Tras Bambalinas

¿Quién es Vladímir Putin?

2020-01-15

A partir de la última década del siglo XX, el interés por Rusia, la...

ROBERTO TOSCANO | Política Exterior

Su origen modesto y el paso por el KGB han marcado la mentalidad, las prioridades y el modo de hacer política de Vladímir Putin. Lo que él entiende como misión no es la restauración de la Unión Soviética, sino la recuperación de la grandeza del Estado ruso.

A partir de la última década del siglo XX, el interés por Rusia, la atención a ese país y su estudio han decaído notablemente en Occidente, y en particular en Estados Unidos. Parecía como si el expediente Rusia se hubiese trasladado del escritorio al archivo. La causa tiene que ver sobre todo con las acciones y la personalidad de uno de sus líderes: Vladímir Putin.

El hombre

¿Quién es Vladímir Putin? De manera resumida: nació en 1952 en la entonces llamada Leningrado. Su familia era modesta (su padre trabajaba en una fábrica y su madre era limpiadora y, más tarde, dependienta) y sobrevivió al terrible sitio de la ciudad. El padre combatió en una unidad del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (el NKVD, más tarde rebautizado como KGB. Se podría decir que viene de familia…).

Creció en un barrio difícil y tenía que valerse por sí mismo. Es interesante prestar atención a lo que dice en su autobiografía: “Me di cuenta de que, en cualquier situación –tanto si tenía razón como si no– tenía que ser fuerte. […] Aprendí sencillamente que tenía que estar siempre preparado para responder a una ofensa o a un insulto de inmediato. […] Entendí ni más ni menos que, si se quiere ganar, en cada pelea hay que luchar hasta el final, como si fuese la batalla última y decisiva; es necesario aceptar que no hay retirada y que hay que luchar hasta el final. En principio, es una regla conocida que más tarde me enseñaron en el KGB, pero yo la aprendí mucho antes, en las peleas de mi infancia”.

Estos orígenes duros y desfavorecidos explican no solo lo que se ha definido como un carácter “de superviviente”, sino también el lenguaje popular y a menudo crudo que emplea (para deleite del ruso corriente, aunque no siempre entusiasme a los intelectuales), y la pose –basada en sus raíces y en sus instintos auténticos, pero utilizada conscientemente de una manera demagógica y populista– que adopta para su exhibicionista imagen de macho: Putin el maestro yudoca, el tirador, el amante del aire libre, el esquiador, el miembro de la brigada antiincendios, e incluso Putin como una especie de “ángel del infierno” ruso. (En una ocasión fue filmado a lomos de una potente motocicleta, vestido de cuero y en compañía de una congregación más bien inquietante de moteros rusos ultranacionalistas, algunos de los cuales, por cierto, se encontraban entre los voluntarios que acudieron a Crimea para apoyar su incorporación a Rusia.)

Un tipo duro, no cabe duda, pero también paciente y astuto, capaz de construir las relaciones adecuadas para ascender. Primero fue en el KGB, al que se incorporó cuando tenía 23 años, en 1975, y en el que alcanzó el rango de teniente coronel, prestando servicio durante varios años como agente en Dresde, República Democrática Alemana. Al parecer, su etapa como agente soviético en Alemania Oriental tuvo un papel importante en su visión del mundo, en tanto que, por una parte, descubrió las debilidades del sistema comunista (incluso en lo que por entonces se consideraba el país más eficaz del bloque del Este), y, por otra, estuvo involucrado –si bien se ignora en qué clase de operaciones– en la lucha contra los intentos occidentales de sacar partido de esas debilidades. Una lección más de la necesidad de ser fuerte y eficaz para sobrevivir en un mundo despiadado lleno de enemigos.

