Editorial

México: solo una coincidencia

2020-05-11

Todo eso se apuntaló en 30 años. Al llegar a la presidencia a finales de 2018,...

Salvador Camarena, El País

Redacto estas líneas el 8 de mayo de 2020. La fecha es importante por una razón. Según las autoridades de México, este día marca el momento crítico por contagios de la covid-19 en esta nación latinoamericana. Tal referencia importa, además, porque quizá sea en lo único en lo que hoy están de acuerdo los mexicanos: en que hemos entrado en la peor fase del impacto del nuevo coronavirus. Fuera de eso, fuera de coincidir en que la pesadilla que ha azotado al mundo ya está aquí con toda su fuerza, la sociedad mexicana enfrenta la amenaza desunida, en medio de una polarización extrema y en un ambiente donde el Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador está dispuesto a capitalizar la crisis cuidando antes que nada a los más pobres y a su movimiento político, y así sea a costa de sacrificar la economía mexicana en su conjunto.

No se puede decir que haya un país en el que la crisis por la covid-19 haya caído al Gobierno como “anillo al dedo para afianzar el propósito de la transformación”. Bueno, sí se puede de uno, del mexicano, donde el presidente López Obrador pronunció el 2 de abril esa frase para señalar su bienvenida a tan dramática contingencia.

Dicho de otro modo: casi todas las naciones del planeta vieron en la pandemia un reto que les vino a complicar gravemente la marcha o, cuando menos, les hizo desviarse de otros importantes asuntos. Salvo México, donde el presidente López Obrador ha encontrado que la crisis sanitaria, e incluso la económica, constituye una inigualable oportunidad para terminar de imponer un cambio de régimen que no incluye la búsqueda de la concordia ni la integración al nuevo sistema de la pluralidad preexistente en la sociedad.

Para salvar el momento de su joven presidencia (inició su periodo de seis años en diciembre de 2018), AMLO –como todo mundo llama al mandatario– ha decidido, digamos, pactar solo consigo mismo y, decididamente, marginar a las dos fuerzas opositoras que gobernaron la nación mexicana durante 90 años y que aún hoy detentan el poder en dos tercios de gobernaciones estatales, y a otras fuerzas vivas como el empresariado, muchos artistas y no pocos académicos. ¿Qué tipo de razonamiento llevó al presidente mexicano a hacer eso?

Por razones geográficas, la primera ola del nuevo coronavirus ha llegado al último a México. Los mexicanos han seguido con azoro, primero, y horror después, las noticias de la pandemia en Asia y Europa. Para cuando los casos comenzaron a darse en Estados Unidos supimos que nuestro turno era inminente. El 28 de febrero se registró el primer caso oficial de contagio de covid-19 en el territorio gobernado por López Obrador.

Desde entonces, un singular fenómeno se ha desarrollado en México. Las noticias de la muerte de miles en el norte de Italia o el calvario en ciudades como Madrid, y la descomposición generalizada de la economía mundial en el mismo periodo, dieron a los mexicanos entre ocho y doce semanas de ventaja para saber que el futuro golpearía en un costado de tiempo atrás vapuleado, el de una economía siempre endeble en este país y que en 2019 tuvo cero crecimiento, pero que también llegarían impactos de pronóstico imposible de determinar: el sistema de salud mexicano, la línea de defensa frente al coronavirus se ha vuelto aún más precario después de la corrupción del sexenio del presidente Peña Nieto (2012-2018), cuando el expolio en ese sector se dio con saña: la prensa ha registrado irregularidades graves en la construcción de más 300 hospitales regionales en ese periodo. La combinación hacía temer lo peor: la tormenta que sacudió a economías y aparatos sanitarios más robustos que los nuestros hacían previsible, para la nación mexicana, un daño catastrófico.

