Tras Bambalinas

Nuevo poder chino, despertar europeo

2020-03-06

China se proyecta hoy en todo el mundo, consciente de que la viabilidad de su modelo...

FIDEL SENDAGORTA | Política Exterior

Atrapada en mitad de la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China, la Unión Europea debe decidir si medirse con ambos gigantes o resignarse a ser un mero escenario de la batalla.

Como vosotros bien sabéis, todavía a principios del siglo XIX China era la primera economía mundial. Sin embargo, a diferencia de las inquietas potencias europeas, el imperio chino era un extenso espacio continental encerrado en sí mismo y suspendido en el tiempo, sin interés por el mundo exterior más allá de su entorno inmediato. China recuperará previsiblemente su posición de primera potencia económica mundial en unos pocos años, después de tres décadas de crecimiento intensivo. Ahora bien, a diferencia del periodo histórico anterior, China se proyecta hoy en todo el mundo, consciente de que la viabilidad de su modelo económico depende de la expansión de su comercio, del incremento de sus inversiones y de la influencia política que lleva aparejada esta huella cada vez más extensa y profunda.

Esta proyección global de China tiene efectos sobre todos los aspectos de la vida internacional contemporánea. Su consecuencia más evidente es el desencadenamiento de una intensa rivalidad con Estados Unidos por la preponderancia en Asia y en todo el mundo. Por lo que hace a Europa, esta nueva configuración transforma las relaciones con China y también modifica en profundidad los vínculos transatlánticos.

En cuanto a la evolución entre los países europeos y China, el foco de la relación había estado siempre en la propia China. Primero en tanto que presencia colonial desde mediados del siglo XIX hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Más recientemente, tras las reformas económicas introducidas por Deng Xiaoping se produjo un impulso europeo del comercio y la inversión destinado a aprovechar el potencial de este inmenso mercado. Sin embargo, en los últimos años el centro de gravedad de la relación se ha desplazado a Europa y es ahora China quien utiliza su expansión económica al servicio de los dos pilares de su estrategia nacional: el plan Made in China 2025, destinado a situar al país como líder mundial en 10 sectores tecnológicos punteros y la Nueva Ruta de la Seda (la Franja y la Ruta, en su denominación oficial), cuyo propósito es la integración de Eurasia y el Pacífico mediante una red de infraestructuras impulsadas por el gobierno chino.

La aplicación por China de estos dos vectores de su estrategia en Europa ha provocado un brusco despertar en Alemania y Francia en torno a los efectos del nuevo poder chino sobre la capacidad de decisión europea. En Berlín el punto de inflexión fue la adquisición por la firma china Midea de una de las joyas de la corona de la tecnología alemana de vanguardia, la empresa de robótica Kuka. El gobierno alemán quiso resistirse a esta compra, pero se dio cuenta de que no contaba con ningún instrumento legal para impedirlo. Tampoco las empresas europeas podían invocar la reciprocidad para invertir en China en una amplia lista de sectores considerados estratégicos. El riesgo era un vaciamiento tecnológico de la industria alemana y el consiguiente cuestionamiento de su modelo económico.

Por otra parte, las empresas estatales chinas empezaron a invertir en toda Europa –sobre todo en el Este y el Sur– en infraestructuras críticas como los puertos, la energía y las telecomunicaciones, al amparo de la iniciativa de la Franja y la Ruta. El presidente francés, Emmanuel Macron, en su primer viaje a Pekín en 2018 afirmó con rotundidad: “Estas rutas no pueden ser las de una nueva hegemonía que transformen en vasallos a los países que atraviesen”. La amenaza que veían los estrategas franceses era una Europa débil, en el extremo de una Eurasia con Pekín como centro geopolítico y dos potencias autoritarias –China y Rusia– ejerciendo un condominio de hecho sobre un continente del que EU se desentiende de manera progresiva.

