cargo de la inteligencia kurda. En el centro de Qamishli, las furgonetas cargadas con milicianos atraviesan los controles del Ejército regular y luego los kurdos. Sin embargo, un año atrás, un rifirrafe entre dos de ellos acabó en un fuego cruzado y con 18 muertos.

Las heridas siguen abiertas en un país donde hasta a las conexiones de Internet se les pone nombre de mártires. Los milicianos kurdos han perdido a 11,000 combatientes en el último lustro luchando contra el Estado Islámico. Los soldados regulares, a más de 100,000 en los ocho años y medio que dura ya la guerra. Pero a pesar de los temores, este martes, soldados leales a Damasco y milicianos kurdos combatieron codo con codo contra turcos y sus milicias locales aliadas. En Qamishli, cada bando mantuvo sus posiciones y en la calle principal que atraviesa la ciudad y que custodian soldados y milicianos de ambos lados, el póster con el rostro del líder kurdo Abdulá Ocalan sigue frente al de Bachar el Asad.

La ofensiva que vacía las ciudades turcas de la frontera

El parque, en Ceylanpinar, en el oeste de Turquía, ofrece una imagen peculiar de la guerra. Los bancos barnizados, el cemento impoluto; el césped, muy verde. Pero no hay nadie, ni niños, ni mujeres, ni hombres, ni ancianos en una agradable tarde a 25 grados. De fondo, ruido de ametralladoras: los combates suceden a apenas a mil metros, al otro lado de la frontera, ya en Siria. La mayoría de los 87,000 habitantes de Ceylanpinar han abandonado la ciudad.

Se han refugiado en pueblos cercanos y apenas un puñado de tiendas están abiertas. Las calles interiores se ven vacías y solo hay algo de movimiento en la avenida principal, flanqueada por carteles que desean “la victoria” al Ejército turco: “Por la seguridad de nuestra patria y la paz de nuestra nación”. En uno de los colmados que desafían a la incertidumbre, una mujer y varios niños le piden al tendero que les fíe la compra. Él acepta, resignado, como parece aceptar resignado tener la guerra a la puerta de casa: “Llevamos así una semana, los proveedores no vienen y comienzan a faltarme algunos productos”.

Desde una colina a las afueras de Ceylanpinar, se divisa perfectamente el lado sirio, donde varias columnas de humo grisáceo se elevan del interior de Ras al Ain. Un proyectil procedente de Siria dibuja una parábola y cae en un terreno de labranza unos 300 metros al este de la colina. Ésta es la razón del éxodo civil: desde el inicio de la ofensiva contra las milicias kurdas, y según datos del Gobierno de Ankara, han caído más de 700 cohetes y morteros sobre territorio turco —decenas en Ceylanpinar— que han provocado la muerte a 20 civiles y herido a más de 150.

Los kurdos

Lo que hoy es la frontera entre Turquía y Siria era, hace 100 años, la línea de ferrocarril otomana hacia Bagdad. Después de la Primera Guerra Mundial, en 1921, París pactó con Ankara que hasta ese punto se extendería el protectorado francés de Siria y más al norte sería territorio turco. Pero las ciudades en la linde de ambos países se extienden hoy a ambos lados como barrios gemelos, como si todavía pasasen por aquí las vías del tren. Y de ahí el inmenso número de desplazados que ha causado el conflicto fronterizo.

Desde Ceylanpinar hasta Akçakale, a 120 kilómetros al oeste, se extiende el territorio que, al otro lado, centra la ofensiva turca. Solo un muro de cemento de reciente construcción permite dilucidar que la llanura y los campos de cereal ya cosechado se convierten en otro país. De este lado de la frontera, jóvenes pastorean las ovejas y aldeanas con velos de colores recogen el algodón en flor, mientras por la carretera el trasiego de vehículos militares es constante. Del otro lado, más columnas de humo indican los bombardeos de la aviación y la artillería turcas.

Los medios locales informan de que las fuerzas turcas han penetrado hasta 35 kilómetros en territorio sirio. Y todo indica que la ofensiva dista aún de llegar a su fin. Ni las sanciones decretadas por EE UU contra varios miembros del Gobierno turco, ni la congelación de exportaciones militares decidida por varios países europeos parecen mover un ápice los planes de Ankara. “Turquía continuará con su operación antiterrorista en Siria hasta que todos los objetivos sean alcanzados”, reiteró ayer el presidente, Recep Tayyip Erdogan.

En la ciudad de Akçakale, la guerra se percibe en que está fuertemente militarizada: puestos de control, piquetes de policía, agentes de paisano con fusiles de asalto —algunos con rifles de francotirador—, soldados... Durante la pasada semana sufrió el mismo destino que Ceylanpinar. Pero, poco a poco, Akçakale recupera la normalidad a medida que el Ejército turco afianza su control sobre la población vecina, Tel Abyad, de la que ha expulsado a las milicias kurdosirias. La mayoría de los negocios en Akçakale han reabierto, pero aún se escuchan disparos de la artillería turca en dirección sur y, de vez en cuando, explosiones en la ciudad siria. “Son explosivos o minas dejados por los terroristas que estamos detonando, aún prosigue la limpieza de Tel Abyad”, explica un oficial de las Fuerzas Armadas.

“El viernes pasado fue duro en Akçakale, cayeron siete proyectiles. Gracias a Dios, cinco no estallaron. Los otros dos sí y uno mató a dos personas”, dice Mustafá, que regenta una casa de comidas. “Hubo mucha gente que se fue por miedo, nosotros permanecimos abiertos porque apoyamos a nuestro Ejército”, añade haciendo el saludo militar. Cuando pasa un convoy de varias tanquetas y algunos vehículos de las milicias sirias leales a Ankara, un grupo de vecinos se cuadra y extiende una bandera turca en señal de respeto.

Porque turquia ataca a los kurdos

El apoyo en esta ciudad a la ofensiva turca es palpable, aunque tampoco sería muy sensato en Turquía oponerse públicamente cuando más de 500 personas han sido investigadas y un centenar detenidas por criticarla. Pero hay una razón más: a lo largo de las poblaciones fronterizas, todo el mundo tiene algún tío o primo segundo en el otro lado y, aunque la guerra ha roto en parte las comunicaciones, los lazos familiares siguen contando. Cuando las milicias kurdas tomaron Tel Abyad en 2015 —antes controlada por el ISIS— parte de la población árabe cruzó a Akçakale a refugiarse en casa de sus parientes. Ahora, los desplazados de aquel entonces lo fían todo a que Turquía “libere” Tel Abyad para poder volver, aunque sea a costa de que los habitantes kurdos de la localidad sean igualmente desplazados. La guerra civil en Siria, exacerbada ahora por la intervención turca, ha puesto en jaque los equilibrios étnicos y la convivencia entre turcos, árabes y kurdos de la zona.



Jamileth
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