En tan delicado predicamento, un jefe de Estado convencional habría convocado toda la ayuda posible –política, financiera, científica– para preparar el embate de la enfermedad y de la parálisis económica. En vez de ello, AMLO desoyó llamados a la unidad de políticos y empresarios, desechó varias sugerencias de detallados planes de rescate a pequeñas y medianas empresas, y en una salida en solitario en Palacio Nacional, anunciada con semanas de anticipación, el 5 de abril dio a conocer que nada en el rumbo de su proyecto se modificaría un ápice. Que mediante sus programas de ayudas sociales trataría de proteger a los más pobres, que no suspendería caras obras de infraestructura de viabilidad o pertinencia en entredicho, y cuyos eventuales beneficios no se verán ni en uno ni en dos años, que contra la opinión de toda clase de expertos pondrá la salvación de Petróleos Mexicanos sobre otras prioridades, así no sea negocio extraer aceite en tiempos en que el mundo se paralizó y no lo consume; y, finalmente, que no habrá ni rebajas fiscales, ni prórrogas sustanciales para las cargas impositivas de las empresas, ni programas emergentes para paliar las penurias de los pequeños y medianos emprendedores de los que dependen, según el Banco Interamericano de Desarrollo, 78% de los empleos.

La postura de López Obrador desató una tormenta dentro de un bote ya anegado. Dos de las tres organizaciones empresariales más importantes del país, el Consejo Coordinador Empresarial y Consejo Mexicano de Negocios, que durante año y medio dieron el beneficio de la duda a López Obrador, han padecido el desdén presidencial: sus propuestas de rescate no son revisadas más allá de la mera cortesía. De hecho, al responder a un último plan elaborado por la patronal, con 68 propuestas específicas para incentivar la economía, esta misma semana López Obrador ha dicho que no le importa si quiebran las empresas, que eso es solo tema de los socios o accionistas de las mismas. En los hechos, el puente de diálogo entre la iniciativa privada y el poder político está roto, pues no hay materia en común para negociar algo sustantivo.

La actitud del presidente desconcierta incluso en un país que no es la primera vez que vive la amenaza de una gran crisis. Porque pareciera que el presidente no ve lo que observadores nacionales e internacionales, la prensa de muchos lados y no pocas personas en la calle advierten claramente: que el Gobierno solo no podrá con un embate dual, que además de intentar salvar en los hospitales a miles de pacientes hay que cuidar a los empleos, y que no es tiempo de dividir sino de sumar, de negociar, de escuchar.

No es que López Obrador no vea eso. Es falaz esa caricatura que lo reduce a una persona testaruda o limitada. No. Él advierte claramente lo que se cierne sobre México. Pero no le interesa en lo más mínimo dar la respuesta que buena parte de la opinión pública esperaría de él, esa del “llamado a la unidad nacional”, esa de negociar con otros una ruta de escape. Y hay una cierta lógica en su negativa a comportarse como otros esperan que lo haga. Si tal “lógica” resulta suicida para México, o lastra definitivamente el desarrollo de este país en los siguientes lustros, o si supone –milagrosamente– un renacer más justo de una nación que ha padecido espantosas desigualdades, el éxito o el fracaso, pues, de la decisión de AMLO será algo que el tiempo establecerá.

En este momento crítico para México debe asentarse que López Obrador es consecuente con su, digamos, ideario. Ceder significa, en su Biblia, claudicar. Aceptar ayuda de los opositores sería conceder la utilidad del aparato construido en las últimas cuatro décadas: desde que las crisis económicas de los ochenta obligaron a México a comprometerse a nivel internacional con volverse una economía abierta y establecer límites al discrecional presidencialismo rampante, esta República a tiros y tirones había ido edificando un sistema de contrapesos. López Obrador reniega de esas instituciones.

Y hoy no se le ven ganas de cambiar de punto de vista con respecto a ese andamiaje surgido desde los tiempos de Salinas (1998-1994), cuando nacieron, por un lado, la oficina del ombudsperson para los derechos humanos y por otro el abuelo de la autoridad electoral autónoma que hoy rige los comicios. Luego, con Zedillo (1994-2000), la Suprema Corte, y con ella todo el poder judicial federal, y el Banco de México, dieron un gran salto en cuanto a su profesionalización e independencia. Con Fox (PAN, 2000-2006) se establecieron leyes de acceso a la información que en su momento llegaron a ser envidia internacional; y con Calderón quedó más que nunca demostrado que el presidente requiere del Congreso para gobernar, y se crearon o consolidaros órganos reguladores de varios campos de la economía para que Gobierno y actores predominantes no capturaran tan fácilmente las decisiones que tenían que ser tomadas a favor de todos y no de uno cuantos. Enrique Peña fue un retroceso en muchos sentidos, pero no rompió una tradición de negociaciones políticas que en un principio dieron esperanza a México con un pacto para reformas estructurales, agenda que en buena medida se cumplió gracias a todas las fuerzas políticas, incluido el PRD, que en su momento postuló dos veces a la presidencia (2006 y 2012) a López Obrador.