Una preocupación adicional en Bruselas y en no pocas capitales europeas eran las crecientes muestras de que Pekín jugaba a dividir dentro de la UE. Lo cierto es que tradicionalmente China había apostado por la integración europea dentro de su designio de un orden multipolar que erosionase la hegemonía estadounidense. Pero la crisis del euro, el Brexit y el ascenso de fuerzas nacionalistas euroescépticas han socavado la fe de las autoridades chinas en una Europa unida como uno de los polos de poder mundial. De ahí su giro hacia un enfoque subregional cuyo logro más visible ha sido el Foro de Cooperación China-Europa Central y Oriental (Foro 17+1), al que se ha incorporado también Grecia. Esta interlocución se hace a costa de la UE y, además, Pekín aprovecha el poder que le dan sus inversiones en esos países para obtener apoyos que debilitan las posiciones comunes de la UE cuando se tratan cuestiones como el mar de China Meridional, el trato a las minorías o los derechos humanos. La perspectiva de un país cada vez más poderoso, con un sistema autoritario y creciente influencia en Europa, constituye un motivo de inquietud si no en todas, sí en un número creciente de naciones europeas.

Quedaba así definido el triple ­desafío que supone el nuevo poder de China para Europa: económico y tecnológico, geopolítico e ideológico. En pocos años se ha producido un cambio sustancial en el equilibrio relativo de poder entre China y Europa y algunos analistas contemplan esta evolución con creciente pesimismo. Así, Slawomir Sierakowski afirma, de forma no poco provocadora, que estamos asistiendo a un vuelco en los papeles que Europa y China desempeñaban en el siglo XIX. China considera este periodo como la “era de la humillación”, cuando su imperio se mantenía formalmente pero las potencias coloniales europeas imponían sus condiciones comerciales y mantenían el país sometido políticamente. En la actualidad se habrían vuelto las tornas, con unos países europeos que conservan una soberanía de fachada mientras China va penetrando en sus economías y amplía su influencia política en todo el continente.

¿Entramos entonces en una “era de la humillación” europea? No parece razonable llevar hasta sus últimas consecuencias esta analogía histórica, pero lo cierto es que hay otra derivada inquietante que tiene que ver con la manera en que se juega la rivalidad entre China y EU sobre suelo europeo. El campo de batalla es ahora el despliegue de las redes de telecomunicaciones 5G, y EU presiona a sus aliados para que excluyan a las empresas chinas con el fin de evitar las fugas de información, pero también para prevenir la capacidad de disrupción que tendría Pekín sobre una infraestructura crítica, vital para el desarrollo de las nuevas aplicaciones de internet. La reacción europea varía de país a país aunque prevalece el enfoque de mitigar el riesgo que supone la utilización de equipos chinos en estas redes, tratando de encontrar un equilibrio entre seguridad y competitividad que no perjudique económicamente a los operadores europeos.

Es inevitable que detrás de este pulso vengan muchos más, ya sea en inteligencia artificial, informática cuántica, impresión en 3D o las aplicaciones avanzadas de fintech. Lo cierto es que la competición entre Washington y Pekín se centra cada vez más en la adquisición de una posición dominante en las nuevas tecnologías, con consecuencias tanto sobre el liderazgo de la economía del futuro como sobre las nuevas capacidades en materia de seguridad y defensa. ¿Tendrá Europa la voluntad de medirse en este campo con China y EU o será un mero escenario de esta competición descarnada? La ironía en el caso del 5G es que las empresas chinas, Huawei y ZTE, no pugnan por los contratos con empresas estadounidenses, que no han desarrollado esta tecnología por un fallo del mercado, sino con firmas europeas como Ericsson y Nokia.

Futuro transatlántico

La irrupción del poder chino sobre la escena mundial transforma también la relación transatlántica. China es ahora el principio organizador de la política exterior de EU y las consecuencias de esta prioridad se dejan sentir ya en Europa en dos áreas fundamentales.