Desconocemos la fecha exacta en que dejó de ser oficial del KGB, pero en cierto modo se podría decir que nunca lo abandonó en lo que se refiere a sus prioridades, su mentalidad y su modus operandi. Por ejemplo, cuando en 1990 se marchó de Dresde para convertirse en vicerrector de la Universidad de Leningrado, cabe pensar que sus tareas no fueron verdaderamente académicas. Por cierto, que sus credenciales universitarias son, como mínimo, poco claras: su título de posgrado en Ciencias Económicas de 1997 (kandidat ekonomicheskikh nauk, un título a medio camino entre el máster y el doctorado), lleva el imponente título de “Planificación estratégica de la reproducción de la base de recursos minerales de una región en condiciones de formación de relaciones de mercado”, y es difícil encontrar el vínculo con su experiencia y sus estudios previos, así como con el hecho de que durante los años que supuestamente estuvo trabajando en él, era teniente alcalde de Leningrado como adjunto de su mentor político, el poderoso jefe local Anatoli Sobchak.

A partir de entonces, el ascenso de este oficial del KGB prácticamente desconocido fue bastante rápido. Se trasladó a Moscú en 1996, donde obtuvo lo que en apariencia era un puesto de economista en una oficina de inspección fiscal federal, pero que en la práctica encajaba con las habilidades que había adquirido durante su carrera en el KGB: tenía que vigilar a los oligarcas, que no solo se olvidaban sistemáticamente de pagar los impuestos en esos primeros años caóticos de liberalización y privatización poscomunista, sino que hacían caso omiso del papel del Estado.

En 1998 volvió –ahora también oficialmente– a la que era la vocación de su vida, ser nombrado jefe del Servicio Federal de Seguridad (SFS), sucesor del KGB soviético. A las puertas del nuevo siglo y el nuevo milenio, Putin alcanzó el verdadero poder. Primero se convirtió en primer ministro en agosto de 1999, luego en presidente en funciones de la Federación Rusa el 31 de diciembre del mismo año (con la dimisión de Boris Yeltsin) y, por fin, el 26 de marzo de 2000, fue elegido presidente.

La misión

Aparte de su ambición personal y de los aspectos peculiares de su personalidad, ¿qué define a Putin en lo que se refiere a ideología, visión y objetivos políticos? Lo primero que hay que decir es que su meta no es la restauración del comunismo y la Unión Soviética. Lo dijo el 30 de diciembre de 1999 –víspera de su nombramiento como presidente en funciones del país– en una gran declaración política titulada Rusia en el cambio de siglo: “A lo largo de casi tres cuartas partes del presente siglo, Rusia vivió bajo el signo de la aplicación de la doctrina comunista. Sería un error no ver, y todavía más negar, los incuestionables logros de esa época. Pero aún sería un error mayor no darse cuenta del precio desmesurado que nuestro país y su pueblo tuvieron que pagar por ese experimento bolchevique. Y, lo que es más, sería un error no entender su futilidad histórica. El comunismo y el poder de los soviet no hicieron de Rusia un país próspero con una sociedad en desarrollo dinámico y un pueblo libre. El comunismo demostró vívidamente su incapacidad para producir un desarrollo autónomo sólido, y condenó a nuestro país a ir a la zaga de las naciones económicamente avanzadas. Era una vía sin salida, alejada de la tendencia prevaleciente en la civilización”.

Cuando, en un discurso de 2005, Putin plasmó su famosa definición de la desaparición de la URSS como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, no lo hacía por nostalgia del sistema comunista, sino lamentándose por el fin del Estado ruso; por su caída, su desintegración y su fragmentación en numerosos países. Por usar la poderosa asonancia de los términos rusos: raspad, razval, raskol. En el mismo discurso, Putin lo dejó muy claro cuando dijo: “¿Y qué es la Unión Soviética? Es Rusia, solo que con un nombre diferente”.

En Occidente, durante mucho tiempo se pensó que la ideología comunista había utilizado al Estado ruso como un vehículo para convertir en realidad la teoría marxista-leninista. Putin lo ve al revés: el Estado ruso adoptó el comunismo como una herramienta para perseguir sus metas históricas en lo que se refiere a poder y valores. Pero no fue más que una fase. Al hacer balance del fracaso del comunismo (y no solo fracaso: como deja claro el discurso sobre el milenio de Putin, además de fallido, el comunismo se había vuelto disfuncional), el Estado ruso ha pasado a otro estadio, a otras fórmulas políticas e institucionales. El comunismo ha llegado a su fin. Rusia permanece.