Todo eso se apuntaló en 30 años. Al llegar a la presidencia a finales de 2018, López Obrador tenía en las manos la posibilidad de borrar muchas de las deficiencias de esos organismos. Pudo llevar esa estructura a un nivel de excelencia si tan solo las libraba de la mano presidencial, que en muchas ocasiones torció los destinos de un sistema que nació para acotar a un jefe del Estado imperial y a sus compinches en la clase política y empresarial. Y es que el checks and balances a la mexicana nunca maduró porque durante 18 años (2000-2018) priistas y panistas consagraron en puestos claves de ese entramado a funcionarios que llegaban en deuda, por ser “cuates” o por obedecer a “cuotas” negociadas tras bambalinas entre los poderosos.

En vez de fortalecer el incipiente sistema de rendición de cuentas, López Obrador inició un desmontaje de hecho o de derecho. Eliminó sin justificación legal la construcción del aeropuerto de Texcoco, sin importar que para ello existan cálculos de que en el tiempo esa cancelación podría suponer un costo de 20,000 millones de dólares; todo un símbolo de cuán decidido estaba en su plan de detener lo echado andar en el “antiguo régimen”. Pero fue apenas la primera señal, un gran símbolo de su estilo y determinación, establecido en octubre de 2018, un mes antes de asumir formalmente la presidencia de la República.

Con esa gran obertura, lo que vino después ha sido igualmente estridente: ahí donde era engorroso desaparecer un organismo regulador, simplemente rellenó estos de hombres y mujeres de paja; o se dio el caso de los titulares de la Comisión Nacional de Hidrocarburos y la Reguladora de Energía, que fueron obligados a dimitir; y lo mismo ocurrió con el ministro de la Suprema Corte de Justicia, Eduardo Medina Mora, identificado plenamente con Peña Nieto. Y cuando algo se ha atorado en la marcha de los deseos del mandatario, éste expide un decreto de dudosa legalidad, o pretende utilizar —sin negociación o mínimo debate— a sus fuerzas mayoritarias en las cámaras del Congreso para cambiar la ley a su gusto. Frente a ese embate, hubo algunos pocos opositores, varios organismos de la sociedad civil y diversas plumas en la prensa que protestaron por las formas y el fondo. Tales voces fueron desoídas, o incluso vilipendiadas en las redes sociales o en las mañaneras que preside, día a día, encendidamente López Obrador.

Así fue 2019, el primer año de López Obrador en la presidencia de México. El estilo voluntarista si no francamente rijoso de este político, y los desplantes de algunos de sus funcionarios, los del sector energético particularmente, no pasaron inadvertidos para los inversionistas nacionales e internacionales, que recibieron amenazas de juicios y castigos por obras que tenían años de haber sido iniciadas o convenidas. Tal combinación se reflejó en una economía que por primera vez en once años registró un retroceso de -0.1%.

Así que cuando de China llegaron noticias de un nuevo coronavirus, México ya tenía meses con dudas sobre el futuro económico y en medio de una agria desazón política.

Los sistemas sanitarios europeos nos permitieron advertir la letalidad del virus y las impredecibles consecuencias económicas del encierro para evitar los contagios; por ello, el Gobierno de López Obrador recibió miradas y cuestionamientos de los mexicanos para saber cómo haríamos para sortear la dura prueba que estaba por llegar.

Cuando el colapso económico global era una realidad y los muertos se contaban diariamente por cientos en Nueva York, acaso la ciudad más golpeada por la covid-19 y la más parecida a la megalópolis de la capital mexicana, epicentro nacional de pandemia, AMLO dijo en Palacio Nacional que el coronavirus y el derrumbe financiero internacional caían “como anillo al dedo” a sus objetivos.

