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El Madrid y la derrota de la mediocridad

2020-01-10

La belleza ganadora. Se juegue donde se juegue y por el milagro de la comunicación, si el...

Jorge Valdano, El País

Sembrar fútbol, cosechar dinero. El fútbol es el lenguaje común que la globalización no tiene. Un sistema de signos reconocible en todo el mundo. Hay países que son eruditos porque el tiempo convirtió el juego en una cultura integrada a la cotidianidad, y otros apenas alfabetizados porque abrazaron el fútbol más tarde, aunque con creciente curiosidad. Del mismo modo que los entrenadores roban recursos a los jugadores buenos para entregárselos a los peores, los campeonatos más prestigiosos llevan su espectáculo a los países menos maduros para sembrar fútbol. Un esfuerzo que no sale gratis, como ustedes entenderán, y que explica esta Supercopa de España llevada a Arabia Saudí. De hecho, es la manera más generosa que tengo de ver esta iniciativa hoy extravagante, pero que integraremos muy pronto a la normalidad, como las pretemporadas convertidas en giras. Los saudíes lo ven con la curiosidad con que se miran las nuevas experiencias, pero para los aficionados españoles no es más que otro dato de la nueva realidad: cada día tienen menos peso económico en el presupuesto de un club y, por lo tanto, menos poder. Sus equipos son, hoy, multinacionales del espectáculo con un gran producto de exportación que sale a la conquista de clientes remotos.

La belleza ganadora. Se juegue donde se juegue y por el milagro de la comunicación, si el partido es bueno, surge el encanto. No hace falta tanta sofisticación. Basta con poner cinco centrocampistas de gran calidad y pedirles que se muevan y se pasen la pelota, tal como hizo el Madrid frente al Valencia. Todo el mundo alucinó con la brillante consecuencia de esa revolución. El partido nos puso ante un problema gordo que consiste en lo siguiente: las teorías de los profetas de la practicidad, que surgieron cuando el Barça lo bordaba, se han rebelado como ridículas. El Madrid juega divinamente, el equipo gana y a la afición le duelen las manos de aplaudir. De pronto la belleza se rebeló eficaz y ahora leo y escucho que esa es la base de los buenos resultados. Lo es. ¿Desde cuándo hay que jugar mal para ganar? La inteligencia de once talentos singulares que entran en complicidad con la pelota como vehículo de asociación produce entusiasmo competitivo, goles, triunfos y una insuperable sensación de plenitud. La mayoría silenciosa del Madrid que estos días disfruta del equipo, no necesita de ideólogos de cuarta categoría. Cuando el fútbol de gran nivel se pone en combustión, el orgullo por el escudo crece y el aplauso surge espontáneo y atronador. Es el reconocimiento a la grandeza. Y es la derrota de la mediocridad.

Hablando de ser prácticos… En la segunda semifinal, el Atlético de Simeone le ganó al Barça de Messi. A Valverde no le importa que su figura se encargue de desestabilizar los partidos hasta el punto de parecer un equipo de un solo hombre. Ni con esas le alcanzó al Barça para seguir adelante por desajustes que ya son crónicos. Simeone, por su parte, prefiere el empuje de la energía colectiva, antes que los destellos de un gran jugador. João Félix lo está comprobando cayendo, poco a poco, en la misma melancolía que otros jugadores que pasaron por el club para desequilibrar partidos y terminaron ellos mismos desequilibrados. Pero al Atlético, con su fútbol de trincheras, hay que reconocerle la capacidad para sobrevivir a las grandes tempestades. Fue ampliamente dominado, salvado por el VAR en jugadas agónicas (también castigado en un claro penalti de Piqué), pero llegando vivo al final del encuentro. Ahí sacó la reserva de orgullo y coraje para desatarse y dar vuelta a un partido descarriado. Así, los dos equipos invitados se saltaron todas las reglas del respeto para quedarse con la gran final. Un derbi en el retiro dorado de Arabia Saudí.



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