El principal objetivo del plan de Putin cuando ascendió a la cima de la nueva Rusia era reparar la humillación sufrida por el Estado ruso durante los “años de estancamiento” –la época de Leónidas Breznev– que vieron desangrarse un sistema en apariencia aún poderoso, pero que perdía terreno económico, al mismo tiempo que se encontraba en quiebra ideológica. Además, había otra humillación que reparar: la cuasi anarquía del “todos contra todos” de la década de los noventa, cuando –por trazar un paralelo con la historia rusa del siglo XVII en el Periodo Tumultuoso, lo que los rusos llaman Smutnoye Vremya– los boyardos (en este caso, los oligarcas) prescindieron de un zar pusilánime (en este caso, el poco fiable y alcohólico Yeltsin) y las potencias extranjeras sacaron partido de la debilidad del país.

Las élites no eran las únicas que se sentían decepcionadas y humilladas. También lo estaba la gente corriente, sometida a apocalípticas convulsiones económicas que entrañaron inmensos costes sociales, particularmente para los que (como los empleados del gobierno y los jubilados) no podían mantenerse a flote en la caótica corriente del capitalismo incipiente, salvaje y sin escrúpulos. (Este es un chiste ruso de los años noventa: “¿Sabes qué, Iván? Todo lo que nos decían del socialismo no era más que una sarta de mentiras. En cambio, ¡lo que nos decían del capitalismo era verdad!”.)

Con respecto a la ideología, desde su llegada al poder, lo importante para Putin fue restablecer la continuidad histórica e incluso espiritual del Estado ruso, una continuidad rota por la pretensión bolchevique de construir un nuevo sistema que no solo superaría el pasado, sino que lo deslegitimaría, lo denigraría e intentaría erradicarlo.

En consecuencia, Putin, que fue comunista, ahora no solo es poscomunista, sino también precomunista por lo que respecta a su ideología de resurgimiento abiertamente retro. Putin no tuvo que inventar una nueva ideología para Rusia, sino que se la encontró preparada en la historia intelectual del país. Es una ideología que combina el anhelo de modernidad que inspiraba a los reformadores “occidentalistas” del siglo XIX con el sentimiento de pertenencia a Rusia de sus adversarios ideológicos, los “eslavófilos”.

En su intento por conectar con la tradición rusa, Putin ha impulsado la recuperación de pensadores anticomunistas rusos exiliados, como Nikolai Berdiayev y su “idea rusa”, escrita en 1948, poco antes de su muerte en París. Berdiayev, profundamente cristiano y conservador, se centró particularmente en la continuidad de la “esencia de Rusia” a través de las trágicas fases de la historia del país: “Hay una Rusia de Kiev, la de la época del yugo tártaro; una Rusia moscovita, una Rusia “petersburguesa” y una Rusia soviética. Y quizá algún día haya otra más: la nueva Rusia”.

La religión, entendida como la religión ortodoxa, es un componente esencial de esta recuperación del pasado. Una recuperación que va mucho más allá del ostentoso fervor del líder ruso cuando sostiene una vela durante las ceremonias de Pascua en una iglesia de Moscú, para incluir frecuentemente en sus discursos referencias explícitas a pensadores que se inspiraron en la religión.

Putin no solo ha rendido homenaje a los teóricos anticomunistas que abandonaron la URSS después de la revolución y murieron en el exilio, sino que en una ocasión también lo rindió ante la tumba de Alexander Solzhenitsyn, el intelectual anticomunista más influyente de la segunda mitad del siglo XX y, al mismo tiempo, un creyente y un prosélito convencido de la grandeza rusa; el pensador que, en 1973, en su “carta” a los dirigentes de la Unión Soviética, los exhortaba a abandonar la ideología comunista pero no el autoritarismo (Solzhenitsyn dudaba de que los rusos se adecuasen a un sistema democrático parlamentario). La debilidad del autoritarismo soviético, escribió, se debía a que se basaba en la violencia y en las mentiras, inevitables dado que estaba fundamentado en teorías ajenas (el marxismo), en lugar de en ideas y valores rusos, únicos cimientos posibles para un Estado poderoso y fuerte tanto en el plano nacional como en el internacional. Es significativo que, en su carta, Solzhenitsyn invitase a los dirigentes soviéticos a recordar el comienzo de la Segunda Guerra mundial, cuando, en el momento del ataque alemán a Rusia, Stalin hizo un dramático llamamiento radiofónico al pueblo ruso dirigiéndose a él no como “camaradas”, que habría sido lo normal, sino como “hermanos y hermanas”, con el lenguaje característico de la religión ortodoxa. La meta de Solzhenitsyn, al igual que la de Putin, era la grandeza del Estado ruso. En cierto sentido, Putin reproduce la carta escrita por el intelectual en 1973.