La frase de López Obrador no constituyó un desliz freudiano. Fue, si acaso, demasiado honesta. Qué significa. Que este político tiene en la mente sólo dos cálculos. El primero, el presidente sabe que no tiene el dinero que se requiere para salvar a todos aun si así lo quisiera. Y, segundo, que con el dinero que dispondrá hará todo para afianzar a su base electoral. Porque la ruta de Andrés Manuel está marcada por la idea no de salvar lo más que se pueda de la casa, sino por la lógica de que no se quemen en el incendio sus posibilidades de retener la mayoría en la Cámara de Diputados y ganar las más posibles de las 15 gubernaturas (la mitad de cuantas hay en el país) que hay en disputa el año que entra. Mero cálculo electoral en medio de la pandemia.

El calendario de AMLO en los próximos meses no es sanitario ni económico. Es electoral. Su equipo intentará salvar vidas en los hospitales, sí, pero él se dedicará prioritariamente a que su proyecto político no naufrague en la contingencia. Los créditos y apoyos que se darán han iniciado con aquellas familias pobres que han sido empadronadas por su Gobierno, y no “en rescatar a los de arriba”, como lo dice a menudo. Y no es una estrategia secreta o sutil: ha dicho que su administración se dedicará a proteger al “70% de los hogares mexicanos, de abajo hacia arriba”, deslizando que el restante porcentaje –“una minoría”, según dijo en un video publicado el 25 de abril– deberá asumir que no cuenta con el Gobierno por el cual no pocos de ellos votaron en 2018. Y las empresas, menos apoyo pueden esperar de esta administración.

Además de cuidar a esa base electoral, que él no explica en cuánto resultará dañada si colapsa la economía que mueve el 30% al que se le darán menos apoyos, el presidente ve en esta coyuntura la ocasión de por fin quitarse de encima o minimizar, al dejarlos sin presupuesto o relegarlos, a organismos y contrapesos formales e informales de los que desconfía (el electoral, el de transparencia, los reguladores de energía, centros de pensamiento como El Colegio de México, fondos para las artes y la investigación, etcétera).

Los recortes al presupuesto por la emergencia, además de draconianos, golpean por igual a la burocracia que a artistas o académicos. Eso le sirve al presidente para señalar que la austeridad es pareja. Pero sobre todo constituyen otra más de las señales de que en México hoy el poder solo se ejerce en un despacho: en medio de la crisis López Obrador ha enviado al Congreso una iniciativa donde pide a los diputados que le endosen el derecho a decidir el destino del erario sin mayor trámite. La mayoría amlista en la legislatura federal desespera un día sí y el otro también porque las medidas oficiales que restringen las reuniones han impedido a sus diputados acudir al Congreso y subir a la piedra de sacrificios para entregar su corazón al Tlatoani, que así podría prescindir de ellos a la hora de manejar el presupuesto mientras dure la emergencia económica. La oposición ha intentado una defensa digna frente a la intentona gubernamental, mas es pronto para pronosticar el desenlace. Mayor control del dinero por parte del presidente también podría suponer menos recursos para los gobernadores que no le son afines, con quienes en plena pandemia su administración ha vivido episodios de choque, ya sea por la calidad de la información sobre el verdadero número de contagios –datos que esta semana fueron puestos en duda por sendos reportajes de tres medios internacionales, entre ellos EL PAÍS– o por las políticas de contención al coronavirus.

Si hay un gobierno en el que la temida crisis sanitaria, y la quizá aún más temida recesión económica, son vistas con alborozo. Es el del presidente López Obrador. Que parece decidido a dejar que esos jinetes apocalípticos arrasen con cuanto quieran siempre y cuando él pueda decir que el pasado prianista de México ha quedado borrado, y que Morena y él están listos para comenzar desde abajo una transformación. Así sea desde la ruina económica, con la mayor debilidad institucional en medio siglo, un presidencialismo revivido en su máximo esplendor, sobre miles de cadáveres regados por el coronavirus y la violencia que no cesa, y en un país donde salvo la certidumbre de que ha comenzado la peor etapa de contagios por la covid-19, no hay nada que una a todos. Nada.


 



regina