Vox Populi

“Estamos viviendo la misma tormenta desde diferente barco”

2020-05-19

Mientras el resto de la capital mexicana hacía vida normal a finales de febrero y principios...

Elena Reina, El País

Cuando la pandemia en la mayor parte de México solo se veía en las noticias, en los hospitales colapsados de Italia o España, en los vuelos cancelados que interrumpían las vacaciones de los más adinerados, en el hospital privado ABC Observatorio de Santa Fe —el corazón financiero y residencia de la clase alta de la capital— comenzaba a cundir el pánico. Todo aquel con un seguro médico, que solo una pequeña proporción del país se puede permitir, acudió con terror para hacerse una prueba pagada de covid-19 (de unos 150 a 200 dólares) por un dolor de cabeza sospechoso, por un vecino que había viajado en los últimos meses, porque regresaban de esquiar de las pistas de Vail (Colorado, Estados Unidos) donde se habían reunido en cenas o fiestas con otras decenas de casos posiblemente contagiados. Y porque podían.

Mientras el resto de la capital mexicana hacía vida normal a finales de febrero y principios de marzo, solo había un rincón donde la epidemia se había colado hasta ese momento: los barrios ricos. Según los datos del avance del coronavirus en la capital, el virus llegó por las delegaciones del suroeste y oeste, en Cuajimalpa y Miguel Hidalgo —que incluyen exclusivos barrios residenciales de Santa Fe y Polanco—, para después extenderse con mucha más letalidad entre las clases populares, en la otra punta de la ciudad: en el sureste. La zona con más contagios detectados hasta la fecha.

“Todos los pacientes que llegaban en ese momento habían comenzado a somatizar por todo lo que oían en las noticias. Cuando un paciente paga por un servicio se siente con el derecho de exigir. Pero incluso en ese momento tuvimos que poner limitantes, como por ejemplo, no hacíamos la prueba sin receta médica, para la cual se necesitaba un cuadro de síntomas muy sospechosos, que hubiera viajado al extranjero o que hubiera estado en contacto directo con un paciente contagiado”, explica desde el otro lado del teléfono el médico internista del hospital privado ABC, Eduardo Hernández. Una compañera del mismo centro, anestesista, que prefiere no dar su nombre, recuerda que cuando cruzaba urgencias durante esos días de principios de marzo era una “locura”: “Los pacientes llegaban y llegaban, que tenían fiebre, miedo, se generó pánico. Vengo de viaje, decían, me duele la garganta. Llegaban olas de pacientes buscando la prueba. Después de eso, determinaron que no se entrara al área de urgencias y mandaron el triage hacia atrás del hospital”.

En cualquier caso, la doctora señala: “La verdad es que todos creíamos que iba a ser un caos rotundo. Pero ha sido todo tan genialmente armónico. Estamos llenos, pero controlado. Está, digamos en términos clínicos: crítico, pero manejable”. Unas semanas después de que decenas de pacientes acudieran al ABC a hacerse pruebas, en los hospitales públicos de la capital, la epidemia entraba con fuerza: “Nos llegaban mensajes de Whatsapp de grupos de médicos donde señalaban que vivíamos la misma tormenta, pero estábamos en diferente barco. Es una realidad difícil, pero en los hospitales públicos ya trabajaban en condiciones de guerra”, añade la anestesista.

El internista Eduardo Fernández se contagió de la covid-19 en el momento en el que la pandemia aceleraba su paso por el país. Él había atendido en el hospital ABC a los primeros contagiados, muchos de ellos que habían viajado al extranjero. Hace como un mes, comenzó con los síntomas. Además de los más comunes, como la fiebre, Fernández recuerda un “dolor ardoroso, esa sensación en el pecho cada vez que respiras. Mentalmente sientes que no estás bien, te aturdes, te vuelves lento. Y obviamente te entra el miedo”, cuenta.

En su piel ha vivido los dos lados de la pandemia. El de sanitario y la víctima. Y para ambos casos sintió algo similar: frustración, impotencia. “Llega un momento en el que sabes que no puedes hacer más de lo que estás haciendo, que está fuera de tu control. Haces lo que tienes que hacer, pero cruzas los dedos y esperas. A la suerte, o si crees en Dios, pues a Dios. Porque no está en tus manos. Ves a gente morir que no estaba tan grave, mucho más joven y sana que tú”, cuenta Hernández, de 42 años, que desde que enfermó no ha tratado a ningún paciente directamente por precaución.

La realidad de la atención en un hospital privado como el ABC de Santa Fe, pese a la gravedad de la enfermedad, ha sido muy distinta a la del resto de centros públicos del país. Las tasas de muertes por ingresos en estos hospitales son mucho más bajas. Y a su vez, las condiciones de trabajo de los médicos, enfermeros y personal sanitario, son, según sus trabajadores, un caso privilegiado. “Sé que es uno de los hospitales donde les ha ido mejor con respecto a otros en el mundo. Sobre todo por la gente de terapia intensiva, hay más recuperados. Además, entre nosotros no hubo desesperación ni la sensación de que nos íbamos a quedar sin protección ni materiales. Hubo mucha coordinación de personal para que no hiciera falta nada, por prepararse”, señala Hernández.

Las cifras les dan la razón: entre los pacientes que pasan por Unidades de Cuidados Intensivos en centros privados, de PEMEX o de Sedena y Semar (clase media-alta), el ratio de muertes es del 29,5%. Esta cifra sube hasta el 44% para quienes entraron al registro por IMSS o ISSSTE (trabajadores asegurados en hospitales públicos), y alcanza el 55% entre los pacientes, en su mayoría pobres y trabajadores informales, que acuden a los hospitales de Gobierno en el resto de centros públicos.



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