Históricamente, la Iglesia ortodoxa rusa ha estado de parte del poder, por oportunismo, pero también por la convicción teológica –como escribió san Pablo en su Epístola a los romanos– de que “todo poder viene de Dios”. Este “instinto básico” pasó una dura prueba durante los años del comunismo, en primer lugar debido a una sistemática y violenta campaña atea, pero también a la suspicacia del régimen hacia cualquier forma de sociedad civil. Para la Iglesia ortodoxa, esos años fueron una mezcla de persecución y compromisos con el régimen, durante los cuales era bien sabido que numerosos altos jerarcas eclesiásticos trabajaban para el KGB. Actualmente, la iglesia ha encontrado en Putin el ansiado interlocutor ideal; alguien que no solo la respeta, sino que también valora su contribución al fortalecimiento del Estado.

Lo interesante es que esta armonía recién descubierta no solo afecta a las cuestiones obvias del Estado y la nación rusa, sino que también abarca una visión general conservadora en lo que respecta a los valores e incluso los estilos de vida. Cuando Putin habla de relativismo moral, aborto y homosexualidad, suena igual que Benedicto XVI.

El sistema

¿Es la Rusia de Putin una democracia? Aquí la pega son las definiciones y, en concreto, la definición de democracia. Hoy día, “democracia” es una marca sin rival. Aun así, quizá sería conveniente revisar lo que tantos “demócratas” proclaman. En Occidente, cuando decimos “democracia” subsumimos en el término numerosos aspectos diferentes que van más allá de la mera celebración de elecciones, como son el Estado de Derecho, el respeto por las minorías o la libertad de prensa. Por tanto, si la Rusia de Putin es una democracia, es lo que ahora se llama “una democracia iliberal”, como la que está tomando forma en Turquía, donde el primer ministro y ahora presidente Recep Tayyip Erdogan gana elecciones, pero tiene una concepción y una práctica del poder que no son ni plurales ni tolerantes y, desde luego, no respetan la libertad de prensa.

El puntal teórico de esta “democracia iliberal” lo proporciona un concepto elaborado por Vladislav Surkov, uno de los asesores de Putin. Se trata del concepto de “democracia soberana”, en el que el adjetivo, “soberana”, tiene la misma función (de debilitar y tergiversar el sustantivo) que desempeñaba en el comunismo la expresión “democracia del pueblo”. La democracia soberana es la que tiene lugar dentro de los límites y bajo las restricciones impuestas por el Estado en función de sus necesidades y sus políticas. En suma, se puede calificar, citando a Dimitri Furmanov, científico ruso sumamente perspicaz, de “democracia de imitación”.

Desde el principio, el poder de Putin se ha manejado de forma autocrática, pero dependiente políticamente de una alianza indispensable con dos élites poderosas: la de la seguridad y la económica. Para Putin, como él mismo ha dejado claro en diversas ocasiones, el KGB no es solo un pasado profesional, sino una referencia básica y una herramienta fundamental para mantener la estabilidad y la seguridad del país y, más concretamente, para garantizar su propio poder y su control sobre los principales gestores de la economía rusa.

La opción de Putin por el capitalismo no admite dudas. Su actitud crítica ante la caída del comunismo y la razón principal de su debilidad, que acabó por ser la debilidad del Estado, se centra en gran medida en su ineficacia económica y su despilfarro.

