Editorial

El virus mexicano

2020-04-21

Lo mismo ocurre con la deuda pública: AMLO de seguro recuerda como un trauma el...

Jorge Volpi, El País

Mientras la pandemia devora aceleradamente el mapamundi, entintándolo de rojo en una cuenta contra reloj, el presidente de México, un hombre de 66 años y con hipertensión, continúa sus giras de fin de semana —en aviones comerciales—, abraza y besa a niños y ancianos e incluso bromea con un escapulario que lo protegerá de la infección, todo antes de que al fin, abrumado por la información de sus asesores, acepte llamar a la población a quedarse en casa, aunque no sin sostener que la crisis es pasajera y que, al término del encierro, convocará a sus compatriotas a un multitudinario intercambio de besos y abrazos en el Zócalo.

Una de las paradojas de la covid-19 es que se trata de una emergencia mundial acotada con respuestas locales. Si la globalización neoliberal ha causado la vertiginosa expansión del virus, la reacción de los Gobiernos ha sido tomar medidas unilaterales, sin consultar siquiera a sus vecinos, incluyendo el cierre de fronteras. Esta reacción irracional, dictada por el miedo —el de los políticos a perder las elecciones o su popularidad—, ha provocado que el estilo personal de cada líder determine en buena medida la suerte de sus ciudadanos. Aunque todos corramos el riesgo de infectarnos, no es lo mismo que nos ocurra bajo Trump, quien durante semanas negó su peligrosidad, o Bolsonaro, quien aún la niega, que permanecer al arbitrio de Boris Johnson o de Mark Rutte, con sus experimentos de inmunidad de rebaño, de Giuseppe Conte o Pedro Sánchez, con sus drásticas medidas de confinamiento, o de Chung Sye-kyun y su vigilancia tecnológica o António Costa, capaz de ampliar la cobertura sanitaria a los indocumentados.

En pocos momentos los temores de nuestros dirigentes han tenido consecuencias tan profundas para la vida y la muerte de sus ciudadanos. Todos los gobernantes han quedado rebasados por la tragedia, pero mientras los moderados o anodinos se resignan a administrarla, los más conspicuos o exaltados se resisten a quedar relegados por ella. Andrés Manuel López Obrador (AMLO) no es la excepción: su carácter, forjado durante décadas de activismo y aciaga lucha por el poder, lo dibuja tan intransigente como obcecado y tan confiado en su intuición como sensible a las causas populares, rasgos que la pandemia lleva a sus extremos.

Su renuencia a aceptar la magnitud de la enfermedad no es difícil de entender: tras 12 años de bregar por la presidencia, recibió un país en ruinas, devastado por la guerra contra el narco de Felipe Calderón y la corrupción sistemática de Enrique Peña Nieto. La tarea de enderezar una de las naciones más desiguales del planeta, con 250,000 muertos por la violencia, donde la justicia no existe y la impunidad es la regla, parecía suficiente para ocuparlo. Su ambicioso plan, bautizado con el grandilocuente nombre de Cuarta Transformación o 4T, se caracterizó en su primer año por su énfasis en los programas sociales y un sinfín de decisiones polémicas o erradas que no le han permitido presumir casi ningún éxito. Y justo cuando comenzaba su segundo año, apareció la covid-19: una amenaza capaz de revertir todos sus planes.

Si en estos meses, AMLO ha dado la impresión de perder su proverbial instinto político, en particular con su desdén hacia las víctimas de la violencia y de la violencia de género, hoy se aferra a sus ideas como si la pandemia fuera, en efecto, un accidente. En las etapas del duelo —del dolor ante la irremediable muerte de sus expectativas—, se encuentra en la etapa de negación. Aunque su Gobierno se defina de izquierda y cuente con numerosos luchadores de izquierda, AMLO posee un temple conservador —lo cual no deja de resultar paradójico, pues es a los “conservadores” a quienes achaca todos los problemas del país—. Y, en épocas de incertidumbre, los conservadores son quienes suelen encerrarse en sí mismos.

El presidente se aferra a sus ideas como si la pandemia fuera un accidente

Ello no significa que toda su actuación haya sido negativa: una vez que aceptó la pandemia, delegó en Hugo López Gatell —el carismático subsecretario de Salud— y en Marcelo Ebrard —en teoría canciller, en la realidad vicepresidente—, dos hombres sensatos y pragmáticos, la conducción de la agenda de salud. Por desgracia, en los demás ámbitos, como el económico, él tiene la última palabra y sus temores determinan sus decisiones.

Nadie duda que su mayor obsesión, combatir la desigualdad y ayudar a los más desfavorecidos, es legítima incluso en estos tiempos de pandemia, solo que su atrincheramiento corre el riesgo de perjudicar justo a quienes menos tienen. Para resucitar así sea una parte de los grandes objetivos de la 4T, debe darse cuenta de que no basta con perseverar con un proyecto que, en el contexto de la pandemia, se ha vuelto imposible.

A diferencia de otros países, AMLO se ha negado a ofrecer un gran paquete de rescate. Su postura tampoco es difícil de explicar: fue un férreo opositor al Fobaproa [Fondo Bancario de Protección al Ahorro], el plan del Gobierno durante la crisis de 1990, el cual solo benefició a unos cuantos. Y, durante la gran recesión de 2008, el rescate global fue una gigantesca transferencia de recursos de las clases medias a los ricos. Es natural que no quiera copiar estos modelos. El problema es que la sacudida será mucho mayor que en 1990 —el mundo sufrirá tanto como en 1929—, y su Gobierno no ha hecho ningún esfuerzo para hallar soluciones distintas.

Lo mismo ocurre con la deuda pública: AMLO de seguro recuerda como un trauma el endeudamiento de los setenta y ochenta. De nuevo, su pánico lo ciega: sin una inversión pública descomunal, que no puede venir más que de créditos externos, México no tendrá recursos para salir del abismo. Y recortar aún más el enflaquecido presupuesto público no hará sino acentuar la recesión: la austeridad —por republicana que sea— es la peor receta. De igual modo, mantener la construcción de la refinería de Dos Bocas —otra vez relacionada con sus añejos pavores— o el Tren Maya no hará sino distraer sumas millonarias de donde más se necesitan: en el flujo directo a los millones que perderán sus trabajos en un país sin seguro de desempleo o a las pequeñas y medianas empresas que no podrán sobrevivir a fuerza de pequeños créditos. Ambos proyectos pueden convertirse en su propio Fobaproa: ideas inútiles pagadas con impuestos necesarios para causas más urgentes.

AMLO aún tiene la oportunidad de vencer sus miedos. En especial cuando sus acérrimos enemigos, aquellos que destruyeron a México en los últimos años —PAN y PRI—, no hacen sino acendrar el temor ciudadano. Pocos políticos saldrán bien librados de esta era oscura, pero si AMLO no recupera el espíritu que lo llevó al poder con tanto apoyo popular, en particular la empatía hacia quienes más sufren y la capacidad de escuchar a quienes pueden imaginar auténticas innovaciones desde la izquierda, corremos el peligro de que un virus tan peligroso como la covid-19 —la intolerancia y el autoritarismo de ultraderecha— termine por infectarnos al final de esta pandemia.


 



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