En primer lugar, el vínculo cada vez más evidente entre tecnología y seguridad lleva a EU a reducir su interdependencia con la economía china en todos aquellos sectores que pueden crear vulnerabilidades en materia de defensa. Ello implica el redespliegue de las cadenas de valor que pasan por China para producir tecnologías sensibles desde el punto de vista de la seguridad. China, por su parte, se propone hacer otro tanto para evitar que su avance tecnológico pueda quedar ralentizado por sanciones aplicadas en Washington. El resultado sería un desacoplamiento de la economía global con una esfera dominada por la tecnología china y otra por la tecnología estadounidense, europea, japonesa y de otros países afines. Para Europa esta es una evolución ­indeseada tanto por motivos económicos como por el temor a la creación de dos bloques cada vez más hostiles. Pero aquí surge el primer dilema estratégico para Europa: ¿tiene la UE la capacidad de evitar o aminorar este escenario, o va a tener que aceptar la inevitabilidad de este nuevo mundo bifurcado?

En segundo lugar, el hecho de que el centro geopolítico del mundo, que aún pasaba por Europa durante la guerra fría y los acomodos posteriores a esta, se haya trasladado definitivamente a Asia y el Pacífico. EU está cada vez más concentrado en su rivalidad con China y va desconectándose gradualmente de Europa. Tanto Macron como la canciller alemana, Angela Merkel, han apuntado a este factor insoslayable en el debate en curso sobre el futuro de las relaciones transatlánticas. Y aquí tenemos ya planteado el segundo gran dilema estratégico para Europa: ¿cómo pueden los países europeos seguir dependiendo de EU para su protección mientras Washington mira hacia China y se desentiende de Europa?

La autonomía estratégica es el concepto sobre el que gira el debate europeo en torno a estos dos ­desafíos, tecnológico y militar. Pero con independencia de las posiciones de cada cual –y las cosas no se ven igual desde París que desde Berlín o Varsovia–, nadie discute que la autonomía estratégica es un objetivo a largo plazo que habrá que construir con paciencia, sin esperar soluciones mágicas en lo inmediato.

Entre tanto, hay iniciativas que pueden y deben tomarse en el marco europeo y hay otras cuestiones que requieren una concertación con EU y otros países afines en Asia y el Pacífico. En cuanto a las primeras, ya se han dado pasos y la Comisión Europea, junto con la anterior Alta Representante de la UE, Federica Mogherini, aprobaron hace un año un documento notable tanto por su concisión –tan rara en la literatura comunitaria– como por su claridad conceptual. En él se calificaba a China como “socio de cooperación”, “competidor económico” y “rival sistémico”, y se realizaban una serie de propuestas sobre reciprocidad, política industrial o coordinación en materia de 5G. Corresponde ahora a la nueva Comisión y al nuevo Alto Representante, Josep Borrell, impulsar estos razonables propósitos.

Pero si Europa sigue dependiendo de EU para su seguridad, los europeos deberán reenfocar la relación transatlántica bajo nuevos parámetros. El primero es que Europa tiene que mirar más a Oriente porque la desconexión entre el teatro asiático y el europeo es ya una rémora del pasado. China proyecta su poder simultáneamente sobre ambas regiones. El segundo es que para Europa, China no es un desafío militar, pero sí lo es en otras dimensiones de la seguridad, como el cada vez más relevante cruce entre tecnología y valores. Un ejemplo muy claro es el de la ciberseguridad, cuya naturaleza no territorial sitúa Europa en posiciones coincidentes con sus aliados transatlánticos y también con países afines del Indo-Pacífico como Japón, Australia, Corea del Sur o India.

Otro campo en el que los europeos pueden trabajar conjuntamente con este grupo de países es en la promoción de un modelo de internet abierto y libre, que pueda ofrecerse en África, Asia o América Latina como alternativa al que exporta China, que incluye tanto la modernización de la conectividad digital como el control social y político a través de las técnicas de reconocimiento facial vinculadas con el uso de datos y las aplicaciones de inteligencia artificial.

Sin embargo, para que esta cooperación pueda llevarse a cabo deberá primero restablecerse la confianza entre ambos lados del Atlántico. Las posibilidades de que esto ocurra de inmediato no son favorables, pero construir un nuevo equilibrio de poder con China es un juego largo.



Jamileth