Nunca ha dado marcha atrás a las privatizaciones masivas de época de Yeltsin. Además, aunque está claro que no es un economista, a Putin siempre le ha atraído la moderna forma de gestión y los resultados de una economía capitalista. Ha declarado reiteradamente que la economía planificada es menos efectiva que la de mercado. No obstante, como ocurre siempre con las formas de capitalismo no democráticas, el suyo es un capitalismo sin un mercado verdaderamente libre. Más que una “economía de mercado con orientación social”, como le gusta definirla, lo que se observa hoy en Rusia es un capitalismo corporativista de amiguetes, en el que los negocios privados solo prosperan con el consentimiento y el apoyo del Estado.

En la teoría de Putin, al igual que en su praxis, el capitalismo es indispensable para crear una economía moderna capaz de garantizar la fortaleza del Estado, pero tiene que ser controlado con el fin de evitar que afecte negativamente al poder y la unidad de este. El peligro es que a los oligarcas que han surgido de las ruinas de la Unión Soviética y han adquirido una riqueza astronómica (normalmente mediante el saqueo y explotación privada de los recursos naturales) se les pueda ocurrir tener su propio papel político. Esa es la razón por la que se quitó de en medio a Mijail Jodorkovski, que pasó 10 años en una cárcel en Siberia, y por la cual Vladímir Yevtushenkov, otro magnate ruso, ha acabado entre rejas más recientemente.

Una vez más se repiten los ecos de la historia rusa y de la larga y feroz batalla entre los zares y los boyardos. Sin embargo, el control de Putin sobre la élite no es solo de naturaleza represiva. La represión se reserva únicamente para los contados casos que osan desviarse del pacto fundamental (“tú en los negocios y yo en la política”), mientras que el sistema normalmente funciona por cooptación y corrupción consentida.

La idea, antes generalmente aceptada, de que los regímenes no democráticos acaban con la corrupción mediante la represión despiadada, hace tiempo que se debería haber desechado a la vista de los ejemplos, no solo de dictadores individuales (incluido el general Pinochet, paradigma del defensor del mercado libre, que ocultaba fondos públicos en el Banco Riggs de Washington), sino de sistemas enteros, como el de la China actual, donde la corrupción ha alcanzado dimensiones sistémicas colosales.

En la Rusia de Putin, la corrupción solo se reprime si se convierte en un medio al servicio de las ambiciones políticas de un oligarca o si acaba siendo una traba para el funcionamiento del sistema. En realidad, la corrupción ofrece una herramienta muy cómoda para controlarlo, en tanto que garantiza una especie de exposición universal al chantaje que el poder puede utilizar selectivamente cuando lo necesita.

Del mismo modo que el fracaso económico fue el criterio decisivo para abandonar y criticar el comunismo, para Putin el éxito económico es la base sobre la cual intenta validar su estatura, e incluso su reputación histórica, como gobernante. Hasta 2008 hubo algunos hechos significativos que podían apoyar esa pretensión. Con Putin, Rusia frenó el hundimiento económico de la década de los noventa y su clasificación económica pasó de ocupar la posición 23 a la novena en el mundo, mientras crecía a un ritmo que duplicaba al de China.

Desde luego, fue un éxito, pero un éxito muy frágil, sobre todo porque dependía –y aún depende– en enorme medida del precio del petróleo. La Rusia postsoviética no se ha desarrollado significativamente desde el punto de vista de la producción industrial avanzada o de un sector de servicios moderno. Alguien ha dicho que es como Arabia Saudí, pero sin jeques. Paradójicamente, se puede decir que, desde un punto de vista industrial, aún depende de las instalaciones construidas en época soviética, es decir, de una base material industrial que ya estaba obsoleta a comienzos del milenio y que en la actualidad se desmorona a marchas forzadas.

Rusia y el mundo

Si no hubiésemos dejado de mirar y escuchar a Rusia, la conmoción por la anexión de Crimea y la cuasi invasión de Ucrania oriental (a la que Putin se refiere siniestramente por su nombre imperial dieciochesco de Novorossiya [Nueva Rusia] no habría sido tan sorprendente. Es verdad, como afirma Putin, que no fue Rusia quien alteró el statuo quo en Kiev, y que la protesta del Maidán contó con el estímulo y el apoyo tanto de Estados Unidos como de la Unión Europea. Pero caben pocas dudas de que Putin acogió con agrado la crisis y la desestabilización que le permitían empezar a poner en práctica una política que forma parte integrante de lo que él considera su misión: volver a levantar un imperio ruso. En unos casos, la manera de hacerlo es anexionar territorios de facto o de iure (como Transnistria, Abjazia y Osetia del Sur); en otros, las amenazas y presiones para restablecer una zona de control, o al menos de neutralidad, a lo largo de la frontera rusa.

