Como Anillo al Dedo
Brexit, 31 de enero de 2020
Julian Barnes, El País
Hoy, 31 de enero, algunos amigos míos estarán llorando; otros estarán furiosos y echando pestes. Algunos quizá se emborrachen (con vino o cerveza europeos); otros escucharán sus piezas musicales europeas favoritas, o leerán sus fragmentos preferidos de literatura europea. Yo creo que voy a hacer caso omiso de la fecha, haré lo mismo que en cualquier otro día corriente, aunque el día de hoy no lo sea. No porque niegue la realidad ni porque me sea indiferente.
Lamento y lloro nuestra salida, la del Reino Unido, de Europa como el que más; me parece un acto de masoquismo engañado. Pero también estoy convencido de que la historia es cíclica, así como de que mi fascinación y mi admiración por Europa son cosas que comparte la mitad del país y van a ser capaces de soportar cualquier nueva estupidez con la que nos sorprenda nuestro Gobierno.
Yo era un eurófilo de 27 años cuando entramos en el Mercado Común, en 1973; y 46 años después, sigo siendo eurófilo, salvo que todavía más convencido. Mi única resolución para este primer año de nuestra deserción es pasar en Europa aún más tiempo del que suelo estar.
El escritor francés Jules Barbey d’Aurevilly (1808-1889), en un comentario sobre el moralismo puritano imperante en los primeros tiempos de la Gran Bretaña victoriana, escribió: “Inglaterra, víctima de su propia historia, después de haber dado un paso hacia el futuro, ahora ha vuelto a agazaparse en su pasado”. La frase vale para hoy. Muchos de los que hicieron campaña y votaron en favor del Brexit en el referéndum celebrado en 2016 se referían sin cesar al pasado glorioso de nuestro país; algunos llegaron a remontarse a la batalla de Crécy, en 1346, pero, sobre todo, muchos destacaban que, en 1940, “estuvimos solos”, un aislamiento que nos permitió sacar lo mejor de nosotros mismos como nación.
La mitad del país no va a dejar de ser eurófila porque la otra mitad haya decidido volver a agazaparse en el pasado
En realidad, estuvimos solos si no se cuenta a las fuerzas de toda la Commonwealth: la India, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, etcétera. Claro que, como dijo otro sabio francés, Ernest Renan, “olvidar la historia, e incluso contarla de forma equivocada, forma parte esencial de la construcción de una nación”. Esta es una verdad indiscutible: todos sabemos que los países necesitan un mito fundacional. Pero lo que está diciendo Renan es más perturbador: que cada país necesita una mitología falsa para mantenerse con vida.
El general francés Charles de Gaulle (1890-1970) vetó en dos ocasiones la entrada del Reino Unido en el Mercado Común con el argumento de que no éramos communitaires, no teníamos mentalidad comunitaria. Y tenía bastante razón. Durante los últimos 47 años, ha habido pocos políticos británicos que defendieran Europa por motivos morales o que se atrevieran a decir la verdad: que ha sido el mayor triunfo político de nuestras vidas. Por el contrario, los Gobiernos británicos, para defender la necesidad de estar en Europa, han recurrido siempre al argumento económico, el propio interés por encima de todo.
En 1998 escribí una novela, titulada Inglaterra, Inglaterra [editada en España por Anagrama] y situada en el futuro (más o menos ahora), en la que el Reino Unido aprueba marcharse de Europa y lo consigue a base de “negociar con tanta obstinación e irracionalidad que, al final, les pagaron para que se fueran”.
Si, en este día tan melancólico, me pidieran que aventurase una nueva profecía, diría: volveremos (si nos dejáis). La mitad del país no va a dejar de ser eurófila porque la otra mitad haya decidido volver a agazaparse en el pasado. Hoy hemos dejado de ser defensores de la permanencia para convertirnos en defensores del regreso.
La primera vez que salí a Europa, a finales de los años cincuenta del siglo pasado, me pareció un lugar extraño y ligeramente alarmante. Mis padres nos llevaban todos los años a mi hermano y a mí a recorrer en coche la Francia de provincias. En las escasísimas ocasiones en las que veíamos otro coche británico, saludábamos con la mano a sus ocupantes, extranjeros como nosotros en una tierra desconocida.
Pero hace mucho tiempo que Europa dejó de ser desconocida, y la generación más joven, que con el tiempo llegará al poder, ha viajado mucho. El conocimiento no se puede quitar; ni las emociones se pueden dejar de sentir. Se trata, pues, de saber cuándo recuperaremos la sensatez y si, en ese momento, nos admitiréis de nuevo. Espero que sí.
Jamileth
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