Por supuesto, se puede discutir si una política que provoca a un interlocutor problemático, dándole pretextos para su conducta mala y agresiva, es acertada. Me refiero, por ejemplo, a la insinuación en 2008 de que Ucrania se uniese a la OTAN y al inoportuno anuncio por parte del gobierno ucraniano posterior al Maidán de que el ruso iba a perder su condición de lengua oficial en el este del país, por su diseño agresivo. Provocar al oso ruso sin saber cómo hacer frente a su ira nunca ha sido buena idea.

Las relaciones de Rusia con Occidente se han deteriorado considerablemente desde que Putin ascendió al poder, pero su papel, aunque crucial, no explica por qué hoy su actitud provocativa, revisionista y desafiante hacia EE UU y Europa es tan abrumadoramente popular. Una experiencia personal: cuando visité Moscú en junio de 2014, me sorprendió la actitud antiestadounidense amarga y generalizada, también por parte de los intelectuales y expertos en asuntos internacionales a los que se consideraba liberales y prooccidentales. Paradójicamente, es una actitud que, a pesar de la propaganda oficial, no encontré en la segunda mitad de los años setenta, cuando viví cuatro años en Rusia.

En la actualidad, el clima en Moscú no es solo neoimperialista y revanchista, sino también –para los rusos que tenían verdadera esperanza en que el fin del comunismo supondría la integración plena en el mundo libre, moderno y desarrollado– producto del reproche y la humillación por no haber sido incluidos ni respetados, en particular al ignorar sus intereses económicos y de seguridad en el área de la antigua URSS.

Con la anexión de Crimea y la presión militar sobre Ucrania, Putin ha intentado trazar un “espacio ruso” en términos geopolíticos y, al mismo tiempo, proclamar que no reconoce las reglas del juego internacional definidas por EE UU. Es un objetivo doble de naturaleza revanchista. Pero existe un tercero: el de prevenir el contagio interno.

No hay duda de que la revuelta del Maidán le habrá provocado escalofríos. Fue mucho más amenazadora que las manifestaciones de 2012 en la plaza Bolotnaya, una protesta contra el autoritarismo y la corrupción limitada fundamentalmente a jóvenes moscovitas de clase media con estudios; una nueva versión de las efímeras revoluciones de colores, aunque con un potencial más inquietante.

¿Y ahora, qué? Putin, con su característico estilo macho, se muestra arrogante y confiado no solo en que las sanciones no afectarán realmente a Rusia, sino en que Occidente, y en particular Europa, no se podrá permitir marginar efectivamente a Rusia, que es fuente de suministros energéticos vitales. No se equivoca del todo, pero subestima –como algunos rusos están empezando a decir y a escribir– la gravedad de la situación económica del país, una situación caracterizada por una serie de problemas reales, desde la ralentización del crecimiento a la fuerte caída de la inversión extranjera; desde la bajada del precio del petróleo en el mundo a la devaluación del rublo; desde la fuga masiva de capitales a la elevada inflación del país.

Dada esta situación económica, a Putin le resultará difícil mantener los dos pactos tácitos pero obvios que lo llevaron al poder y que lo han mantenido en él durante 15 años. Con la población en su conjunto, el pacto dice: “Dejadme la política a mí y os irá mejor”; y con los círculos económicos: “Prosperad, enriqueceos, aunque sea tomando atajos, pero que ni se os pase por la cabeza ejercer un papel político”. Si la gente se da cuenta de que las cosas le van peor y los oligarcas sufren un revés en sus fortunas, no es seguro que el pacto aguante. Tarde o temprano, el zar Vladimir –actualmente popular e indiscutido en apariencia– podría pasarlo mal.



Jamileth